Archive for 29 mayo, 2010

Ética de los no creyentes

¿Puede una persona que no es cristiana ni creyente tener principios éticos y llevar una vida moralmente ordenada? Esta pregunta no tiene nada de ociosa. A los agnósticos parecerá insultante. Pero en un país como el nuestro en que la mayoría son creyentes y cristianos, precisamente por respeto a la minoría que no lo es, ella requiere de nosotros un intento de respuesta.

Para los cristianos es una especie de mandato del Creador imaginar que cualquier persona puede orientarse al bien, dar un norte honesto a su vida, y procurarlo con la orientación de la ley moral que deduce a través de su razón e interpreta en conciencia. No hay que creer en Jesucristo para darse cuenta que hay que hacer el bien y evitar el mal. Mientras más noble sea el ideal querido, mientras más se luche por él, más fácil se hará conseguirlo a través de las decisiones que lo hacen realidad. La ley moral representa el criterio que orienta la actuación ética de las personas. Ella proviene de la experiencia de los que en el pasado concluyeron que una determinada conducta era buena o mala: no matar, no mentir, respetar al cónyuge ajeno, etc., son normas que una historia de sufrimiento y también de felicidad hizo necesarias.

Las normas morales dan una indicación fundamental a la acción, pero la vida nunca se repite. Las personas siempre enfrentan situaciones nuevas. No es lo mismo «engañar» para aprovecharse de otros que para salvar a un inocente. No es igual «robar» para acumular que cuando no se tiene con qué alimentar a los hijos. A veces las situaciones son muy complejas. ¿Podrían los políticos dictar una ley que eleve el sueldo mínimo al triple sin generar un descalabro económico y social? Pues bien, las circunstancias concretas del país exigen a la conciencia moral de los legisladores tolerar que se pague a los trabajadores cinco, diez, veinte o setenta veces menos de lo que ganan sus empleadores, por una razón de mal menor. La ley moral sugerirá: «pagar más». La conciencia del legislador debe considerar esta indicación de la ley moral, pero en última instancia ha de resolver conforme a «lo posible». Lo inmoral, en definitiva, es actuar en contra de la propia conciencia; saltarse la ley moral o cumplirla exteriormente, en beneficio propio y perjuicio de los demás.

Como cristianos nos vemos obligados a pensar que un no creyente puede conocer cuáles son las normas éticas que guían la vida en sociedad e interpretarlas de acuerdo a lo que su conciencia le señale como bien supremo. Tenemos incluso el derecho de exigírselo. Debemos reconocer, por otra parte, que las etiquetas no salvan. En cuestiones de ética declararse creyente es secundario. Debiera ayudar, pero para caer en la cuenta que lo decisivo entre creyentes y no creyentes, es el amor al prójimo.

La Iglesia en el mundo

La mayoría de los católicos estaremos de acuerdo con que el tema «la Iglesia en el mundo» tiene que ver directamente con el servicio de la Iglesia a «la salvación del mundo». Pero para los mismos católicos, miembros del mundo y de la Iglesia, llegado el momento de las concreciones, este planteamiento se ha vuelto muy problemático. Para despejar el camino a la misión de la Iglesia, es preciso revisar los presupuestos de su relación con el mundo.

En primer lugar, me parece que cuando hablamos de «salvación» debiéramos referirnos a una realidad trascendente, inmanipulable, que acabará de cumplirse al fin de los tiempos. Pero, que aún siendo trascendente, sabemos que la salvación se ha hecho tangible en nuestra historia a partir de la resurrección de Jesús. ¿Cómo? ¿Dónde? Por la Palabra, los sacramentos y la caridad, la Iglesia hace manifiesta la salvación. Su misión es propagarla en el mundo. Enseñarla. Pero la salvación alcanza a la Iglesia porque en principio ha alcanzado ya a la humanidad en su conjunto. Por la humanidad se hizo hombre el Hijo de Dios: gracias a su humanidad la Iglesia se sabe unida a Dios; en la humanidad fue Jesús crucificado: clavada a la historia del sufrimiento humano la Iglesia espera la liberación de Dios; habiendo resucitado, revelándose como homo verus, Cristo constituye el modelo de la humanización: la Iglesia llega a ser «experta en humanidad» en la medida que, como Cristo, en vez de condenar al mundo procura liberarlo de su inhumanidad.

En tanto esta salvación se expresa en la verdad que los hombres en sociedad necesitan, buscan, descubren e imaginan para vivir en paz, no corresponde que la Iglesia pretenda enseñar al mundo sin que deba ella al mismo tiempo disponerse a aprender de él. Aunque esta verdad se resuma en Jesucristo y nadie conserve mejor su significado que la Iglesia, Jesucristo no es un recetario de soluciones múltiples a los problemas de la vida en sociedad, pues para discernir y crear tales soluciones el mismo Cristo nos ha dado el Espíritu Santo. El Espíritu obliga a Iglesia y mundo a aquel diálogo propiciado por el Vaticano II sin el cual la «verdad» de uno normalmente aparece como un «poder» contra el otro. Definitivamente la verdad cristiana terrena tiene un carácter histórico, provisional y trinitario: un Dios trino la realizará paso a paso, pero sólo en aquellos que caminen en obediencia suya hasta el final de la historia.

La razón por la cual la Iglesia puede enseñar al mundo y aprender de él es que ambos comparten una misma humanidad. Se engañan los que piensan que la Iglesia puede zafarse de la ley de la Encarnación. Si el mismo Hijo de Dios se sometió a las reglas de la historicidad y finitud humana, si tuvo que rezar para llegar a la voluntad de su Padre (Lc 22, 39-46), la Iglesia no puede pararse ante el mundo como si ella existiera aparte de él. Si ella es mundana y no divina, y si la mejor forma que ha tenido Dios para revelarse ha sido a través de un hombre auténtico y el más auténtico de los hombres, la Iglesia sirve a la salvación del mundo, en vez de estorbarla, en la medida que experimenta en su propia humanidad una salvación que, al igual que el resto del mundo, también ella necesita.

La Iglesia se rige por la ley de la Encarnación sólo de un modo parecido a Cristo. La Iglesia no es Dios. Pero, además, la verdad que necesitamos, verdad que la Iglesia debiera actualizar en el mundo y con él, a menudo no aparece en la historia porque los que la representan, jerarquía y laicos, también comparten con el mundo el pecado que distorsiona esa verdad y los engaña. La santidad no es un don y una vocación exclusivos de la Iglesia. Nadie, por tanto, puede invocar esta santidad como moneda corriente para enseñarle al mundo su camino, sin hacer con el mundo el camino, probando, equivocándose y comenzando otra vez por la gracia que Dios comunica a los seres humanos sin excepción. Como consecuencia de esto y de lo anterior, la humildad debiera constituir la primera de las actitudes de la Iglesia en su pretensión de evangelizar el mundo. Dando testimonio humilde de la fidelidad de Dios con su Iglesia no obstante sus numerosos yerros, podrá ella ganar la confianza de los que han de creer que Dios es digno confianza.

Pub: «La Iglesia en el mundo», Servicio, 250 (mayo 2002) 20-21.

Cambios en la religiosidad

Numerosos estudios detectan un cambio en la religiosidad. La que algún experto ha llamado “metamorfosis de lo sagrado”, sería de magnitud equivalente a la mutación religiosa que ocurrió en torno al siglo VI a. C., en India, China, Persia, Grecia e Israel, consistente en el paso de una conciencia religiosa cósmica y colectiva a una más reflexiva y personal.

La transformación actual de la religiosidad es parte de un fenómeno cultural que el informe chileno del PNUD 2002 denomina “individualización”. Esta impulsaría a los individuos a decidir por sí mismos en qué creer y a elegir libremente sus prácticas religiosas. La sociedad actual ofrece una pluralidad de posibilidades (literatura espiritual y de autoayuda, conocimiento de otras cosmovisiones, adhesión a creencias esotéricas, etc.), con la cual los sujetos elaboran su propia síntesis religiosa. Llevada al extremo, la individualización desemboca en una privatización de la religiosidad, en una actitud crítica ante las tradiciones y las autoridades eclesiásticas, pudiendo también concluir en la indiferencia o la deserción.

¿Cómo juzgar esta transformación? Hay que reconocer el valor que tiene el despliegue de la libertad personal. La gente quiere ser protagonista. No por un puro capricho, los fieles desean que se respete su conciencia. En lo hondo de esta demanda de autonomía suele haber mucha angustia e impotencia, la impresión de desamparo en una sociedad implacable y la urgencia de respuestas nuevas a problemas nuevos.

Pero no está claro que las personas puedan inventar individualmente lo que la humanidad sólo ha encontrado en común. Las iglesias son necesarias para que los individuos encaucen, corrijan y confirmen su fe. Sin su conducción, el ejercicio de la libertad religiosa suele acabar en los más raros o penosos extravíos.

Por esto mismo, cabe preguntarse si la individualización religiosa en curso no tiene que ver con que las personas no están encontrando en sus iglesias las ayudas intelectuales, emocionales, prácticas y místicas que necesitan para experimentar a Dios y ordenar su vida de acuerdo a Su voluntad.

Opino que, ante una desorientación cultural creciente, se ofrece a las iglesias una oportunidad única de acoger a tantas personas que buscan el valor trascendente de sus vidas. Pero no cualquier acogida sirve. Todo lo que se haga por darles espacio como protagonistas dotados de inteligencia y libertad, que puedan participar creativamente en la solución de sus dilemas morales, en el culto y en la organización de sus comunidades eclesiales, debiera contribuir en la dirección correcta.

Los pobres tienen algo que darnos

Por más que lo hemos intentado no hemos podido superar la pobreza. Se nos ha dado, sin embargo, otra oportunidad: no hemos vencido la miseria, pero tenemos a los pobres. Aunque todavía haya que dar a los pobres, falta sobre todo recibir de ellos. Si nuestro sueño patriótico fuera hacer de Chile un gran mall, si se tratara de que las demás naciones nos reconocieran como nuevos ricos, recibir de los pobres sería una idea absurda. Pero si los pobres tienen algo que dar, ¿por qué va a ser absurdo acogerlo?

Si nos atreviéramos a encontrarnos cara a cara con un pobre, descubriríamos que su peor desgracia no es carecer de una casa, de una alimentación adecuada, sino el trato que le damos. Pobre es una persona humillada por los demás, un individuo que debe agachar la mirada ante los otros, alguien a quien se le puede faltar el respeto o reírse de su manera de hablar, de vestir, pues nadie saldrá a defenderlo. Si en Chile no se humillara al pobre no habría tanta pobreza. El desprecio del pobre despeja el camino para luego aprovecharse de su trabajo. Pero él también es desgraciado cuando le ayudamos interesadamente. La caridad, siempre necesaria, se corrompe cuando se la practica para ganar prestigio con un voluntariado de moda, para conseguir votos, para vender un producto o para cumplir con una obligación religiosa. En pocas palabras, cuando hacemos del pobre un «medio» para otros «fines». La mendicidad es nociva porque, aun en el caso que se nutra de una caridad desinteresada, fija a los pobres en el rol de infelices. La mendicidad perpetúa al agraciado como desgraciado.

En cambio, si recibiéramos al pobre, en vez de clasificarlo, usarlo y protegernos de él, el mismo pobre nos sanaría, enseñándonos de paso un modo más humano de relacionarnos unos con otros. Habría que dejar que el pobre se nos meta en el corazón, que nos desordene las ideas, que su dolor nos toque. Compartiendo su desgracia llegaríamos a entender que nadie puede ser humillado, que la dignidad del ser humano no depende del consumo, de la raza o de la clase social. El pobre puede dignificarnos porque no tiene nada que darnos más que su persona. Así, dándose a sí mismo nos enseña que cualquier persona es un «fin», jamás un «medio».

Definitivamente la superación de la miseria no depende del crecimiento o de la distribución de los ingresos. Mientras haya quienes usen a los demás para hacerse más ricos o para ganarse el cielo, seguirá habiendo pobres. La inhumana pobreza sólo se revertirá cuando nos demos gratis a los demás y recibamos a los otros como los pobres suelen hacerlo, generosamente.

La "píldora del olvido" o la memoria de la pasión

Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre, ¿quién la tomaría?

Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.

Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? «¿Por qué a mí?», dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro «yo» más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…

Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. ¡Nunca hay que juzgar! Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.

Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión al mundo.

Una Navidad decisiva

Diciembre es un mes loco. Cansados ya del peso del año, diciembre nos exige todavía más: balances, despedidas, graduaciones, libretas de notas, amigos secretos, asados y fiestas. Un mes tremendo, pero también fascinante. Es que en diciembre, parece, se nos juega la vida. De todos los meses, este es el que más se asemeja a una “final”.

En medio de tanto ajetreo, la Navidad puede tocarnos, puede rozarnos, puede ser sólo escenografía para adorar al “dios” que, en realidad, consume todas nuestras fuerzas. ¿Cuál? A cada uno corresponde examinar qué es lo más importante en su vida: el dinero, el trabajo, la fama, la familia, la salud, el sexo, la música, un perro… una o varias personas con nombre y apellido. Pero la Navidad puede ser también la oportunidad para caer de rodillas y honrar al Dios al que agradecemos estas y otras cosas más. Y, en el más duro de los casos, un momento privilegiado para abrirle el corazón y decirle: “no doy más”, “no soporto tanta soledad”, “por qué a mí”…

El nacimiento de Jesús nos recuerda que la vida no es un “derecho”, sino un regalo. Por más que luchemos, nunca podremos obtener nada seguro, definitivo, valioso que no nos sea dado gratuitamente. Los más ricos, los que se creen santos podrán patalear contra esta “injusticia divina”, pero Dios no es tacaño ni sobornable. El Dios de Jesús es el Dios de los pobres. Es el Dios que para Navidad viene a escuchar los clamores de los que más sufren, de los que fracasaron en el matrimonio, en la escuela, en el trabajo. Para ellos, más que para nadie, el Emmanuel representa una esperanza.

Jesús, hijo de una pueblerina y de un carpintero, amenaza al omnipotente Herodes. El niño no habla, no piensa, depende en todo de María y de José, pero en su corazón ya sueña con un mundo al revés. Un mundo en el que los jueces hacen justicia a los hijos de la calle, en el que la libertad de expresión triunfa sobre los dueños de la prensa, en el que a los trabajadores se les restituye con generosidad lo que les roba el mercado. Las iglesias revolucionan el mundo cuando en ellas los lunáticos, los drogos, los cartoneros, los enfermos de sida y “últimos del curso” ocupan los primeros lugares, opinan y pesan en las decisiones que les atañen. Los herodianos tiemblan. Para estos, un mundo que privilegie a los que no merecen nada es un peligro intolerable.

¿Vale la pena un diciembre tan agitado? Si este mes equivale a una “final”, ¿cuál es nuestro equipo? La Navidad nos obliga a definirnos. En la cancha o desde las galerías, jugamos del lado del mundo que se han ganado los nuevos herodianos o del lado del mundo al revés que nos regala Jesús.

Memoria pascual

Los cristianos recuerdan en Semana Santa el camino de Jesús a la cruz y luego su resurrección. ¿Por qué?

No lo hacen porque les guste la historia y gocen con los relatos heroicos. Tampoco porque se deleiten con el sufrimiento de Jesús o porque viéndolo así sufriente les sirva de consuelo. La diferencia de esta historia con cualquier otra historia, es que lo que sucedió con Jesús en el pasado de algún modo continúa sucediendo en el presente. No es lo mismo el recuerdo que los cristianos hacen de Jesús que el recuerdo que cualquier persona puede hacer de Gandhi, Sócrates o Arturo Prat. Los cristianos recuerdan el camino de la cruz porque creen que el crucificado resucitó y vive.

Los cristianos siguen a Jesús en su pasión para participar de su resurrección. ¿Cómo se entiende algo así? Ellos esperan la vida eterna más allá de su muerte, viviendo ya ahora de acuerdo al mismo amor que ha vencido a la muerte. Si en la cruz Jesús llevó al extremo el amor de Dios por cada uno de nosotros, incluidos nuestros enemigos, los cristianos vencen la muerte en tanto se dejan amar por Dios, perdonan a los que los ofenden y trabajan por la superación de toda enemistad. La salvación cristiana origina una vida nueva ya en esta historia nuestra, en la que normalmente predomina la desconfianza y el temor a los demás, la defensa en contra de los otros y el egoísmo. La resurrección de Jesús es reconocible allí donde surge una nueva forma de vivir caracterizada por la confianza entre los hombres, la esperanza en el futuro a pesar de cualquier dificultad y el amor por los que no parece que merezcan ser amados: los despreciables y los que más nos han ofendido. Esta es la novedad de Jesús que los cristianos recuerdan y reviven en Semana Santa, novedad que rompe con la historia tan conocida del “ojo por ojo, diente por diente”, la historia del resentimiento y la venganza.

Pero la pasión y la resurrección de Cristo no atañen sólo a los cristianos. El llamado Misterio Pascual de Jesús, la Iglesia cree, tiene alcance cósmico. Si por la Encarnación del Hijo de Dios sabemos que nada humano es ajeno a Dios, que Dios se hace solidario con la humanidad hasta las últimas consecuencias, por el Misterio Pascual de Jesucristo sabemos que allí donde hay un hombre, una mujer que sufre, es Cristo que sufre; que donde una mujer, un hombre pide perdón, es Cristo que impulsa la reconciliación. Todo el cosmos está cristificado. También en los budistas, musulmanes, ateos y los que nunca han oído hablar de Nazaret o Jerusalén, es Cristo que padece en cruz cuando cualquiera de ellos tiene hambre y es Cristo que resucita cuando un prójimo les da de comer. Atentos a las necesidades de los pobres, los obispos nos remecen con su campaña en favor de la mujer jefa de hogar que con enormes sacrificios “para la olla” a diario. No hay que averiguar si esa mujer ha cometido errores en su vida, si es católica o evangélica. Si el crucificado es el Cristo, la propaganda dice: “ella también”.

Los cristianos en Semana Santa hacen suyo el dolor de Cristo por el mundo que sufre y preguntan a Cristo mismo qué pueden ellos hacer para bajarlo de la cruz. En cada una de las misas los cristianos agradecen a Dios porque Jesús continúa luchando por la justicia y la paz del mundo, y con su oración y su acción se suman a su causa.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.

El circuito de la generosidad laboral

Se sabe de gente que ha preferido ganar menos con tal de trabajar en lo que le gusta o en un ambiente grato. La empresa, la oficina, la tienda, sea lo que sea, tiene para nosotros una enorme importancia. Allí, además de ganarnos el pan, probamos nuestra aptitud para las relaciones humanas y demostramos nuestras fuerzas y creatividad.

¿Es posible mejorar nuestro trabajo? No siempre. Depende de que todos los implicados, dueños y asalariados, jefes y empleados, inviertan en generosidad. Es cosa que alguien comience. La generosidad se contagia, jamás se la consigue a tirones. Me permito sugerir unas ideas.

En contra de la desconfianza, el «pelambre», el «chaqueteo» y el «espinismo», antes que la competitividad convierta en enemigos a los compañeros de trabajo, bien podría cualquiera de nosotros arriesgar algo en las relaciones humanas. ¿Qué cuesta un saludo cordial a los colegas? ¿Dar las gracias aunque parezca inútil? Un jefe no será menos jefe si pide las cosas por favor. Un empleado será aún más digno si pide perdón por sus errores. Qué agradable es trabajar donde la gente se expresa un respeto mayor que el acostumbrado.

La generosidad se muestra además en el trabajo hecho a conciencia. Abunda la gente que, por flojera o para que no se aprovechen de ella, trabaja «a la diabla» o «saca la vuelta». Otros, en cambio, rompen el círculo de la mezquindad cuando, aunque no se reconozcan sus méritos, se entregan de cuerpo y alma a la pega. Estas personas, al poner en su oficio más amor del que nadie tiene derecho a exigirles, triunfan aunque parezcan perdedores. Haciendo bien las cosas, ellas benefician a los clientes, prestigian a la empresa y dignifican su propio nombre.

Por último, la generosidad también se prueba cuando a los empleados se paga más de lo que establece el mercado. Muchas veces los sueldos de mercado no son sueldos justos sino miserables. Son los patrones, los jefes, los que pudieran tener en mente pagar salarios superiores a los del mercado. ¿Y por qué no incluso mayores a lo justo? Donde los buenos sueldos sean parte de los objetivos de la empresa y no otro ítem de las pérdidas, allí realmente darán ganas de trabajar. A esas oficinas la gente llegará temprano y contenta. Por amor perdonará más fácilmente las rabietas del gerente y temerá menos mostrar debilidad a los colegas.

Nadie que encienda el circuito de la generosidad laboral saldrá perdiendo. Mientras más lo prefieran al circuito de la mezquindad, mejor.

Significado de la cruz

Es común creer que al que hace el bien le va bien y al que hace el mal le va mal. Si los hechos dicen lo contrario, si a veces a los buenos les va mal y a los malos les va bien, se piensa que tarde o temprano, las personas cultas, trabajadoras, ahorrativas y correctas serán recompensadas, pero las ignorantes, las descuidadas, las gastadoras y las corruptas sufrirán nefastas consecuencias. En las religiones, este esquema mental es garantizado por un “dios” que castigará a los que se comporten de un modo injusto y premiará a los que observan sus mandamientos.

La otra cara de este modo de pensar, sin embargo, lleva sutilmente a concluir algo muy grave: que los triunfadores son buenos y que los perdedores son malos. Por esto muchos creen que el contagio con los ricos, los sanos y todos aquellos a los que la vida les sonríe podrá beneficiarlos, y se les acercan y los adulan. Por el contrario, es tan común sospechar de los pobres y evitar su contacto: si son pobres, es que son flojos. En Chile todavía se dice de algunas víctimas “algo habrán hecho”.

El cristianismo enseña que esta lógica es errónea. En la cruz Dios estuvo en un hombre que, condenado a muerte, parecía culpable, pero era inocente. Si Dios se identifica con Jesús, mientras Jesús se identifica con los perdedores, su lógica rompe con aquella otra lógica que inspira desprecio por los culpables y veneración por los justos. La lógica del Dios de Jesús, es el amor desinteresado. ¿Se entiende? No fácilmente. La entenderán los que sean amados y perdonados por los imitadores de Jesús, cuando a los ojos de la sociedad ellos parezcan culpables por su pinta de perdedores.

Se dirá que la resurrección fue el premio del justo. Sí, si entendemos que Dios premia a Jesús con la vida nueva, pero que en la cruz no lo castiga a él ni en él a los que lo han crucificado. Dios no necesita condenar a unos para salvar a los otros. Dios puede lo que nadie puede: morir por los pecadores y resucitar por los inocentes. Para ofrecer el perdón divino a los pecadores Jesús comparte la consecuencia última del pecado, la muerte. Para reivindicar a las víctimas inocentes del pecado, resucitando a Jesús Dios hace justicia a los ajusticiados injustamente. Muy distinto a lo que se piensa comúnmente, Dios ama a inocentes y pecadores. Dios no sabe castigar. Ama, y nada más.

¿Da lo mismo entonces comportarse bien o mal? De ninguna manera. Si en la cruz Dios ofreció el perdón a los que descargaron en su Hijo inocente un daño que Él no descargaría en un culpable, alcanzan la vida eterna los que son compasivos con los pecadores como Él es compasivo con ellos. En cambio, los que se empeñan en apartarse de los pecadores y juzgarlos, se condenan solos, porque solos se niegan a entrar en el circuito de la compasión de Dios. El infierno es invento humano, no divino. Dios ha creado sólo el cielo. Para amar y perdonar, Dios no necesita de nuestra bondad ni que le crucifiquen a un hombre. Si Dios quiere salvar a la humanidad, se salva el que prolonga la magnanimidad de su amor con el prójimo, pero también consigo mismo. Si Dios ama a los que no merecen ser amados, la misión de los cristianos consiste en inventar un mundo al revés, un mundo digno de todos y no sólo de algunos. La santidad auténticamente cristiana no consiste en la impecabilidad, sino en la misericordia. La justicia divina no hace intrascendente la búsqueda de justicia humana, pero, al encajarla en la misericordia, la capacita para rescatar a los malos en vez de descartarlos.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.

El cristianismo hoy

Si es cierto un auge religioso mundial. Si es verdad, además, que con argumentación religiosa se defienden intereses económicos, políticos y culturales de grandes civilizaciones, que las mentalidades diversas chocan y que los conflictos se agudizan por la progresiva concentración de la riqueza. Entonces, no será extraño que vengan tiempos de fanatismo religioso de tipo cultural, revolucionario o terrorista.

¿Qué rol jugará el cristianismo en la actual encrucijada histórica? Imaginamos que, en razón de la deuda recíproca entre cristianismo y cultura occidental, el cristianismo se inclinará a favor de la causa de Occidente. Saldrá por cierto en legítima defensa de la libertad y dignidad personal, pues se trata de su fabulosa contribución a esta cultura y a la humanidad entera. Pero, ¿quién podría decir que el llamado de líderes occidentales a proteger los valores cristianos de su civilización no sea también un llamado a hacerlos prevalecer en el mundo entero? En la actual confrontación internacional, el cristianismo también se usa para reciclar los intereses mezquinos de Occidente en dos planos. En el personal, expresándose en piedad religiosa individualista, autosuficiente e indiferente a la justicia social. En el colectivo, asegurándose que la sociedad occidental es la mejor de todas.

Que el cristianismo haga el juego a Occidente, sin embargo, es comprensible, pero no obligatorio. Si históricamente se ha identificado con la cultura greco-romana en particular, teológicamente se identifica con todas las culturas sin agotarse en ninguna. El cristianismo tiene una vocación a la paz universal que lo capacita para urgir a las diversas personas y civilizaciones al diálogo. Se querrá usarlo para imponer los valores occidentales a los «bárbaros» y los «paganos», para conquistar a estos pueblos e incluso declararles la guerra, pero esperamos que suceda todo lo contrario, que la fe cristiana haga de bisagra y de puente entre las civilizaciones. Ésta es su auténtica tarea. ¿De qué depende que suceda?

El cristianismo debiera llevar a la práctica su fe en Dios: el Dios de los pobres y el salvador universal. La pobreza es hoy la más grande de las civilizaciones. El cristianismo, en la medida que recupere su carácter de religión de pobres, en tanto represente la fe de los pobres y su anhelo de justicia, ridiculizará la lucha por acreditarse como la mejor de las civilizaciones posibles y los renovados empeños por apoderarse del mundo. Pero, además, debiera traducir en conductas concretas de encuentro, respecto y reconciliación con musulmanes, budistas, judíos, no creyentes y otros, la convicción teológica mayor que sostiene que todos los seres humanos son criaturas de Dios y que por todos, sin excepción, dio Jesús su vida. Por esta misma razón, la humanidad es advertida en contra del narcisismo e la intolerancia de todas las religiones, incluida la cristiana, y en contra de cualquier civilización elitista e imperialista.

Si es cierto que Dios salva a unos y otros por vías que incluso la Iglesia desconoce, el cristianismo no se justifica, no tiene razón histórica de ser, más que evitando las guerras, promoviendo el amor, inventando la paz, con todo lo cual se anuncia que Dios se jugó por entero en ese hombre pobre y universal que, para crear una nueva convivencia humana, prefirió morir a matar.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.