Archive for 26 diciembre, 2012

Dios es gratis

En esta época nuestra dominada por el Mercado, no todo tiene precio. Los cristianos sabemos que hay una dimensión de la vida, la dimensión más profunda de la vida, que no se rige por el “yo te doy, tú me das”. Sabemos que la gratuidad existe. Lo hemos experimentado. Estamos convencidos de que esto es real. Tan real como que el perdón reconstruye parejas, familias y países; como que un enfermo revive cuando lo vienen a visitar.

Los cristianos sabemos que ninguno de nosotros se merece el mundo. Ni la naturaleza en todo su esplendor ni la pareja ni los hijos.  Agradecemos a Dios porque de él proviene lo que somos y tenemos. Lo nuestro es recibir y agradecer. Es dar, sin esperar recompensa. Es dar mil cuando alguien nos da cien; y recibir diez a cambio de mil, cuando al prójimo no es posible más.

La alegría más profunda del cristianismo tiene que ver con vivir la vida en el registro de la gratuidad. Los cristianos no desconocemos el valor del registro mercantil. En el ámbito correspondiente de las relaciones comerciales y laborales, por ejemplo, es absolutamente necesario que rija la justicia. Las cosas y muchos servicios tienen precios. Y está bien que los tengan. Tienen que darse y respetarse las equivalencias. Sin estas la vida en sociedad podría ser un caos. Pero hay otro orden de realidad que no puede ser descuidado porque es clave para nuestra felicidad. El orden del amor y de la misericordia. ¿Quién puede impedir que un empresario pague a sus trabajadores el doble de los precios de mercado? Puede ser que no le convenga. Esto, sin embargo, no lo obliga a nada. Lo distintivo del cristiano es pagar más, aunque se salga perdiendo. Jesús lo dio todo y salió perdiendo.

En Navidad celebramos que Dios es gratis. Nadie lo merece. Nadie podría estar en condiciones de obligar el regalo de sí mismo. Pues Dios no tiene precio. Es gratis. No simplemente que nadie tenga algo que dar a cambio suyo. Dios, en Jesús, es incomparablemente libre. En el pesebre Dios se nos da en suma pobreza. Por tanto, no hay ilusión posible. Este regalo solo se lo puede recibir. Se lo recibe, cuando lo reciben los pobres, quienes nunca tienen cómo forzar una prestación. Dios es gratis. Los ricos, en cuanto ricos, no podrían jamás comprarlo o compensarlo adecuadamente. No vendría al caso. Dios es gratuito. Se le corresponda con mucho o con poco, solo se le corresponde gratuita y desinteresadamente.

Dios en el pesebre no se ofrece a precio alguno. Simplemente se ofrece. Se ofrece como quienes no tienen nada que ofrecer más que a sí mismos, y a modo de agradecimiento.

La mortalidad del cristianismo

Navidad otra vez. En esta, y tantas otras partes del mundo muchas personas vuelven a creer en el amor. Lo hacen, a menudo, después de un año duro o frustrante. En un año nos puede pasar de todo. A más de uno ha podido morderlo la desesperación.  Volver a cantar “noche de paz” lo puede consolar o irritar.

Ha habido muchas navidades. Habrá otras más. ¿Cuántas? Cualquiera sea el número, lo que importa es que la humanidad crea de nuevo en sí misma no obstante su vulnerabilidad. La Navidad tiene sentido cuando la vulnerabilidad de la humanidad,  su precariedad y su mortalidad, en vez de constituir meros límites, se convierten en los accesos precisos al misterio definitivo de los  seres humanos.

En Navidad, año a año, está en juego la mortalidad del cristianismo. El cristianismo puede morir porque su fundador nació mortal. Murió, porque podía morir. La mortalidad le era inherente a él como a nosotros, como al cristianismo, como a la Iglesia. ¿Podemos los cristianos imaginar un real acabo mundi? ¿Tenemos la valentía de asomarnos a la finitud de nuestra cultura y religiosidad? Digámoslo sin rodeos: ¿podrá alguna vez la Navidad ser algo más que un juego de niños y atrevernos a mirar la vida a fondo?

El cristianismo en la antigüedad desapareció del norte de África. Dejó de existir en tierras donde alcanzó su cúspide moral e intelectual. Hoy los cristianos huyen de lugares del Medio Oriente donde han estado por dos mil años. Pero no hay que ir muy lejos para asomarse a la posibilidad de la mortalidad del cristianismo y del catolicismo. La última encuesta Adimark / P. Universidad Católica de Chile arroja resultados inquietantes. En 6 años los católicos chilenos han disminuido de 70% a 63%.  Si esta tendencia, y su aceleración, se mantienen, en 6 años más los católicos seremos 56 %; en 18, 42%; 30, 28 %.  Y llegará el momento en que desapareceremos como ocurrió en Efeso, Calcedonia y Nicea. Las estadísticas hay que tomarlas con cuidado, cierto. Los evangélicos son cada día más. Con todo,  ¿quién podría, en este plano de la realidad, negar la mortalidad del cristianismo?

En otro plano, en el de la fe en el niño Jesús, el cristianismo es inmortal. Admito que esta es una opinión creyente.  Creo que Jesús es inmortal. Es más, opto por cambiar la realidad con la luz del acontecimiento de Cristo. Para ser exacto, creo en la inmortalidad que estuvo en juego en ese niño inerme y perecible porque lo que entonces estaba en cuestión, y en ello creo, era el “amor”. Creo que el amor es inmortal. Lo digo aun con otras palabras: podrá desaparecer la Iglesia Católica, podrán dejar de existir las otras iglesias cristianas, podrá llegar a 45º la temperatura media del planeta hasta que se extinga la raza y en algunos millones de años -se sabe – se apagará el sol y la tierra dejará de existir, pero la oscuridad no devorará un gesto de amor por pequeño que sea: un vaso de agua, una palabra de perdón… El cristianismo es inmortal en este sentido. Solo en este sentido. Como magnitud sociológica aparece y desaparece igual que las ideas y las culturas, igual que los ricos y quienes se creen inmortales. Como magnitud íntima del cosmos, como el Cristo en que radica, en cambio, es inmarcesible. Esto es lo que creo.

Algún día en estas tierras nadie sabrá que el 25 de diciembre se celebraba la Navidad. ¿En un millón de años más? ¿Antes? Tampoco, digámoslo con humor, que el Viejito Pascuero y el Amigo Secreto le disputaban la importancia al niño Jesús.  ¡Juegos de niños! ¡Qué importa ser niños! Importará, sí, que antes que termine el mundo haya al menos un adulto que sepa que en la noche de Navidad hubo seres humanos que tuvieron que definirse: ¿creyeron o no creyeron en la inocencia? ¿Creyeron que la paz proviene de la justicia y del perdón, y que la única religión verdadera es la del amor?

Pero, ¿es inmortal el amor? Tomar en serio esta pregunta merece máximo respeto.  La fe en Jesús, la fe en “el amor”, es fe y no se fuerza. ¿Quién podrá decirles a los padres de los niños asesinados estos días en EE.UU. o a los refugiados que huyen de la violencia en el Congo que crean que “Dios es amor”? ¿Hubo alguien que pudo consolar a las madres de los inocentes eliminados por Herodes en tiempos de Cristo?

La noche de Navidad tiene un alcance mayor. No es cosa solo de cristianos. Admirar a Jesús en el pesebre equivale a creer que el amor efectivamente revoluciona la realidad. Que vaya a triunfar en la vida eterna podría ser una forma de escape, suele serlo, cuando en el presente no se ama.

Lo que tenemos delante de los ojos es a un niño mortal, representante de la mortalidad de todos sin distinción.  Su mortalidad alude a la eternidad, pero no a cualquiera. Pues si el cristianismo reclama alguna inmortalidad, solo puede reclamarla para un Jesús que nació pobre y murió por los pobres; para el grito de los inocentes que en esta vida tal vez no lleguen a entender nunca que Dios los ama. Porque en Navidad  los cristianos no celebramos simplemente que la esperanza haya entrado en la historia, sino que esta es esperanza en un crucificado. Porque en Dios cree cualquiera. Cualquiera puede también no creer en Dios. Esto y aquello interesa poco. Lo único  decisivo es creer que los que se tienen por “inmortales” perecerán en Sudamérica como perecieron los cristianos en Asia Menor y que los inocentes, sus víctimas, no morirán jamás;  creer que esta tierra es para compartirla y gozarla con toda la humanidad.

Esta Navidad, ¿qué tipo de cristianismo nos traerá de regalo el niño Jesús?

Hermandad chileno – peruana

Ha sido dolorosa la relación con los peruanos. Nosotros chilenos preferimos no recordar, tal vez nunca siquiera hemos caído en la cuenta de lo tremendo que debe ser que hayamos invadido el territorio peruano.

Terminada la guerra quedaron en la memoria de los pueblos algunos hechos gloriosos. La mayoría, sin embargo, son hechos lamentables que aún duelen a nuestros vecinos cuando los recuerdan. Ellos, lo sabemos, nos quieren poco. Muchos no nos quieren, quizás la mayoría. No todos, también lo sabemos. Quienes tenemos amigos o amigas peruanas no los perderíamos por nada del mundo. Los peruanos son gente de primera. Las heridas siempre quedan, pasan de una generación a otra. Pero estas no tienen la fuerza de contaminar el cariño que ha nacido entre nosotros.

Los últimos años -hablemos  ya de décadas- la inmigración peruana en Chile ha sido una ocasión para conocernos mejor y querernos. Los inmigrantes compiten con los nacionales por puestos de trabajo. Nada nuevo. Se da en todas partes del planeta. Por eso se dan fricciones. Palabras hirientes. Recelos. Pero esta cara triste de la realidad no oscurece lo positivo.

Muchas mujeres peruanas han cuidado con amor y han educado a niños chilenos. Estos han llegado a quererlas entrañablemente. Han aprendido de ellas a hablar, a expresarse bien; han memorizado historias de tierras lejanas y más de una rareza que alguna vez en la vida los niños recordarán con simpatía.

Hay niños peruanos que estudian en colegios chilenos. A veces son discriminados. Incluso en estos casos, a poco andar, se generan entre los compañeros de curso lazos de amistad notables. Ocurre también, y a menudo, que nacen niños chilenos de padres peruanos. Se dan familias en las cuales hay de todo. Y no faltan los matrimonios mixtos. Matrimonios felices y difíciles como en todas partes.

Incluso en el plano religioso los chilenos hemos recibido el influjo peruano. A los católicos chilenos nos impresiona la piedad de nuestros hermanos peruanos. El Señor de los Milagros, San Rosa de Lima, por no hablar de los místicos laicos como Vallejo. No me detengo en la literatura y en la comida. Sería largo considerar cómo los peruanos nos han alegrado la vida.

Es triste ver reducidas nuestras relaciones con Perú a una cuestión de guerras y fronteras. Esta es una realidad problemática que no podemos ocultar. El problema existe. Pero también existen otros aspectos de una relación que debiera fortalecerse aún más.

Tal vez ahora nos toque perder a los chilenos. Los debates en torno a la frontera marítima que tienen lugar en La Haya serán irritantes. Comienzan a serlo. Dudo que haya un ganador absoluto de la contiende jurídica. Espero, sí, que ambos países, puesto que han aceptado el tribunal, acepten también su fallo. Espero, sobre todo, que esta contienda remueva un obstáculo a la concordia y favorezca relaciones entre personas que, para los cristianos, han de ser  relaciones fraternas.