¿Puede una persona que no es cristiana ni creyente tener principios éticos y llevar una vida moralmente ordenada? Esta pregunta no tiene nada de ociosa. A los agnósticos parecerá insultante. Pero en un país como el nuestro en que la mayoría son creyentes y cristianos, precisamente por respeto a la minoría que no lo es, ella requiere de nosotros un intento de respuesta.
Para los cristianos es una especie de mandato del Creador imaginar que cualquier persona puede orientarse al bien, dar un norte honesto a su vida, y procurarlo con la orientación de la ley moral que deduce a través de su razón e interpreta en conciencia. No hay que creer en Jesucristo para darse cuenta que hay que hacer el bien y evitar el mal. Mientras más noble sea el ideal querido, mientras más se luche por él, más fácil se hará conseguirlo a través de las decisiones que lo hacen realidad. La ley moral representa el criterio que orienta la actuación ética de las personas. Ella proviene de la experiencia de los que en el pasado concluyeron que una determinada conducta era buena o mala: no matar, no mentir, respetar al cónyuge ajeno, etc., son normas que una historia de sufrimiento y también de felicidad hizo necesarias.
Las normas morales dan una indicación fundamental a la acción, pero la vida nunca se repite. Las personas siempre enfrentan situaciones nuevas. No es lo mismo «engañar» para aprovecharse de otros que para salvar a un inocente. No es igual «robar» para acumular que cuando no se tiene con qué alimentar a los hijos. A veces las situaciones son muy complejas. ¿Podrían los políticos dictar una ley que eleve el sueldo mínimo al triple sin generar un descalabro económico y social? Pues bien, las circunstancias concretas del país exigen a la conciencia moral de los legisladores tolerar que se pague a los trabajadores cinco, diez, veinte o setenta veces menos de lo que ganan sus empleadores, por una razón de mal menor. La ley moral sugerirá: «pagar más». La conciencia del legislador debe considerar esta indicación de la ley moral, pero en última instancia ha de resolver conforme a «lo posible». Lo inmoral, en definitiva, es actuar en contra de la propia conciencia; saltarse la ley moral o cumplirla exteriormente, en beneficio propio y perjuicio de los demás.
Como cristianos nos vemos obligados a pensar que un no creyente puede conocer cuáles son las normas éticas que guían la vida en sociedad e interpretarlas de acuerdo a lo que su conciencia le señale como bien supremo. Tenemos incluso el derecho de exigírselo. Debemos reconocer, por otra parte, que las etiquetas no salvan. En cuestiones de ética declararse creyente es secundario. Debiera ayudar, pero para caer en la cuenta que lo decisivo entre creyentes y no creyentes, es el amor al prójimo.