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Expedición teológica del Teniente Bello

Los pájaros no construyeron pirámides ni rascacielos. Los hombres no se contentaron con tener como las aves dos ojos, dos oídos, corazón, patas y buche para qué decir, estómago y gusto por las frutas y los granos. Volaron. Imitaron a los cóndores. Estaba dentro de las posibilidades. ¿Hay acaso algo más humano que explorar los senderos conocidos y desbrozar los por conocer?

 Pájaros y hombres, semejantes y tan distintos. Hay homínidos que trabajan como chercanes y otros flojos como mirlos. Hay treiles, garzas, cisnes y flamencos dignos y elegantes como los eritreos. En alguna época muy cercana en la historia de un cosmos viejo en trece mil setecientos billones de años, fuimos agua y calor, cromosoma, célula, ameba, quién sabe qué. Ellos y nosotros quisimos ser pez y pescador. Y nos dio por volar, cuando ni siquiera plumas teníamos. Las aves lo pudieron primero, pero ni ellas ni nosotros hemos sido infalibles.

 Aún se recuerda que a inicios del XX, tal vez antes, no sé, hubo una gran mortandad de pájaros en Valparaíso, cuando el puerto daba gloria al pacífico sur. ¿Auguraban los pelícanos ciegos de hambre, muertos bajo las ruedas de los vehículos, el fracaso venidero de la ciudad? De muy lejos habían seguido un cardumen de peces cuyo rastro por alguna razón extraviaron. Se despistaron, enceguecieron de desnutrición, perdieron el vuelo y la vida. Murieron miles.

 Pero la pérdida del pájaro no es comparable con la pérdida del hombre. Los pájaros se pierden porque fueron dotados de radares que pueden fallar, de apetito exacto, pero no la posibilidad de renunciar a su vocación. Es cierto que hubo aves que exploraron más allá de su especie. El ornitorrinco todavía busca su identidad. Pero en su caso la aventura es pura adaptación, estrategia genética. Y los seres humanos, distintos, no son sólo estrategia, sino algo más. En la lucha generalizada y cruel por la sobre vivencia, los hombres ganan siempre. Sólo pierden la guerra contra sí mismos.

 Y la perdieron. Dios, el primer pajarero, compartió con Adán y Eva su oficio de ornitólogo. El Señor les dijo que mandaran a las aves del cielo, y lo hicieron. Les dio poder para darles un nombre, y lo hicieron. La humanidad heredó de Dios su capacidad mítica de crear con la palabra, llamando las cosas por su parentesco recíproco, jugando con los parecidos, bromeando con las comparaciones, riéndose de la cara de pato de algún cuñado.

 La humanidad perdió la guerra contra sí misma cuando emprendió el vuelo para llegar a ser Dios y dejar de ser hombre. Quiso asegurar la posesión de la verdad y se eximió encontrarla. Habiendo podido ser hombre y Dios a la vez, creyó el hombre en Dios para liberarse del nómade que camina a tientas, probando, equivocándose. Esta fue su perdición. El error no estuvo en querer volar, menos en soñar con las nubes. Bastaba ser humanos, profundamente humanos, nada más. Porque es divino volar y no hay que dejar de ser hombres para hacerlo. Pues el Creador quiso que empolláramos todas las posibilidades, menos una: la de copiar a los pájaros, jactándose de ángeles, para asegurarse y dominar a sus hermanos de travesía.

 Alejandro Bello voló, porque hacía millones de años que quería volar. La generación de Bello, Avalos, Godoy, Pérez Lavín, por los años de la mortandad de Valparaíso, cumplió el anhelo primordial de la especie. Intrépidos todos. Amaron el aire y al aire libre. ¡Altazores!  Estremecieron las galerías. Sacaron gritos a las doncellas. Ocuparon la página primera de los periódicos. Allanaron el camino a Aracena y a Saint-Exupery. Rehabilitaron a Leonardo. Desenmascararon a los mediocres. Atizaron la rabia de los que esperaron y esperaron el momento oportuno para minimizar sus hazañas.

 Porque fueron aves entre las aves, esa generación de voladores bautizó la máquina de “avión”. Fueron un escuadrón providencial de hombres aviones, de verdaderas aves humanas con alas de cartón, motores a ruido y ganas, muchas ganas de la aventura más soñada por siglos: mirar la tierra desde el cielo.

 ¿Fue Bello un pecador? Como todos. ¿Fue un pajarón? No ha faltado el frívolo que lo ha pensado. Chilenos y chilenas que nada saben del amor al riesgo, han creído que sí y así lo han enseñado a los más pequeños: “más perdido que el Teniente Bello”. Como si Alejandro se hubiera perdido accidentalmente. Se ríen de él. Pontifican contra los aventureros. El compatriota medio se ha burlado de Bello. Ha hecho de su recuerdo una caricatura para atacar a los ilusos. El terrícola asustado llama accidente al acto heroico, celebra al héroe cuando el héroe ya no lo llama a saltar al abordaje. Lo envidia porque el hombre, el verdadero hombre, el primer aviador, le abrió los cielos y no le perdonará nunca este exabrupto de hombría. Los connacionales han usado al Teniente Bello para atacar con su mención al despistado común y corriente. Con un chiste han mochado la punta de lanza de la antropogénesis.

 Bello no fue ningún despistado. Su muerte no fue un infortunio. Murió como los conquistadores tras la Ciudad de los Césares. Murió porque amó la vida. Murió como Mery antes que él y Menadier y Ponce después de él. Murieron porque le pareció bello volar. Volaron para hacer más hermosa la vida. Para vergüenza de los paisanos que pronto los olvidaron, que hoy vuelan con un whisky en la mano y se preguntan: “¿existió el Teniente Bello?”.

 Pero, ¿murió? Una anciana de negro vio ver caer su avión en las inmediaciones de Llo-lleo. ¿Lo vio? A ella no la vieron nunca más. ¿Una noticia inventada para vender más diarios? No consta que Alejandro Bello haya muerto. Su compañero de vuelo, el Teniente Ponce, desde otro avión y antes de aterrizar en los potreros de Buin, lo vio despedirse de él con un gesto cariñoso y perderse luego entre las nubes. Esta fue la última información que tenemos.

 Debemos reconocerlo. El caso del Teniente Bello es enigmático. Su pérdida, un misterio. Se puede pensar lo que se quiera, casi todo, de su destino y de sus intenciones. El aviador fue una rara avis. Porfiado como poquísimos, quiso cumplir la tarea de llegar a Cartagena y volver a Lo Espejo en 48 horas, cuando las señales climáticas eran adversas. Pocos años después el místico Cortínez, engañando al mando y con diarios en el pecho para aguantar el frío, cruzó de ida y vuelta la cordillera. Bello perteneció a esta raza de insolentes, siempre rara, que obedece a su vocación. Los más siguen la moda. Él, ellos, no. Alejandro entró en los nubarrones como un principiante, obedeciendo a su sola pasión.

 Hay pérdidas y pérdidas. Nadie quiere perderse porque sí. El adelantado desea algo, sigue su instinto a ciegas, quiere incluso el riesgo a secas, pero no se pierde por perderse. Nada hay peor, en cambio, que negar la propia perdición, jurar que se está en la verdad, imperar la propia óptica a los demás o quemar en la hoguera a los que, con su ejemplo de búsqueda, pudieran extraviar a los niños. Entre la Inquisición y los niños no hay entendimiento ni lo habrá nunca. Los infantes exploran, juegan, ensayan, mienten, porque aman solo la verdad.

 El niño Jesús se perdió en el Templo. Buscaba a Dios. Lo encontró. Por tres días sus padres no supieron dónde estaba. ¿Sabía Jesús mismo dónde estaba? ¿Le importó un bledo que María y José estuvieran preocupados con su pérdida? Su incorregible costumbre de no tener por divino algo que no fuera auténticamente humano, le costó a la larga la vida. En el Templo Jesús se supo hijo de un Dios que llamó Padre, porque lo autorizó a perderse. Los sacerdotes castigaron su blasfemia.  La religión no soportó tanta libertad. Multiplicando las cautelas, con una pena ejemplarizadora, las autoridades religiosas prohibieron su arrojo, su coraje, su fe.

 Se perdió Jesús. La mística es cosa de experiencia, de soledad. Y el día menos pensado, ¡de traición y de abandono! La falsa mística ofrece entusiasmo, revelaciones secretas, conocimientos difíciles. No soporta la ignorancia del que se sabe en camino. Para proteger a Dios, apaga la ignorancia del hombre de fe.

 La desaparición del Teniente no fue un accidente, está claro. Tampoco la de un suicida. Alejandro amó el cielo, lo buscó, lo tocó con sus manos. ¿Desilusionado fue a buscarlo más allá? ¿Aún busca un cielo que no es como lo imaginó? Las coordenadas han cambiado. Si él anda perdido, probablemente mucho más perdidos estamos nosotros, aves migratorias, que año a año volvemos a la rutina y al mismo rito gracias a un piloto automático.

 Las coordenadas cambiaron. Lo anunció Copérnico. Lo probó Galileo. Alejandro Bello, el Teniente, se adentró en un cielo que hace rato ya no era el cielo de Jesús y de Pilatos. Por entonces la cosmología enseñaba que la tierra era un disco plano sobre los mares, sostenido sobre columnas, cubierto por una bóveda celeste de la que llovían las aguas, poblada de estrellas que, como el sol y la luna, giraban en torno suyo. Generaciones y generaciones en el error, Jesús incluido. Todos perdidos.

 Copérnico no solo anunció que la tierra giraba alrededor del sol. Nos quitó la más querida metáfora para hablar de Dios: el cielo. Todavía el Barroco pudo encantarnos con una bóveda poblada de santos, sibilas, animales, ángeles y demonios. La religión cambia de a poco. Las iglesias jesuitas hicieron gala de un exceso de colorido que representaba la alegría de la salvación, pero que ya nada tenía que ver con la nueva concepción del mundo. Costó caer en la cuenta de la revolución cosmológica. ¿La tierra se mueve? ¿No el sol? La institución eclesiástica arrinconó a Galileo. “E pur si muove”, insistió el científico. La tierra se comprende desde lo alto, cierto. Pero los cielos no estarían ya arriba sin estar además abajo.

 ¿Y si el Teniente perseveró en la búsqueda del cielo? ¿Si desconcertado voló aun más arriba? ¿Si aún vuela hacia la luna para ver el mundo al revés? Tozudo como era, ¿no andará todavía tras la manera de volver a hablar de Dios con sentido?  Si hubiera que descartarlo, la tarea estaría incumplida. Quién habría podido sospechar que el cielo, esta camarita de oxígeno que nos envuelve y protege en la inmensidad sideral de miles de galaxias, de millones de soles…,  ya no sirve como metáfora teológica. ¿Quién puede hoy verdaderamente rezar “Padre nuestro que estás en el cielo”? Demasiado poco para Dios. ¿“… que estuviste en el cielo”? ¡Absurdo! No sería posible orar así. Las distancias se han vuelto inimaginables, qué velocidades… En este inmenso universo solo el que indaga y se pierde, no está completamente perdido.

 ¿Qué es creer? ¿Qué no creer? Si la Hipótesis Bello es correcta, si el Teniente anda en búsqueda de una nueva metáfora para hablar del paraíso, la fe consiste en creer que Dios es su copiloto. El Señor lo mantendrá en su expedición. Esta es la fe de Abraham, el nómade, que creyó en la promesa de una tierra y perseveró tras ella. Esta, la fe que Jesús reclamó a los descendientes de Abraham, ya que no cae a tierra ni un solo pajarito si el Padre de los Cielos no lo permite.

 Y también lo contrario: no podemos creer en Dios hasta que Alejandro no aparezca. Dios es una conjetura hasta que no vuelva el Teniente. Los aventureros creen en Bello, veneran su avión de papel y esperan abrazar un día al aviador perdido. Mientras Alejandro Bello Silva no aterrice en Lo Espejo, será vano creer en Dios y no también en el Teniente. Alejandro no aparecerá por cuenta propia. Tampoco Jesús volverá solo. Esta es nuestra esperanza. Nadie puede decir que cree en la parusía si no cree en el retorno del Teniente Bello. Todo está pendiente.

 Jorge Costadoat