Acta del grupo Experiencia de Dios del Centro Teológico Manuel Larraín

Participan: Luis Hernán Errázuriz, Isabel Donoso, Samuel Yáñez, Carlos Schickendantz, Ana María Vicuña, Viola Espíndola, Jorge Costadoat, Sylvia Vega, Diego García.
La lectura de algunos fragmentos de Ernesto Sábato, ocasionados por la muerte de su hijo Jorge, propició una conversación exigente respecto de nuestra percepción de la muerte, particularmente en las circunstancias sanitarias actuales. En el caso de Sábato, los textos representan momentos distintos en la vida del escritor. En los textos más tempranos, la pérdida del hijo se traduce en una suerte de anonadamiento y de protesta hacia un Dios que permite dolores semejantes. Los textos posteriores, en cambio, muestran una conciencia que está reflexionando la proximidad de su propia muerte y un atisbo de esperanza al reconocer la presencia de Dios –aunque remoto y oculto- en pequeños signos que son “una pausa de amor entre la fuga de las cosas” (Cernuda). Cita a Simone Weil (“El sufrimiento es la superioridad del hombre frente a Dios. Fue necesaria la encarnación para que esa superioridad no resultara escandalosa”) y propone una perspectiva en la que, al mirar la vida en su conjunto como una totalidad, y desde la experiencia de saberse seres necesitados, se persiste en la búsqueda de indicios de una eternidad en que podamos recuperar el abrazo de quienes partieron y cuya ausencia nos había sumido en una tristeza tan sin remedio. Así pues, los textos posteriores de estas reflexiones de Sábato son las de quien se asume como moribundo, es decir, quien entiende su vida como proceso o tránsito en la fragilidad y también como proyecto, con mirada escatológica en el reencuentro futuro.
En los textos donde se acentúa la protesta del escritor, éste reclama a “los teólogos que escriben miles de páginas para justificar tu ausencia [de Dios]”. Este fragmento gatilló una parte de la conversación acerca del sentido del trabajo teológico. Sin embargo, y alterando el orden en que de hecho se produjeron las intervenciones, hubo un desafío al papel de los teólogos, no ya a una teología específica eventualmente errónea, sino a la teología en su conjunto como oficio, que pretende que la muerte es una experiencia que se puede solventar razonando (“… dando razón de la fe…”), sin advertir que se la acompaña desde dimensiones inefables como lo son el misterio y el milagro. En efecto, cuanto hemos vivido el último año y medio, nos ha enseñado a poner entre paréntesis la protesta en contra de un Dios que nos niega a nuestros seres queridos a cambio de la promesa hipotética de la recuperación futura de aquellos abrazos perdidos. En el conflicto que se ha declarado entre el amor y la muerte, la pandemia, que nos ha hecho descubrirnos como seres continua y progresivamente moribundos, desafía a la manera cómo vivimos nuestro hoy, mucho más perentorio que la esperanza de reencontrarnos en el futuro con quienes han partido. En efecto, es hoy día cuando la necesidad de quienes nos rodean interpela a decidir qué hacer, y no tan sólo qué esperar. Velar el sueño de una amiga que se está despidiendo paulatinamente; exponerse a la enfermedad al cuidar del hermano enfermo a quien los médicos no saben cómo diagnosticar y cuya recuperación los deja tan perplejos como su enfermedad, todas estas experiencias ineludibles parecieran superar las posibilidades de una fe entendida como un conjunto de juegos especulativos alrededor de una cierta axiomática. La pregunta y respuesta creyente es mucho más que una cuestión de buena o mala información. Es aprender a estar en el misterio y el milagro.
La defensa de la teología como posible compañera de camino se hizo en dos momentos: Primero, impugnar ciertas teologías específicas, como esas que gastan “miles de páginas en justificar el silencio de Dios”; y luego, proponer que el trabajo teológico sea un esfuerzo por ofrecer un sentido para nuestras experiencias, y no una manera de fugarse de ellas como manera de driblear los dolores de nuestra existencia.
En cuanto a lo primero, se advirtió que efectivamente existen teologías que o bien se desentienden de nuestra experiencia, o bien proponen para ella lecturas atroces. Particularmente, la del Dios retributivo y castigador, el Dios sádico que retiene para sí la atribución de ejecutar a su Hijo para venganza por los pecados del mundo. Este fragmento del obispo Bossuet (1627-1704) es muestra de una visión que no está enteramente erradicada y de la que poco, si algo, se puede esperar de bueno: “Era pues preciso, hermanos míos, que Él cayera con todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que había puesto en Él todos nuestros pecados, debía poner también allí toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no dudemos de ello. Por eso el mismo profeta nos dice que, no contento con haberlo entregado a la voluntad de sus enemigos, Él mismo quiso ser de la partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su mano omnipotente (…). Lo hizo, lo quiso hacer, se trata de un designio premeditado”. Prima hermana de esta teología perversa es aquella otra que pone en el inocente la culpa por su sufrimiento inmerecido e incomprensible. La crisis de los abusos cometidos por consagrados ha sido pródiga en ejemplos de esto, abusados enviados por su abusador al confesionario.
La tarea de una teología que haga bien al ser humano, toma distancia de esa imagen del Dios vengador cruento, y al hacerse cargo del reproche a su silencio, acentúa que el silencio ha sido más bien el de nuestra responsabilidad por la solicitud que le negamos a la necesidad de las hermanas y hermanos. La teología, entonces pues, no es una fuga de la experiencia sino un esfuerzo por resignificarla en clave de esperanza, y de traer al Dios trinitario al presente en la experiencia de la comunidad fraterna. Las meditaciones de Sábato –una especie de ateo místico-, una vez que dejan atrás la atendible protesta por la pérdida, tornan hacia una comprensión de lo humano como la reunión de las personas que se prestan apoyo mutuo en su fragilidad. No somos personas solas, yo soy yo-y-mis-seres-queridos, de ahí la importancia de la esperanza en el reencuentro futuro, sí, pero también la responsabilidad por el socorro mutuo en el tiempo presente, más allá incluso de la posibilidad que esto pueda ser dicho de modo inteligible en las palabras. Los ejemplos de abnegación que fueron mencionados (cuidar el descanso del moribundo), es pura donación sin cálculo, no es sólo esperar que se cumplan algún día las promesas, sino anticiparlas en las biografías que nos toca vivir a diario. La teología es consciente de la imposibilidad de decir lo inefable, pero de todos modos, siendo el lenguaje un medio de comunicación y vinculación, es una de las maneras en que se hace posible la experiencia comunitaria y compartida, y por eso la suya es una mediación que no se puede desestimar por completo. Queremos entender, para eso no debemos cancelar el recurso razonable a la razón. Pero en contrapartida ella debe ser consciente de sus propios límites y de los peligros de deformaciones y patologías.
Como una manera de conjurar teologías que hacen daño, se propuso que la teología tiene como reto acompañar la vida, mediar nuestras experiencias hasta el límite en que el lenguaje es capaz de decir, contribuir a la posibilidad de una espiritualidad en que conviven el decir y el sentir, y ayudar a mirar el futuro con una esperanza que no sea alienante. En ese sentido, la escatología ha de proponerse ser un humanismo puro. En cuanto a Dios, lejos de ser el padrastro severo y retributivo, recupera la experiencia del Dios papá / mamá, Dios amigo o, incluso en la poesía mística, el Dios amante. Todos estos son Dios, en relación con quien cualquier experiencia humana, por humilde o adversa que aparente ser, se eleva.

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