Archive for 26 septiembre, 2010

La fidelidad de Jesús

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22, 28)

Para adentrarnos en la fidelidad de Jesús conviene primero hacer memoria de los alcances de la fidelidad humana en general y sus dificultades. Lo que a fin de cuentas nos interesa encontrar en la fidelidad de Jesús es la clave para nuestra propia fidelidad.

Fidelidades hay de distinto género. La fidelidad se expresa de múltiples maneras: lealtad en la amistad, estabilidad en el matrimonio, tenacidad en una vocación particular, perseverancia en la lucha por una causa justa, paciencia de los padres con un hijo enfermo o díscolo, honorabilidad en el cumplimiento de un contrato, firmeza en la palabra empeñada, obsesión de un artista con su obra, incondicionalidad a una persona en particular, amor a la patria, apego a las enseñanzas de la Iglesia y martirio. Conceptos hermanos de la fidelidad son entrega y sacrificio. En lo que toca a la fidelidad en los compromisos entre personas, al trasfondo de lo cual analizaremos la fidelidad de Jesús, hemos de tener particularmente en cuenta la fidelidad en los compromisos definitivos. Estos constituyen una preocupación mayor de nuestra época.

Al abordar el tema, conviene también recordar que la fidelidad cuesta y fracasa. La traición representa una amenaza decisiva a la unión estable de los esposos. La deslealtad entre los amigos suele ser mortal. El incumplimiento de la palabra dada mella gravemente la confianza. El abandono de una de las partes comprometidas deja a la otra en el aire, suspendida en su tarea de seguir viviendo. La desidia en la observancia de los votos de los consagrados acaba con la vida religiosa. La infidelidad se alimenta de mentira, de miedo, de clandestinidad. La infidelidad acarrea celos, desconfianza, dolor e incluso tragedias. Haya o no responsabilidad moral, la infidelidad fragua en situaciones peligrosas: exceso de trabajo, soledad, exposición a tentaciones fuertes. O por otros motivos: pobreza, cesantía, alcoholismo, locura, competencias entre las partes comprometidas. Vivimos tiempos de cambios profundos en los modos de vida y de relacionarnos, una época de estímulos múltiples y fascinantes, de exigencias tan desmedidas a nuestras fuerzas que si la fidelidad a ultranza parece imposible la infidelidad es al menos muy comprensible.

Pero, aunque entre en crisis la idea de fidelidades definitivas, no hay que claudicar en su búsqueda. Tenemos necesidad de una fidelidad aún más compleja. No basta entender la fidelidad como impecabilidad de una de las partes, pues es preciso que implique también cargar con la fragilidad y los fallos de la parte contraria. No nos sirve la fidelidad narcisista: «yo me porto bien, cumplo lo que a mí me toca». Más que nunca nuestra sociedad nos pone en situación de una fidelidad que se ejerce como reconciliación y solidaridad con el otro. La vida nos supera. Necesitamos avanzar con las rupturas, las heridas, las amistades a medias, las caídas ajenas y también con las propias. Las cosas no son blanco y negro. Nadie es completamente fiel pero tampoco lo principal está en la inocencia. La fidelidad que necesitamos debiera restañar las heridas, anticipar una salida al caído y darle una «última oportunidad».

Es en este contexto que tiene sentido buscar en Jesús el secreto de la fidelidad humana. Aunque este contexto no sería tal si la fidelidad de Cristo ya desde antiguo no hubiese fecundado hace tiempo nuestra cultura con toda su riqueza de significados.

1.- Fidelidad de Dios durante la Antigua Alianza

En Jesús encontramos la máxima expresión de la fidelidad de Dios con la humanidad, el modelo de la fidelidad humana y la gracia para reconciliarnos, para confiar otra vez y para perseverar hasta el final. La fidelidad de Jesús, sin embargo, no surge de la nada sino que se inscribe en la historia de fidelidad de Dios con Israel.

La categoría que mejor expresa la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento es la de alianza. Cabe notar que en el mundo antiguo, en medio de otros pueblos que se relacionaban con Dios por mediación de la naturaleza y sus ciclos, el pueblo de Israel fue el único que se relacionó con Dios en términos de «libertad», en virtud de un vínculo «histórico», la alianza. La historia de Israel comenzó con una «elección», la cual se expresó en una acción salvífica de Dios, a saber, la liberación de Egipto y la promesa de una tierra. Desde entonces Israel fue propiamente «pueblo», el pueblo elegido de Yahvé.

La elección de Israel concluye con una alianza que regularía las relaciones de Dios con su pueblo, asegurándole un futuro histórico. En la zarza ardiente Dios reveló a Moisés su nombre: YHWH, que quiere decir, «Yo soy el que soy», «yo soy el que seré», «yo soy el que estaré contigo» (Ex 3, 13-15). En otros palabras: «Yo soy aquel en el cual tú debes confiar». La Alianza constituyó un pacto de co-pertenencia y de fidelidad entre Dios y su pueblo: «Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ex 6,7). De este modo Dios se comprometía por un contrato irreversible a favorecer a su pueblo por todo el futuro y el pueblo se obligaba a no rendir culto a otras divinidades, sino sólo a Yahvé. La elección sellada por esta alianza no significaba empero ningún favoritismo. Así como Dios se revelaba fiel y misericordioso con Israel, en Israel debía regir el amor misericordioso y fiel con el prójimo y la justicia con los pobres. La fidelidad a Dios se cumpliría mediante la observancia de unos mandamientos que, porque actualizan el amor de Dios por Israel y sientan las bases de una convivencia pacífica, le harían feliz y el más sabio de los pueblos.

Esta elección y esta alianza, en consecuencia, deben considerarse como un acto de amor de Dios (cf. Dt 4, 37ss; 7,6ss) y de amor gratuito (cf. Dt 7,7). El amor (hesed) que subyace a la elección y a la alianza es semejante a la firmeza del hombre capaz de cumplir sus pactos, pero también a la ternura que se da entre familiares. Hay que relacionarlo con «fidelidad» y «salvación». Es semejante al complejo amor matrimonial. Es un amor lleno de perdón. Pero un amor asimétrico, porque el origen de la elección y de la alianza israelita, y el cumplimiento de las promesas que guían la historia de este pueblo, son cosa de Yahvé.

La historia de Israel en adelante es la historia de la fidelidad de Dios, a pesar de la infidelidad de su pueblo. Cuando Israel se asentó en la tierra prometida y logró levantar su monarquía, Dios no retiró definitivamente su favor al rey infiel, a David, sino que le renovó la promesa esta vez de un Mesías ideal, con quien la co-pertenencia de la Alianza se expresaría en términos de filiación: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14-16). Cuando años más tarde Israel fue deportado a Babilonia, habiéndose perdido el territorio, la independencia política, el templo y el sacerdocio, Dios, por medio de los profetas, enrostró a su pueblo su pecado, su abandono de la Alianza. Los profetas atribuyeron el fracaso del exilio a la idolatría y a la falta generalizada a la Alianza de parte de los reyes y de todo el pueblo. Pero, una vez más, a través de los mismos profetas, Dios anunció un futuro nuevo a su pueblo y, desde entonces, también para el resto de la humanidad.

Oseas proclama que Dios no abandonará a Israel, su esposa traicionera y dada a la prostitución, sino que la tomará otra vez como su esposa para siempre (cf. Os 2, 21-25). Isaías insiste en la promesa del Mesías, el Emmanuel, «Dios con nosotros» (7,4). Jeremías profetiza una Nueva Alianza, una en la cual Dios dará a cada uno de los israelitas lo que hasta ahora no ha tenido, capacidad para cumplir la Alianza (cf. Jr 31, 31-34). Lo mismo Ezequiel, quien también promete un Mesías y una Nueva Alianza, la cual podrá cumplirse por el don interior del Espíritu de Dios (cf. Ez 36,26-27; 37,23.26-27). El Déutero-Isaías concibe la universalización de la Alianza y anuncia un salvador muy particular, uno que liberaría a Israel y a las demás naciones no mediante la fuerza, sino con la fidelidad probada en el sacrificio y el sufrimiento inocente: el “siervo de Yahvé” (cf. 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12). Luego del retorno de Israel a Palestina, persistiendo la dominación extrajera del territorio y ante el desánimo histórico más profundo, Dios volvió a prometer mediante los profetas de la apocalíptica un reino de Dios hacia el final de la historia, mediador del cual sería el «hijo del hombre» (Dan 7, 13).

Para los tiempos de la dominación romana en Israel cundía la desesperanza. A pesar de todo, las expectativas mesiánicas basadas en la fe en Yahvé eran varias: los esenios apuraban la venida del Reino mediante ritos de purificación y la observancia de la Alianza en clave monástica. Los fariseos creían acaparar con exclusividad la fidelidad de Dios en virtud de prácticas religiosas, éticas y rituales que ellos creían seguras. Los celotas habían perdido toda paciencia y por la vía violenta reinvidicaban el honor de Dios humillado a causa de la explotación de un pueblo empobrecido. Los saduceos, en el otro extremo, habiéndose acomodado a la dominación romana, se contentaban con la administración del templo y de los sacrificios con los cuales restablecían la pureza de Israel. Todos estos partidos político-religiosos creían representar con exclusividad al verdadero Israel y, por diversos medios, procuraban su santidad y purificación. El Bautista, por último, anunciaba un bautismo de conversión para evitar el castigo inminente con que Dios daría término a la historia.

En este contexto aparece Jesús proclamando la cercanía inmediata de la misericordia de Dios no a los «fieles», los justos en general, sino precisamente a los que la sociedad de entonces marginaba por no cumplir con las leyes de la Alianza, los pecadores y los impuros, y los pobres.

 2.- Fidelidad de Dios durante la Nueva Alianza

La Alianza entre Dios y su pueblo recién se cumplió perfectamente en la relación de Dios como Padre de Jesús y de Jesús como Hijo de Dios, en virtud de la Encarnación. En términos sencillos, podemos decir que el Padre confía en Jesús y Jesús confía en su Padre. Pero no es ésta una relación intimista. Toda esta confianza recíproca tiene por objeto el advenimiento del Reino: el Padre confía a Jesús la llegada de su Reino y Jesús hace llegar el Reino de Dios gracias a su confianza radical en su Padre. El Reino importa todos los bienes que se siguen de la co-pertenencia de Dios y su pueblo, a saber, el cumplimiento de las promesas de Dios y la liberación del pueblo de los males que lo aquejan. La Pascua de Jesús que apura la llegada del Reino expresa que la fidelidad de Dios con la humanidad y de la humanidad con Dios, pasa por que Jesús asuma la infidelidad humana y sus consecuencias.

 I) El Reino y la Pascua

 1. Jesús anuncia el Reino

La Nueva Alianza se perfecciona en la Pascua, pero comienza con la Encarnación y el anuncio del Reino de Dios. La novedad más extraordinaria de la predicación mesiánica de Jesús en la Palestina de la época, es la proclamación de la irrupción actual del Reino de Dios (cf. Lc 4, 21).

Todo el ministerio de Jesús se entiende como cumplimiento de las promesas históricas de Dios al pueblo de Israel, pero particularmente llama la atención que estas promesas se realizan cuando Jesús anuncia a los pobres la llegada del Reino de Dios (cf. Lc 4, 16-21). Que el Reino se anuncie a los pobres implica la gratuidad del amor misericordioso de Dios (cf. Lc 14, 12-14). Nadie necesita a los pobres, porque los pobres no tienen con qué restituir (cf. Lc 14, 13-14). La categoría de «pobres» designa a los destinatarios privilegiados del Reino, pero es amplia. «Pobres» son los sociológicamente pobres, son los pecadores o los así llamados por no atenerse a la religiosidad de los justos, son los pequeños, son las mujeres y los que están lejos. En el anuncio del Reino a cada uno de estos «pobres» se deja ver un aspecto de la fidelidad de Dios con su pueblo y con la humanidad.

A los que son pobres porque carecen de bienes o de salud, porque padecen una posesión demoníaca o porque la vida les ha sido perjudicial, Jesús revela el amor compasivo de Dios con un gesto o una palabra eficaz destinados a producir en sus beneficiarios una respuesta de confianza en Dios. Los milagros de Jesús no son actos mágicos realizados para acreditar su poder, sino signos de misericordia en favor de personas concretas. Pero los milagros suponen la fe y provocan la fe. Cualquier gesto de Jesús por un pobre manifiesta la fidelidad de Dios con él y, por otra parte, pretende, aunque no siempre lo logra, suscitar en él agradecimiento a un Dios que no defrauda (cf. Lc 17, 15-18).

A los pecadores Jesús proclama el perdón de Dios (cf. Lc 7, 36-50; Mt 9, 2-6). También en este caso la fidelidad de Dios se manifiesta gratuita. Esta no depende de la justicia farisaica, sino que se ofrece libremente a los que reconocen su injusticia, incluso si son cobradores de impuestos para Roma, verdaderos traidores a la patria (cf. Lc 18, 9-14). Las comidas de Jesús con los pecadores, por las que lo llaman «comilón y borracho» (cf. Lc 5, 30 y 7, 34), anticipan que la eucaristía, el perdón que ofrece y el arrepentimiento que exige. El perdón que Jesús anuncia y otorga en nombre de Dios, sin embargo, pide a sus destinatarios prolongarlo en sus relaciones con los demás (cf. Mt 18, 23-33). Como la medida de este perdón es Dios mismo, habrá que perdonar infinitas veces (cf. Mt 18, 21-22).

Jesús manifiesta la misericorida y la fidelidad de Dios especialmente a la mujeres. Son muchos los episodios en que Jesús acoge a las mujeres. Ellas, a su vez, lo acompañan y lo asisten. A propósito de la fidelidad conyugal, hay dos textos que merecen destacarse. Jesús reprueba el divorcio, favoreciendo una estabilidad conyugal que debía beneficiar especialmente a la mujer (cf. Mc 10,2-12). Hasta entonces estaba permitido al hombre divorciarse unilateralmente de su mujer. En otro texto, ante el caso de una mujer adúltera, Jesús en vez de condenar su infidelidad la libera de culpa, pero no la exime de intentar la fidelidad otra vez más (cf. Jn 8, 3-11). Si en el primer caso Jesús se muestra inflexible en el principio de la fidelidad y de la perpetuidad del vínculo entre los esposos, en este otro se revela como el juez que interpreta la ley según el espíritu misericordioso del legislador.

Pero, ¿de dónde sacó Jesús todas estas novedades? El secreto de la proclamación del cumplimiento del Reino estuvo en la experiencia personal de radical confianza en Dios del propio Jesús. El reinado de Dios proviene en última instancia de la fe de Jesús en la fidelidad de su Padre. Esta confianza en Dios, a la vez, tiene como contracara la confianza de Dios en Jesús. Jesús experimenta que su Padre lo autoriza (cf. Mt 11, 25-27). Si hay un rasgo que sintetiza el perfil humano de Jesús es su autoridad, su confianza en sí mismo proveniente de su confianza en Dios. Prueba de esta seguridad de Dios es que Jesús ha llamado a Dios «padre»; que lo haya llamado también y con ternura Abbá, debió parecer a muchos precisamente un exceso de confianza (cf. Mc 14, 36). ¿Cómo, si no, podríamos imaginar que Jesús se lanzara a una aventura tan imposible a los ojos de cualquiera? En este saberse Jesús el hijo querido de su Padre Dios está la fragua en la que elaboró su misión y de la que sacó la valentía para jugarse por ella con una perseverancia extrema.

La proclamación del Reino de Dios tiene que ver con esta experiencia íntima de Dios como Padre, experiencia de libertad filial de dejar que Dios conduzca su vida, experiencia que Jesús quiere que también otros tengan. No sólo él, todos son hijos de un mismo Padre. Cuando Jesús comparte su costumbre de llamar a Dios «padre», lo que hace es asociar a otros a su proyecto mesiánico basado en la fe en la misericordia y fidelidad infinita de Dios (cf. Lc 11,2; 12, 30-32). En consecuencia es preciso abandonarse a Dios por completo, dedicarse solamente a la llegada de su Reino (cf. Lc, 12, 22-31). Sólo quienes se pongan ante Dios como el Hijo, los que vivan la fe de Jesús en Dios, adquieren la lucidez para mirar al prójimo con misericordia y la fuerza para perdonar a los que les han sido infieles.

2. El Reino llega con la Pascua de Jesús

Pero el éxito primero de Jesús duró poco.  La gente se desilusionó de la proclamación de un Reino que no calzaba con su expectativa mesiánica, el grupo de los discípulos se redujo (cf. Jn 6, 66-67). Se decepcionaron del anuncio del reinado de Dios. Probablemente les resultó demasiado ingenuo creer que un padre podía perdonar a un hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) o demasiado loco que un pastor dejara el rebaño por recuperar la oveja perdida (cf. Lc 15, 4-7). Habrían preferido que la fidelidad de Dios se manifestara de un modo más racional, expulsando a los romanos o solucionándoles la vida. Se decepcionaron de Jesús y del Dios de Jesús.

Desde entonces Jesús se dedica a preparar a sus discípulos a una comprensión aún más profunda de su misión, misión de revelación de Dios como Padre. Si hasta entonces había anunciado el Reino de Dios, desde ahora comenzará a anunciar su propia pasión (cf. Mc 8,31; 9, 31; 10,33-34). El Reino se personaliza. Anunciando su propia muerte, Jesús apostó por la fidelidad de Dios y la inauguración ulterior de su reinado. En este sentido, el reinado de Dios se identifica al máximo con la suerte de Jesús. La muerte de Jesús no será un obstáculo para la llegada del Reino, sino su condición precisa. Con su marcha a Jerusalén Jesús confía en que  la fidelidad de Dios quebrará todos los esquemas de la fidelidad humana previsible, interesada y calculada.

Un punto particular que conviene advertir es que, aun cuando Jesús vincula estrechamente la llegada del Reino con su persona, él no reclama fidelidad absoluta consigo mismo. Incluso en el caso del evangelio de San Juan que subraya la centralidad de la fe en el Hijo de Dios, Jesús allí remite permanentemente al Padre y a su voluntad (cf. Jn 6, 37-40; 12, 26). Jesús no es un gurú que se apodera de la libertad de sus discípulos, tampoco es el jefe de Estado que se impone sobre sus súbditos. Jesús declara: «yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22, 27). En Jesús no se da el reclamo de fidelidad morboso de las figuras personalistas, rodeadas de favoritos y aduladores. La relación de fidelidad entre Jesús y los suyos es la fidelidad de la amistad a la que es inherente la libertad, la confianza, nunca el servilismo, jamás el temor a equivocarse y a ser castigado.

La relación de amistad de Jesús con sus discípulos y su benevolencia con las muchedumbres y los pecadores, expresan que Dios está dispuesto a saltarse las reglas de la decencia o incluso a subvertir el orden de una justicia demasiado justa, con tal de recuperar a su pueblo. Definitivamente, la fidelidad de Dios que Jesús revela no parece razonable. Jesús en el Evangelio de Marcos surge como un incomprendido de todos, incluso de sus dispículos. ¿Cómo iban a entender que el supuesto Mesías no viniera «a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45)? ¿Cómo identificar a Jesús con el siervo fiel de Isaías que para expiar la infidelidad carga con sus nefastas consecuencias? ¿Cómo iban a entender sus amigos que les probaría su amor con su muerte?

Si hasta entonces la ley se resumía en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22, 36-40), el nuevo mandamiento de Jesús radicaliza el viejo: «Este es el mandamiento mío: ámense unos a otros como yo los he amado». Y a continuación explica a qué se refiere: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 12-13). El nuevo mandamiento del amor tiene por fundamento la entrega libre de Jesús a la muerte. Pero, aunque desmesurada, esta entrega no es demencial. La entrega de Jesús hay que distinguirla de otras dos entregas: la entrega que de él hacen los pecadores y la entrega de su propio Padre. La entrega de los pecadores tiene varias expresiones: es la entrega de las autoridades judías a Pilato, la de Pilato a Herodes, la de Herodes a Pilato, la de Pilato a la muchedumbre enardecida, la de ésta a Pilato y la de Pilato a sus torturadores y ejecutores. En la entrega de los pecadores, a su vez, hay que incluir la entrega de los amigos: Pedro que lo niega tres veces (cf. Lc 22, 54-62) y Judas que lo traiciona (cf. Jn 13, 21-30). A Jesús lo niegan, lo traicionan, lo entregan y lo matan. Si no subrayáramos que fue asesinado por los poderosos de su tiempo, su muerte parecería un acto suyo suicida y un acto sádico de su Padre. Pero la entrega del Hijo es, en realidad, la máxima expresión del amor misericordioso de  Dios: del amor de Jesús por amigos y enemigos; y del Padre de Jesús que, fiel a sus promesas, las cumple con la donación de quien Él más quiere.

II)      Nueva Alianza: mediación de la fidelidad de Dios con los hombres y de los hombres con Dios

Nueva Alianza y Reino futuro de Dios constituyen una sola cosa en la entrega mediadora de Jesús (cf. Lc 22, 14-34). Jesús es el Mediador de la fidelidad de Dios con el hombre y del hombre con Dios. En Jesús Dios cumple sus promesas y en Jesús la humanidad se orienta definitivamente de acuerdo a la voluntad de Dios.

1. Jesús: la máxima fidelidad de Dios

En primer lugar, hay que advertir que Jesús representa la máxima fidelidad de Dios con su pueblo (siendo el Mesías) y con toda la humanidad (siendo el Nuevo Adán). En la Encarnación, en ese Mesías llamado «hijo de Dios» (Lc 1, 31-33), el Emmanuel prometido (cf. Is 7, 14; 9, 5; 11,1), es preciso reconocer a Dios mismo, tal como lo hace San Juan (cf. Jn 1, 1 y 14), cumpliendo todas sus promesas. No hay proximidad mayor posible de Dios. La Iglesia reconoce en Jesús no a un mero hombre, sino a Dios presente en un hombre que se entrega sin reservas a la humanidad. En suma, Jesús quiere decir que Dios no sólo cumple favores, salva o bendice, sino que Él mismo se da en Jesús. Dios no da, sino que se da. Dios es quien da, pero también es lo dado. La fidelidad de Jesús es ante todo un asunto divino (cf. 1 Cor 1, 9). Sólo Dios es fiel a cabalidad.

Por lo mismo, la Iglesia entendió desde un comienzo que en la Pascua era Dios quien perdonaba a su pueblo y a toda la humanidad. Dice San Pablo: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres» (2 Cor 5,  19). También es Pablo quien expresa el carácter inquebrantable de la fidelidad de Dios con su pueblo: «Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios?» (Rom 3, 3). Desde entonces, lo único que salva a los judíos, pero también a los gentiles es la fe en Dios (cf. Rom 3, 27-31). Más exactamente, lo que salva es la fe en la misericordia de un Dios que ha venido para salvar a los pecadores antes que a los que se tienen por justos (cf. Lc 6,36; 15). El carácter divino de este perdón está en que Dios no lo condiciona, no lo hace depender de la bondad del hombre, sino que lo ofrece gratuitamente a los más pobres de los hombres, los que han sido infieles.

Esta es la razón por la cual hay que descartar por completo la idea perversa de la cruz que asegura que Jesús, para salvarnos, fue castigado en lugar nuestro. Para salvar Dios no necesita castigar a nadie. La fidelidad de Dios, para operar, no requiere que le crucifiquen a nadie. No es que, resucitando a Jesús crucificado, Dios otorgue al castigo y al sufrimiento un valor salvífico, sino que el amor de Jesús, al cargar con la infidelidad de la humanidad, al sufrirla sin rebelarse ni vengarse, es el único amor que crea vínculos de fidelidad indestructible.

También la resurrección de Jesús debe ser entendida como un acto de amor gratuito del Padre a su Hijo y a toda la humanidad. En cierto sentido era razonable pensar que el justo no pereciera a causa de la injusticia. Israel había desarrollado ya una teología de la resurrección de los justos. Pero era imposible pensar, rompía todos los esquemas, que mediante la resurrección de Jesús Dios, junto con rehabilitar a su Hijo injustamente asesinado, reconciliara consigo al pueblo asesino de su Hijo y a toda la humanidad dividida por el pecado desde Adán en adelante (cf. Ef 2, 14-16). Así la resurrección de Jesús excede los marcos de toda justicia conmutativa -«pasando, pasando»-, y de cualquier intercambio interesado entre Dios y los hombres.

En el Misterio Pascual Dios completó su entrega a la humanidad comenzada con la  Encarnación, cumpliendo mediante el hombre Jesús la antigua promesa de una Nueva Alianza (cf. Jer 31, 31-34) y la efusión del Espíritu también prometida sobre judíos y no judíos (cf. Hch 2, 38-39). Desde entonces todos los hombres pueden relacionarse con Dios como «hijos», en la confianza del Espíritu que nos hace llamar a Dios Abbá (cf. Gal 4, 6). La co-pertenencia entre Dios y su pueblo propia de la Antigua Alianza, «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», de ahora en adelante se amplía a toda la humanidad, en ambos sexos, y consiste en creer que Dios nos dice: «Yo seré para ustedes padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas» (2 Cor 6, 18).

 2. Jesús: la máxima fidelidad del hombre

Pero Jesús no sólo representa la fidelidad de Dios con la humanidad, sino que también significa la máxima fidelidad del hombre con Dios. Sin este segundo aspecto de la mediación salvífica de Jesús, la fidelidad de una sola de las partes sería irrisoria. Para que la Alianza sea seria, tanto Dios como el hombre deben observarla. Si la entrega de Jesús a la muerte es don gratuito de Dios, ella representa también la acogida de este don por parte del hombre, mediante una fidelidad histórica costosa y en consecuencia meritoria.

Habría que recordar aquí que Jesús no ha venido a abolir la ley sino a cumplirla y que, en sentido estricto, él es el único judío que la cumple perfectamente (cf. Mt 5, 17). La expresión de Jesús en la cruz «todo está cumplido» (Jn 19,30), habría que entenderla como observancia de la Ley en la vinculación originaria que ésta y cualquier otra ley debe tener respecto de la voluntad de Dios. Jesús manifiesta la voluntad de fidelidad de Dios con la humanidad con la misma actuación que lo hace a él el único hombre obediente y fiel a la voluntad de Dios hasta el fin (cf. Rom 5, 19). Por lo mismo, la actuación única de Cristo permite inferir que, si el Hijo «sufriendo aprendió a obedecer», su sufrimiento humano alcanza a Dios y lo conmueve para amar en él a todos los hombres y para hacer de él causa de «salvación eterna de todos los que le obedecen» (cf. Hb 5, 7-9).

¿Qué decir del grito de Jesús crucificado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34)? En ningún caso hay que tomarlo como huída o rebelión, sino todo lo contrario. La fidelidad de Jesús a su misión es extrema. Como víctima del pecado del mundo, Jesús representa a todos los desamparados de la historia: a los niños expósitos, a las mujeres abandonadas, a los hombres traicionados. Gritando a Dios Jesús no acusa a Dios, sino que, en nombre de la humanidad clama que la injusticia no puede ser. Rogando también desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), Jesús exculpa a Dios de la terrible sospecha que los  hombres tienen sobre la inocencia de Dios a causa del sufrimiento humano, sospecha que mueve a los seres humanos a asegurarse la vida por otros medios. Al decir: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46), Jesús apuesta que Dios no abandona a los que confían en Él enteramente.

Así, como hombre crucificado el Hijo de Dios cumple la Antigua Alianza y establece la Nueva Alianza en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25; Hb 9, 14-15), de la cual él mismo es su garante (cf. Hb 7, 22). Como hombre resucitado Jesús promete a sus discípulos que jamás los dejará, que estará con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Esto mismo es lo que los discípulos han de anunciar en nombre de la Trinidad a otros que también quieran ser discípulos de Jesús. El hombre Jesús continúa intercediendo ante el Padre por los que confían en él (cf. Heb 7, 5).  Con Jesús, el hombre crucificado y resucitado, Dios revela que su solidaridad con el fracaso de la humanidad es tan honda como inquebrantable el vínculo que lo une con ella.

La Pascua de Jesús expresa que, para que la confianza de Dios en el hombre se verifique en la historia, es necesario que el hombre confíe en Dios como en su Padre. Pero esto no será jamás posible si el hombre no experimenta que Dios es un Padre que nunca lo abandonará; que haga él lo que haga, Dios siempre lo amará y siempre volverá a él para perdonarlo y para creer en él una vez más.

La Iglesia del bicentenario

Chile recuerda, levanta monumentos y hace balances. Celebramos el bicentenario. Las tradiciones culturales y las instituciones son convocadas a revisar su razón de ser. La Iglesia Católica, entre ellas, debe preguntarse por su contribución al país. Hace setenta años el padre Hurtado levantó una duda sobre la calidad de nuestro catolicismo. Últimamente la intelectualidad chilena diagnostica un “ocaso de la Iglesia”. ¿No tendrá ya más que aportar?

No viene al caso que la Iglesia Católica reclame su propia importancia en razón de las deudas que la patria tiene con ella. Tampoco debe pedir un trato especial sobre otras tradiciones religiosas, filosóficas, culturales y étnicas. Los católicos, por el contrario, debemos agradecer la contribución a la nación, por ejemplo, del pentecostalismo, del republicanismo, de la modernidad y del pueblo mapuche. Ni petición de honores ni auto-glorificación. De lo que se trata, precisamente, es de atender a las señales que “los otros” puedan dar del aporte real de la Iglesia. Por esta vía será más fácil acertar.  Chile, en la medida que le agradezca lo que corresponda, le indicará por dónde seguir.

Pero, independientemente del reconocimiento que se le haga, la Iglesia tiene una razón propia de existir, digna como la de cualquier persona e institución bien inspirada; una razón, por lo demás, suficientemente realizable  como para que los demás la adopten como cosa suya. A saber, su fe en Cristo crucificado. La Iglesia no puede exigir a nadie que crea en un hombre crucificado, pero ninguno le puede impedir que proclame que solo en un crucificado se puede creer. Nada fácil. Difícil especialmente para una sociedad que todavía en la que los más poderosos veneran la Crucificado, pero desconocen a sus representantes, los excluidos y marginados que van quedando en el camino.

El Crucificado, identificado con cada crucificado/a de nuestra época, indican a la Iglesia por dónde seguir. No en vano, si algo le agradece hoy Chile es su amor a los pobres y su indignación contra la injusticia. En los años que me ha tocado vivir he visto cómo los chilenos reconocen y valoran el cuidado a los más desamparados: hogares de ancianos, centros de rehabilitación de alcohólicos y drogadictos; visitas a las cárceles, ayudas fraternas, fondos de solidaridad; el Hogar de Cristo y un Techo para Chile, gigantes de la caridad y de la promoción humana… Valoran, también, el caso sobrecogedor de la defensa que la Vicaría de la Solidaridad hizo de las víctimas de las violaciones de los derechos humanos. Entonces la Iglesia defendió a hombres y mujeres que fueron presa fácil del terrorismo de Estado: la Iglesia del Cardenal Silva Henríquez defendió a Chile de Chile. Y por levantar la voz por los inocentes pagó con persecuciones su fidelidad a Cristo, al Cristo de los perdedores. Así probó el verdadero amor a la patria.

Hay otros aportes que la Iglesia seguirá haciendo aunque nadie los agradezca. En una sociedad pluralista como la nuestra todas las iglesias tienen derecho a poner lo suyo. La Católica continuará anunciando el Evangelio y ofreciendo a chilenos y chilenas sacramentos que dan un “toque de magia” a sus vidas, un contacto “divino”…. Toda su actividad evangelizadora, sin embargo, será intrascendente si olvida a los inocentes o justifica su sacrificio. La Eucaristía no es el mejor de los sacrificios humanos, sino el término de todos ellos. He aquí un rito que ofrece a la patria gran motivo para celebrar.

¿Cuál será el aporte de la Iglesia en los próximos cien años? No lo sabemos, pero los católicos no debemos perdernos. Puede ser que disminuyan los sacerdotes, que no volvamos a contar con religiosas en las poblaciones, que los fieles den un portazo al salir de los templos exasperados por la incomprensión eclesiástica, pero el Cristo que siempre comparte nuestra humanidad, toda humanidad, en especial cuando sufre y es tratada injustamente, indicará el camino a los que sigan. La opción por los pobres ha sido el mejor norte al que la Iglesia latinoamericana ha orientado su misión. Para llevarla a cabo, tendrá que fijar su atención en los hombres y mujeres a los cuales la vida se les hizo cuesta arriba, les rompió la espalda y la familia, y tendrá -por lo mismo- que ajustar su doctrina y adaptar su organización a las necesidades más hondas de compasión del Chile que viene, el del bicentenario.