Archive for 22 septiembre, 2011

La humanidad de Jesús

Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano. Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como solo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad  y, a otros, que un hombre como él pueda ser divino.

 Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a  la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no predomina sobre la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.

La psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su “psicología” divina, pero Jesús solo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido en la historia de la Iglesia y continuará siéndolo. Hablar de su psicología sería un completo despropósito si no contáramos con algunas definiciones teológicas de la Iglesia. La enseñanza de los concilios, que interpretan la revelación en las Escrituras, nos permite hacer algunas inferencias. Hacerlas, no por curiosidad o divertimento. Nos interesa el perfil humano de Jesús para comprender nuestra propia humanidad.

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible? ¿Ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.

Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica” de Dios, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, dirá von Balthasar, aquello que en virtud de su persona divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad era tan divina como humana; más precisamente, que su persona divina hacía de él un hombre auténtico y profundamente humano. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata” del Padre. Según Rahner, Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su ser uno con el Padre). En Jesús se ha dado una orientación radical al Padre, que le ha hecho conocer su ser persona divina y su misión trascendente desde la Encarnación, pero fue necesario que él tematizara este conocimiento a-temático en la medida que crecía y desarrollaba su vida. De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente. Algo parecido a esto, pero no lo mismo, sucede con el niño en la cuna: aún no tiene cómo decir lo que le pasa, pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.

Hemos de pensar que la orientación absoluta de Jesús a Dios, a Dios como amor, constituyó el principio radical del aquel conocimiento de sí mismo y de toda la realidad, que el Espíritu, a lo largo de su vida, fue actualizando paso a paso. Este, según los teólogos, sería el “conocimiento infuso”, un conocimiento como el de los profetas o los visionarios que, en el caso de Jesús, le ha permitido comprender todo lo necesario para nuestra salvación.

Por último, en consecuencia, ha de reconocerse en Cristo un «conocimiento adquirido». Por este cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Hb 5, 8).

Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice: “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. Sin embargo, lo que no se puede decir es que Jesús haya tenido una ignorancia que le haya impedido saber quién era y cuál era su misión (Papa Gregorio Magno, año 600).

A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? ¿Pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Calcedonia definió que  Jesús, el Hijo de Dios, era perfectamente Dios y perfectamente hombre. El concilio de Constantinopla III (años 680/681) aclaró que Jesús tiene una voluntad humana auténtica, y que opera en sintonía con las exigencias de la voluntad divina. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.

El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).

El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación, aunque la suya no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia. La Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas del desierto (cf. Mt 4, 1-11) ya la de Getsemaní (cf. Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del amor. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de  “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de los que nos esclaviza para escoger lo que verdaderamente nos realiza: el amor interpersonal, una sociedad justa… Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado empedernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. Recordemos también en la tenacidad de los santos…De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa.  Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.

La misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón de cómo Jesús es Dios y de cómo el hombre llega a ser realmente hombre. De paso nos haremos una idea de cómo Dios es Dios.

En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es humano porque es frágil, porque peca e reincide en su pecado. Pero también se dice que es humano alguien cercano a las demás personas, porque tiene capacidad de comprender y de perdonar al caído. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso, y no el promedio de los hombres, lo que determina qué significa “ser humano”.

Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (cf. Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este Reino fueron los pobres y los pecadores.

Jesús predicó el Reino a los pobres (cf. Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (cf. Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres. Los “pobres de espíritu”, al igual que Jesús, alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36).

Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (cf. Lc 5, 29-32). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la letra de la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (cf. Jn 8, 1-11).

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (cf. Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres. Los fariseos, en cambio, comían entre ellos, los “justos”.

Con esto, Jesús, no avalaba la miseria moral. Con su conducta se nos ha revelado que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana. El mal, para Jesús, no se extirpa sin conocer en carne propia sus efectos, como tampoco se disipa el dolor sin dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un mísero, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (cf. Lc 6,24-26), sino como  un llamado al arrepentimiento.

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos  de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte «era necesaria» (Lc 24, 26). No porque estuviera programada. Jesús no fue a ella como un autómata. El dio su vida, no se la quitaron (cf. Jn 10, 18).  “Era necesaria”, dice la Escritura, en el sentido de que Dios ha querido a la humanidad al más alto de los precios. En su Hijo, Dios mismo se expuso a la terrible posibilidad de ser rechazado. Dios no ha podido sino amarnos. Dios no querido otra cosa que la vida de Jesús y la nuestra. Pero, para amarnos en serio, no pudo más que renunciar a su Hijo. A Jesús lo asesinaron. El Padre no quiso la muerte de Jesús ni la ejecutó. Pero trocó su significado. Al resucitar a Jesús, convirtió este crimen en la prueba de su perdón incondicional. No sacralizó la cruz, sino todo lo contrario. Con la resurrección, Dios hizo justicia a Jesús. Desacralizó, así, la inveterada costumbre de divinizar la violencia y las instituciones que la ejercen para, como diría Caifás, “salvar a la nación” (Jn 11, 50).

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros. No sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad. Liberando nuestra libertad de su inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte.

Conclusión       

El Concilio Vaticano II profundizó en la humanidad del Hijo de Dios, con el propósito de hacer universalmente comprensible la salvación: “Con su encarnación, Él mismo, el Hijo de Dios, en cierto modo se ha unido con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con humano corazón. Nacido de María Virgen, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15) (Gaudium et Spes, 22). No por ser humano, Jesús ha dejado de ser divino. No debiéramos temer su humanidad. Más cuidado habría que tener con una concepción de su divinidad alérgica a la Encarnación. No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, Dios ha entrado en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones sospechosas de fe auténtica.

 Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana. Tampoco habríamos llegado a creer que Dios es inocente de su muerte y la de tantos otros que rezaron “Dios mío, por qué me has abandonado” (Mc 15, 34). Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente y qué es lo que realmente humaniza. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de lo que la deshumaniza.

 Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su compromiso con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Esta es ya tarea del Espíritu: replicar de un modo creativo la praxis humanizadora y liberadora de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por anunciar el amor de Dios por todos (cf. Gaudium et Spes, 22).

 Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá para creer que Dios es bueno.

¿Son "católicas" las universidades católicas?

Son “católicas” las universidades católicas? Difícil decirlo. En realidad, esta pregunta solo puede responderla el Padre Eterno. Si no fueran cristianas, no serían católicas. Pero solo Dios sabe qué es cristiano y qué no. Sin embargo, la pregunta nos sirve para orientarnos en lo que buscamos. Esto es, una universidad al servicio de la misión de la Iglesia.

El marco más amplio en el que se ubica el tema, es el de la relación de la Iglesia con la sociedad. La universidad católica hace real este vínculo. La universidad depende del vínculo que la Iglesia establezca con la sociedad. Pero también la Iglesia depende del vínculo que la universidad establezca con la sociedad. En este ir y venir de la Iglesia a la universidad, en la sociedad, depende el cumplimiento de la misión de la Iglesia, cual es la civilización del amor (Pablo VI).

La relación de la Iglesia con la sociedad puede darse en diversos esquemas eclesiológicos. Hasta el Concilio Vaticano II ha podido prevalecer un esquema decimonónico de confrontación y de condena de la Iglesia a la modernidad. Este planteamiento ha caracterizado una discordia estéril y nociva. Muchos de nuestros contemporáneos se han alejado de la Iglesia. Pero, por otra parte, nuestras sociedades no han llegado a conocer suficientemente el Evangelio y sacar de él todas sus consecuencias humanizadoras y socializadoras.

En el Vaticano II se hicieron presentes otros dos esquemas eclesiológicos, ambos positivos. Entonces la Iglesia se planteó en términos amistosos ante la época. En uno de ellos, todavía se acentuó la diferencia entre Iglesia y mundo: se supuso que ambos eran los interlocutores de un diálogo a favor de mayores niveles de humanidad. Pero la representación ha sido la de una realidad frente a la otra; la de un diálogo de la Iglesia “con” el mundo, en el entendido de que la Iglesia enseña y, a veces, aprende del mundo.

En un segundo esquema, también conciliar, se entendió que la Iglesia es una realidad “mundana” en el mejor sentido de la palabra. En este caso la Iglesia está “en” el mundo y el mundo “en” la Iglesia. Todo lo que ella tiene que aportar como evangelización puede hacerlo solo de un modo “mundano”. En otros términos, de un modo empático y autorreflexivo. Esto es patente en la Constitución Apostólica Gaudium et Spes:

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS 1).

En este esquema la Iglesia no se impone a la cultura contemporánea (esquema preconciliar) ni dialoga simplemente con ella (primer esquema conciliar), sino que discierne en ella –en su propia mundanidad– los signos de los tiempos y anuncia el Evangelio en clave verdaderamente civilizadora.

Este último esquema fue posible elucidarlo en la medida que prevaleció en el Concilio la convicción teológica de la salvación universal. Lo fundamental, absolutamente esencial, pasó a ser el amor de Dios por todos los hombres y el de éstos entre sí (LG 14). El concilió reconoció explícitamente que Dios encuentra a cada uno y a cada pueblo el camino de su salvación, por vías que la Iglesia puede desconocer (AG 7). La verdad de la salvación pasó a ser un dato antropológico cumplido ya en toda la humanidad gracias al acontecimiento Jesucristo. Esto no hace superflua a la Iglesia, pero la obliga a redescubrir su ubicación en la historia y a redefinir su servicio de la humanidad.

¿Qué podrá significar este modo de entender las relaciones de la Iglesia con la sociedad y la cultura, para las universidades católicas? Por lo menos dos cosas:

  1. La universidad encuentra la verdad “en” la sociedad. Ella no tiene ninguna verdad que enseñar a nadie que haya podido ser descubierta sin los demás o por vías divinas pero no humanas. (Como ocurre con la Encarnación: a Dios lo encontramos completamente en el hombre Jesús).
  2. La universidad católica constituye un lugar de arraigo de la Iglesia en un mundo en el que la verdad, incluso la verdad de Cristo, se encuentra gracias al diálogo y la discusión, a la crítica y a la autocrítica.

La universidad católica, en realidad, no dialoga “con” la sociedad, sino “en” la sociedad. En el tejido de lo humano, social, cultural e históricamente en desarrollo, pasándolo todo sin excepción por la criba de la razón,  la universidad católica destila la verdad eterna en verdades temporales civilizadoras y, por esto mismo, preserva a la Iglesia del fideísmo, del fanatismo y de múltiples equivocaciones.

¿Son “católicas” las universidades católicas? Sí, cuando buscan la verdad que Dios nos revela humano modo, esto es, a través de todos los hombres, en la pluralidad de lo humano y en el incesante cambiar de los tiempos.

¿Qué haremos en la Iglesia…?

Los cristianos nunca hemos tenido una respuesta acerca de cómo será el futuro. Tenemos una esperanza. Pero no somos adivinos ni creemos que los haya.

Nuestra esperanza es el triunfo del Evangelio. Los cristianos, en momentos de grandes sufrimientos y sombras, practicamos la esperanza. Así anunciamos a los demás la Buena Noticia de Jesucristo.

Nuestra esperanza no es salvar la Iglesia. La Iglesia se salva cuando los cristianos aman el mundo. Ella renació todas las veces que hubo cristianos que amaron el mundo como Dios lo ama. Es necesario, por tanto, levantar la mirada. Observemos el país. Contactémonos hondamente con sus necesidades. Preguntémonos con audacia: ¿qué Iglesia necesita hoy nuestra patria? ¿El mundo actual? Reconozcamos que es difícil responder. Dejemos por un tiempo la respuesta entre paréntesis. Centrémonos en lo que los cristianos sabemos que es fundamental y que siempre, con la gracia de Dios, podremos practicar. En este recodo del camino en el que estamos, tres trabajos nos parecen importantes.

Un trabajo de diálogo

Necesitamos reflexionar sobre lo ocurrido. En esta sucesión de escándalos, no podemos cerrar los ojos hasta que todo vuelva a la calma. Tenemos que atacar los efectos en sus causas. ¿Por qué personas investidas del sacerdocio han abusado de menores? ¿Por qué sus autoridades jerárquicas han resuelto tan malamente estas situaciones? Necesitamos reflexionar, meditar y estudiar sobre lo que ha pasado para que nunca más una víctima sea desoída.

Pero esto no basta. Las aguas de la Iglesia están agitadas desde hace tiempo por otros motivos. No podemos quedarnos atrapados en el tema de los escándalos sexuales. Una reflexión a fondo sobre todos los temas difíciles exige un diálogo muy amplio. La Iglesia quiere ser significativa para Chile. Todos los chilenos, por tanto, tienen algo que decir de la misma Iglesia. El diálogo debe darse “entre nosotros” y “con los otros”. El diálogo, para que sea franco y sincero, debe darse no solo entre sacerdotes, no solo entre sacerdotes y religiosas, o entre sacerdotes, religiosas y laicos; ha de ser un diálogo entre compatriotas creyentes y no creyentes, con un origen y un desafío común: la patria compartida es anticipo de la patria eterna que los cristianos esperamos.

El diálogo “entre nosotros” no será fácil. Tenemos trabas, visiones distintas y posiciones tomadas. Talvez los obispos no pueden hacer los cambios que quisieran porque entre ellos no hay acuerdo en todo y dependen, además, de la comunión con la Iglesia universal, el Papa y los demás obispos. Es normal que así sea. Hacer avanzar una tradición de dos mil años requiere mucho esfuerzo y tiempo. Los sacerdotes nos vemos sometidos a fuertes tensiones, la principal de todas es tener una autoridad que progresivamente es desconocida por fieles que no siempre comparten la doctrina, la disciplina y un modo de organización eclesial que no les permite participar en las decisiones. El clero no puede expresar fácilmente su opinión sobre estos temas. Las religiosas sufren la falta de reconocimiento que nuestra sociedad hace rato sí está dando a las mujeres. No pueden incidir en las decisiones eclesiales en igualdad de condiciones que los sacerdotes. Son muchos los laicos que viven la frustración de no ser considerados. Experimentan la desafección, la desconfianza o tienen miedo de opinar. Muchos se sienten atropellados, algunos cierran filas y se radicalizan en posturas rígidas al ver cuestionada su fe. Otros están gravemente heridos por haber sido excluidos de la comunión eucarística dada una nueva relación de pareja tras un fracaso matrimonial. No pocos de ellos se perciben defraudados por la formación que recibieron al alero de la Iglesia y se ven tentados de desistir de todo intento de marcar la diferencia en un mundo hostil y que va dejando de ser cristiano.

Para que este diálogo “entre nosotros” sea posible, bien parece necesario oír primero a “los otros”, los no creyentes, los no católicos y nosotros mismos los católicos en cuanto no nos sentimos representados por la autoridad eclesial. El imperativo de anunciar el Evangelio a quienes no creen en él, raya la cancha de cualquier diálogo honesto sobre el país. Puesto que el Evangelio es para todos, nadie debiera quedar al margen o ser descartado por su opinión. Así creemos que se cumplirá el anhelo de una opinión pública en la Iglesia, reconocida como indispensable por los papas desde Pío XII en adelante. En la medida que el diálogo “entre nosotros” se dé encuadrado en el diálogo “entre todos”, el aporte de la Iglesia será relevante.

Para que este diálogo opere será necesario, en consecuencia, que los católicos participemos con libertad en el foro público abierto por los Medios de Comunicación Social, y que lo hagamos en las claves de comunicación que estos utilizan. Tendremos que procurar decir siempre la verdad, hablar sin recovecos, claro, pero con respeto. Tendremos que exponernos a la crítica y, por lo mismo, expresarnos de un modo autocrítico. Hemos de caer en la cuenta que no es mala voluntad que muchos no creyentes perciben a la Iglesia como algo completamente ajeno. La importancia del catolicismo dejó de ser obvio en la sociedad y la cultura.

Muchos católicos, además, tienen un duelo pendiente no reconocido y doloroso, después de haber sido parte activa de ella en otros tiempos. Pero también ha de recordarse que algunos se acercaron a Dios cuando la Iglesia, por una solicitud evangélica, salió en defensa de los perseguidos, independientemente de sus credos e ideologías. Fue hermoso, y puede volver a serlo; que haya gente que, aunque no crea en Dios, sí crea en la Iglesia.

Un trabajo de misericordia

La Iglesia habrá podido equivocarse muchas veces, pero ha sido infalible cuando ha amado a los pobres. Ella jamás ha fallado cuando ha atendido a los que lloran antes que a los que ríen, a los que no tienen que comer antes que a los que se cuidan para no engordar, a los que viven de fiado antes que a los que prestan con usura. Ella no debiera desentenderse de los usureros ni de quienes olvidan que hay familias que duermen entre tablas y cartones. Su misión es abrir las puertas del reino a todos, culpables e inocentes. A los inocentes, porque Jesús los representa. A los culpables, porque Jesús les ofrece el perdón de Dios. La Iglesia acierta con su misión cuando se pone del lado, saca la voz o sufre simplemente junto a las víctimas. Pero también cuando reconcilia a inocentes y pecadores.

En medio de esta crisis, debemos recordar que en América Latina nuestra Iglesia ha descubierto que en el corazón del Evangelio hay una opción de Dios por el pobre. Nos lo confirmó Benedicto XVI en Aparecida: esta opción es inherente a la fe en Cristo. No se puede ser cristiano si no se opta por el pobre.

Por esto, en estas circunstancias tan difíciles nos preguntamos: ¿quiénes son los pobres? ¿A quiénes afecta más la crisis de nuestra época? ¿Quiénes son los pobres en nuestra Iglesia?

Nuestra respuesta a estas preguntas es una sola: debiéramos ir a buscar a quienes sienten vergüenza de su pobreza, de su inadecuación social o moral en la sociedad o en la Iglesia. Mientras estas personas no encuentren un lugar en la Iglesia, el problema lo tenemos quienes nos hemos asegurado un puesto en ella. Hemos de ser nosotros quienes se avergüencen de no haber hecho lo suficiente por incluir a los primeros que Jesús incluiría.

También hemos de preguntarnos qué tienen los excluidos que aportar a la Iglesia. Si ellos entienden mejor que nadie qué significa el menosprecio, nadie como que ellos pueden indicarnos las vías de su propia dignificación. Ellos, que como víctimas o como culpables han pasado por la cruz del Señor, que han conocido su amor liberador, aprenden el Evangelio por sí mismos y no solo por un proceso pedagógico de transmisión de la fe. ¿No es exactamente esto, experiencias hondas de la propia miseria y del amor de Dios, lo que necesitamos para que nuestra Iglesia rebrote con fervor? Su voz debe ser oída con atención. Ellos tendrán mucho que decirnos a quienes talvez no hemos experimentado al Señor con tanto dolor. Quizás quieran también hacer descargos contra nosotros… Jesús reconoció autoridad a los excluidos: los oyó y obligó a los demás a escucharlos.

La fuerza misionera de la Iglesia Católica se comprueba cuando llega a los últimos. Mientras no vayamos a ellos, habrá que comenzar de nuevo.  El camino inverso de ir a quienes acumulan privilegios para, por su medio, extender una obra extensa de evangelización, no debe descuidarse. Pero hay que ser conscientes de que, por esta vía, se suele olvidar lo principal, se limpia la imagen de los más ricos y se incrementa su poder. Nada nos alejará más de la vocación a la universalidad de la Iglesia Católica, que el catolicismo burgués, máximamente cuando se da en grupos sectarios que se creen mejores y desprecian a los demás. Juan XXIII nos diría que la nuestra tendría que ser reconocida como “Iglesia de los pobres”.

Es un enorme motivo de esperanza que nuestra Iglesia no solo es misericordiosa con los pobres sino que ella misma, en la mayoría de los casos, es efectivamente pobre. El catolicismo es una religión que deja un amplio espacio a la devoción popular. Las comunidades cristianas de base han encarnado como pocas las directrices principales del Concilio Vaticano II y de las Conferencias episcopales latinoamericanas. El mismo clero chileno es modesto: carece de seguridades, rebusca los pesos, vive bastante solo y veces desamparado.

La tarea de la misericordia es decisiva y perenne. Una Iglesia pobre que ama a los pobres, que defiende a los perseguidos, que se indigna contra la injusticia, que saca la cara por los que esconden la cara y que parte el pan con los que fracasaron, es infalible. Todo lo demás es secundario.

Trabajo de conversión

 Necesitamos hacer cambios. No podemos esperar que otros lo hagan por nosotros. Sea que tomemos la iniciativa sea que nos toque colaborar en ellos, los cambios deben ser “nuestros”. Pero la tradición de la Iglesia desconfía del monje que quiere reformar el convento y no quiere reformarse a sí mismo. Los cambios que haya que hacer deben comenzar con nuestra conversión.

 También el diálogo para ser sincero y la misericordia para ser realmente desinteresada, necesitan un cambio en nosotros mismos. El diálogo se desprestigia cuando las partes no están dispuestas a entender la posición contraria. La misericordia también puede arruinarse cuando hace de la caridad con el prójimo un medio publicitario.

 El diálogo y la misericordia, como otras virtudes, piden de nosotros hoy “recomenzar de Cristo” (Aparecida, 12). Hemos de descender muy al fondo de nosotros mismos hasta encontrar al Señor ante quien podemos reconocer sin temor que somos míseros y que nuestra Iglesia sea miserable (Benedicto XVI). Somos pecadores. Debemos convertirnos. La conciencia de pecado es una gracia que debemos pedir para sanar nuestras heridas, corregir nuestras actitudes, enderezar nuestras inclinaciones y reorientar la vida por donde el Señor quiera llevarla.

 En las circunstancias actuales, hemos de reconocer, por ejemplo, que hemos mirado a la Iglesia desde fuera. La hemos criticado con facilidad. La hemos visto solo como una institución que necesita ajustes estructurales. No hemos recordado con ternura que ella es la Esposa de Cristo. No la hemos defendido como lo haríamos con nuestra madre.

 El individualismo ambiental nos atrapa. Nos hace pensar que es cosa de elegir la Iglesia, siendo que ella nos eligió a nosotros primero. ¿No fue por el bautismo que recibimos la libertad de los hijos de Dios? ¿Podemos decir tan sueltamente a la Iglesia “no intervengas en mi vida”? Hemos de reconocer que muchas veces supeditamos nuestra pertenencia a la eternidad a nuestra conveniencia inmediata. Regateamos con ella. Nos aprovechamos de ella, como quien explota una mina, la abandona cuando se agota el mineral y parte a buscar otros piques.

 La conversión que necesitamos nos exigirá  mucha contemplación. Será el Espíritu del Cristo resucitado quien nos cambie. Un trabajo de conversión requiere inquirir muy atentamente qué quiere Dios de nosotros. Tendremos que leer correctamente los textos. Los textos de la Sagrada Escritura en primer lugar. Cristo, el hombre del Espíritu, representa para nosotros el criterio máximo de cómo se vive en sintonía con Dios.

 Pero hay otros dos textos que también tendrán que ser leídos e interpretados. Uno es el texto de la historia personal: a cada uno el Señor le ha dicho algo único, que a nadie más le ha dicho. Todos somos originales ante el Padre. Cada cual debe descubrir en su propia historia el camino que Dios va haciendo, identificar el pecado propio, sufrir la imposibilidad que es uno para sí mismo y abrirse a la nueva vida que nos será dada.  San Pablo lo expresó muy bien al decir “por mí” el Señor murió en la cruz. Por otra parte, de la experiencia de haber sido resucitados en Cristo dependerá la construcción de un país y un mundo de hermanos, y de una Iglesia capaz de contribuir a esta causa.

 El otro texto es la historia colectiva. Son los acontecimientos de nuestra época, en los cuales hemos de auscultar los “signos de los tiempos”. Estos solo se descubren a la mirada contemplativa, a las mentes vigilantes, a las personas empáticas y conectadas con la vibración espiritual de su generación. El Espíritu que habilita a ver más adentro, es el mismo Espíritu que va gestando cambios colectivos significativos que representan un progreso en humanidad y que la Iglesia va reconociendo como el Evangelio a la medida de la época.

 A través de un ir y venir triangular entre estos tres textos, nuestra conversión podrá ser honda y responder a la pregunta por la Iglesia que el país necesita. Por medio de este trabajo contemplativo, podremos incorporar en nuestra conversión la posibilidad de que se desmorone lo que no da para más y, sin llorar, nos pleguemos a la acción del Espíritu que reforma y reconstruye la Iglesia a través de trabajadores espirituales.

 Las señales de una conversión a la altura de los cambios históricos serán la humildad y la creatividad. Ella consistirá en sumarse a la acción del Creador. No podrá ser nunca una obra voluntarística y menos un título que engrandezca el ego. Un quehacer que se aparte de la empresa recreadora de Dios, solo retardará la Iglesia que andamos buscando.

Buenos días a todos

El país está consternado. Cayó el avión que iba a Juan Fernández con 21 personas, entre ellas el equipo del programa de televisión «Buenos días a todos». ¿Murieron todos? Lo más probable.

La noticia duele mucho. Este programa anima las mañanas de tantas familias y personas que salen del sueño, tomán desayuno y se apuran a partir al colegio y al trabajo. Sus animadores nos acompañan día a día en ese momento difícil en que cualquier mal rato nos puede echar a perder la jornada. Su propósito ha sido siempre animarnos, llenarnos de alegría y buenas vibras. Incluso cuando nos informan de algo tristísimo, saben acompañarnos y ayudarnos a entender lo sucedido.

Felipe Camiroaga los representa a todos. Temprano por la mañana lo hemos visto bromear, coquetear, empatizar con la audiencia en el mero hecho de querer vivir contentos. Un hombre empático, que ha sabido sacar fuera un de los aspectos más amables de nosotros mismos.