Archive for 19 octubre, 2008

Jesús: palabra de hombre, Palabra de Dios

Cuando niño oí decir y yo mismo dije: “Palabra de hombre”. Recuerdo que era de mal gusto prometer: “Te juro por Dios”, estaba prohibido. Bastaba estirar la mano y decir: “Palabra de hombre”. Hace años que no escucho estas declaraciones de veracidad, de fidelidad. ¿Cosa de niños? ¿Dejaron de usarse? ¿Eran innecesarias?

            Me propongo rescatar el fondo humano y divino de estas fórmulas. Lo hago a sabiendas que esta nueva época, época de lealtades a medias y mentiras razonables,  necesita más verdad y fidelidad que nunca. No tengo mejor modo de hacerlo que, gracias a Jesucristo, la Palabra de Dios.

            “Te juro por Dios”, decíamos y nos sumía la culpa. Pero, ¿en qué estaba el delito? ¿Hay algo más hermoso que refrendar las propias palabras con la autoridad divina? ¿No consiste en esto,  más o menos, el sacramento del matrimonio?

            La prohibición de jurar en nombre de Dios es antigua, remonta a la Biblia. En  términos modernos diríamos que no es digno de un hombre endilgar a Dios la vida sin más. Tanto el escritor sagrado como el filósofo moderno saben, es más ¡creen!, que la historia no está cerrada, cifrada en los astros, inteligible sólo a los adivinos, sino abierta. El cristiano occidental o el occidental a secas se sabe libre y, en consecuencia, responsable de una historia que nada más a él toca configurar conforme a su necesidad infinita de verdad, de bien y de belleza. Nadie puede cruzarse de brazos hasta que otro haga por él lo que sin él ocurriría como una imposición externa e infantilizante. No se puede tampoco vivir “echando la culpa al empedrado”. La queja crónica deshumaniza. Sólo los desesperados, tal vez, pueden invocar a Dios para que los exima de la vida.

            ¿Para qué entonces “jurar por Dios” si es posible “jurar por sí mismo”? Jesús enseña: “Di sí, si es sí. Di no, si es no. Lo demás viene del Maligno” (Mt 5, 37). Refugiarse en el Todopoderoso, renunciar a la verdad inherente a todo ser humano que sigue su conciencia y carga con ella, es cobardía y pecado. ¡Más vale ser ateos que invocar a Dios en vano! Porque si el ateo no tiene más que su palabra, el cristiano que manipula el nombre de Dios se invalida a sí mismo y priva a su prójimo del don divino más alto, el de la verdad pura y simple en toda la desnudez de su humanidad.

            Más vale decir: “Palabra de hombre”, y basta. Quizás la fórmula cae en desuso por no ofender a las mujeres. Quizás. Como sea, no creo que las mujeres merezcan menos fe que los hombres. Dejadas de lado las complicaciones del lenguaje, la cuestión de fondo es la que importa. Empeñar la propia palabra, ya para afirmar lo verdadero, ya para comprometerse con los demás, constituye un valor supremo. ¿Quién podría sostener que todos los progresos de la ciencia, desde la aspirina a la electricidad, desde la informática a la regulación de la economía, etc., o que  la más bella de las obras de Leonardo, valen más que el decir de la esposa: “Te recibo a ti como esposo y prometo serte fiel, en lo favorable o en lo adverso, y, así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”? Desde que ha habido un hombre o una mujer que ha comprometido su libertad de un modo parecido, la humanidad ha dado muchos pasos adelante, pero ninguno equivalente a éste.

            Sin embargo, la palabra humana es frágil. Decimos “palabra de hombre”, pero, ¿quién es el hombre? Somos una triste mezcla de finitud e infinitud. Aspiramos a todo, incapaces de todo. ¿Compromisos de por vida? La tortura pudo quebrar las fidelidades más acendradas. La cesantía y el hambre han deshecho millones de familias. El mero egoísmo personal, la ambición de fama y poder, han convertido los juramentos más solemnes en mecanismos precisos de traición. Dejemos de lado el caso del apagarse de una falsa vocación, porque nadie está obligado a ser fiel a una voz imaginaria. El asunto es que el hombre por mucho que valga, vale poco. Agobiado en su precariedad, el hombre abdica de la eternidad.

            Pero, ¿no es factible invocar la eternidad? ¿Es del todo imposible conjugar la eternidad en la historia humana? Imposible para el hombre, sí. No para Dios. Para Dios no es imposible sostener a un hombre hasta el final. En Jesús la palabra de Dios se hizo palabra de hombre y en la palabra de un hombre descubrimos la palabra de Dios. Y supimos que la palabra de Dios es prueba y promesa de fidelidad incondicional.

            Se dirá que la comparación no tiene gracia, que el ejemplo no viene al caso. Que Jesús, por ser Dios, no tuvo dificultades para cumplir su misión hasta el final. Un Jesús más divino que humano, habiéndolo sabido y podido todo desde el pesebre en adelante, habría practicado su fidelidad aparentando ignorancia y simulando sufrimiento. Y ante la evidencia de su resurrección próxima, habría enfrentado la muerte como un trámite.

            La verdad de Cristo es muy diversa. Jesús fue tan hombre como Dios. Más precisamente, fue Dios a modo de verdadero hombre. Sólo en el empeño de su palabra humana, dada con nuestras mismas limitaciones de conocimiento y voluntad (excepto la torpeza que añade a nosotros la concupiscencia), ha sido para nosotros posible inferir en Él la palabra divina. Al Verbo divino lo descubrimos en el hablar y actuar de Jesús, como el factor próximo de su veracidad.

            Si atendemos a la historia de Jesús, observamos que el Espíritu y sólo el Espíritu reveló a Cristo la misión que su Padre le daba y que el mismo Espíritu le inspiró la creatividad y fuerza para cumplirla. Jesús, como nosotros, tuvo que discernir la verdad de Dios y cargar con ella. Pero, a diferencia de nosotros, arraigado en la fe y en el amor de su Padre, Jesús se mantuvo fiel en la tentación, soportó la deslealtad y la traición de los amigos, y murió acusado de charlatán y blasfemo. ¡Qué paradoja de la historia! Que un hombre veraz como ninguno haya sido condenado por impostor y embacaudor de su pueblo. Pero así, respaldando su palabra con su cuerpo, con su pura hombría, aseguró Jesús la credibilidad de Dios y abrió el camino a la credibilidad en el hombre.

            En Jesús se ha hecho patente esta otra paradoja extraordinaria: Dios cree en el hombre. Cree en este ser asustadizo, inverosímil, infiel. La fe sólo en segundo lugar consiste en creer en Dios. En primer lugar la fe es actividad divina. Dios cree en el hombre y con su promesa de fidelidad sustenta la libertad humana, las promesas humanas y las humanas muestras de la lealtad. La fe de Dios hace de un hombre cualquiera un “hijo”. Distinto del “empleado”, el “hijo” vive consciente de valer tanto como su padre y, feliz de sí, confiado, se expone a la vida y lucha por ella sin engaño. Las obras humanas, incluso la mera fe humana, por sí mismas, son inútiles, tambalean y fracasan. La fe humana atina con Dios cuando, gestada por el Espíritu que nos hace “hijos en el Hijo”, consiste en creer que somos dignos de fe entre nosotros mismos porque Dios nos ama, sostiene nuestros pasos y nos recoge de nuestras caídas.

            Desde Jesús en adelante ha quedado claro que Dios comparte su protagonismo con la humanidad. Con nosotros los cristianos, que lo sabemos explícitamente, pero también con los que no lo son. Pues si la fidelidad divina fue visible a los cristianos en la rehabilitación de un hombre crucificado, esta misma fidelidad se ha hecho extensiva al resto de la humanidad sin exclusión, y la verifica el Espíritu donde se da el hombre y la mujer auténticos. Toda persona humana es capaz de la verdad.

            Recojo el caso del padre de Jung Chang, autora de Cisnes Salvajes. Cuando en la China de Mao arreciaba la delación, la traición y los falsos testimonios, una alta funcionaria del régimen acusó al padre de Chang de dudar de las palabras del líder: “Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta”. Aquel replicó: “Que cada palabra signifique una palabra constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil”.

            ¿Tiene sentido decir “palabra de hombre”? Sí. ¿Jurar por Dios? También, depende cómo se haga. ¿Prometer los jóvenes con voto “pobreza, castidad y obediencia perpetuas”, para dedicarse por completo a la voluntad de Dios? Muchísimo. ¿Prometer lealtad a los superiores jerárquicos, al Presidente de la República, a la Constitución y las leyes? ¡Por supuesto! Nada tiene más sentido que la lealtad de los mártires, muertos como Jesús por confesar  la trascendencia de su razón para vivir.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

El sacrificio de Jesús

Cualquier persona que haya sufrido sabe que el sufrimiento no tiene justificación. Sin embargo, los cristianos recuerdan y celebran un hecho doloroso, la cruz de Jesús. ¿Por qué? ¿A quién pudiera agradar el sufrimiento de Jesús? ¿A Dios? ¿Qué Dios? ¿No se presta la cruz para legitimar dolores y sacrificios humanos muy abominables?

Es delicado hablar del valor del sacrificio. No por nada esta palabra se ha desprestigiado. Pensemos en el sacrificio de generaciones de esclavos que hicieron posible civilizaciones grandiosas, Grecia, Roma… Para nuestra mentalidad moderna, el más aberrante de los sacrificios ha podido ser la inmolación ritual de seres humanos para calmar la ira de Dios y granjearse sus beneficios. Pero el mundo moderno ha sido más cruento que cualquier religión arcaica. Recordemos el holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra, los crímenes de Stalin o la explotación capitalista. ¡Cuánto sacrificio forzoso e injusto!

También el cristianismo ha desprestigiado la palabra sacrificio. Todos los sufrimientos que los cristianos en dos mil años han infligido a otros en nombre de Cristo –¡qué bueno que un Papa pida perdón por ellos!, ocultan el significado de la cruz de Jesús. En esta larga historia, hay que notar un hecho especialmente grave. Durante el segundo milenio y hasta hoy día, se introdujo en la Iglesia una tergiversación muy grave del sentido del sacrificio de Cristo: Dios, como un ser ofendido y justiciero, habría exigido la muerte de su Hijo como pena por el castigo que la humanidad merecía por su pecado. En otras palabras, que Dios habría salvado a la humanidad a cambio de que un hombre le fuera sacrificado. No sería raro que esta imagen macabra de Dios haya servido para justificar lo injustificable: el sufrimiento humano.

El sentido del sacrificio de Cristo, sin embargo, es exactamente el contrario. En coherencia con su historia de entrega a los demás, el hombre que sacrifica libremente su vida en la cruz es Dios mismo que, cuando ama, ama con todo y no en parte, que no da algo sino a sí mismo y por entero. El sacrificio del hombre Jesús en vez de compensar a Dios, constituye la entrega de Dios para compensar, sanar y realizar a la humanidad, la más querida de sus criaturas. Toda la vida de Jesús no es otra cosa que consuelo de Dios para el hombre o la mujer que sufre, perdón por sus errores, curación de sus enfermedades, solidaridad con las víctimas inocentes, en una palabra, amor extremo.  El castigo que Jesús sufre en el Gólgota no le viene de Dios, sino de los hombres. Ese castigo es la consecuencia última de la maldad humana, no divina. Dios no castiga. Dios no necesita que nadie sea castigado o sacrificado para salvar. Dios es omnipotente: ama gratis. Es la humanidad la que ha necesitado que Dios se sacrifique por ella, que llore en su lugar y en su lugar cargue el peso que la agobia. Todo sin esperar nada a cambio.

A Dios sólo le agrada el amor, el de Jesús y el nuestro cuando consiste en amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. Dios nos regala a Jesús, pero no es sádico. Jesús nos da su vida, pero no es masoquista. Dios goza con nuestra liberación del mal y del dolor. Goza toda vez que prolongamos el sacrificio de Jesús, sacrificándose los padres para que los hijos tengan mejor educación (sin sacarles en cara nada), ofreciendo el perdón a los enemigos (que, arrepentidos de ofendernos,  no pueden empero restituir), dando a los pobres “hasta que duela” (como diría el Padre Hurtado) o simplemente padeciendo con los que padecen.

¿Hasta dónde se entiende el sacrificio de Jesús? No sé. Pero en Semana Santa los cristianos recuerdan y celebran la resurrección de Jesucristo crucificado: no el dolor, sino el triunfo del amor sobre el dolor; el dolor del amor que triunfa sobre el pecado.

 

 

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

De regalo de Pascua, un sacerdote

Sucedió la Pascua recién pasada. Un niño de siete años pidió de regalo un traje y utensilios de sacerdote. Su papá quiso complacerlo. Recorrió todas las jugueterías y no encontró nada. Quién se extraña: cualquier padre normal anda en busca de disfraces militares, médicos o espaciales. Acudió a las tiendas de artículos religiosos, y nada. Cuando explicó su intención, lo miraron con recelo. Le pidieron el carnet. ¿Por qué? No le interesó averiguarlo, siguió buscando sin éxito, hasta que decidió él mismo fabricar el regalo.

            Pidió a una costurera que le hiciera un alba, un cíngulo y una estola. La misma costurera le cosió un corporal y dos purificadores. El padre continuó su empeño: compró una copa metálica que podría hacer de cáliz y un platillo como patena. Compró también un cuaderno de tapa dura que adornó con una cruz, y las figuras del buey, el león, el águila y el ángel. En su interior y a su modo, transcribió la misa entera. Como si estas cosas no bastaran, el padre inventó para su hijo un juego de salón parecido al Metrópolis o a las carreras de caballos. Trabajó con amor y cuidado, tratando de inculcar en su hijo el amor por el sacerdocio.

            El día de Navidad todos tuvieron su regalo. Pedrito fue el primero en abrir el suyo. Se puso el alba y la estola, y bendijo al papá, la mamá, a hermanos, primos y tíos. La estola era bordada en colores vivos. Su padre le pasó el cáliz y le explicó que debía jugar con él con sumo respeto. Como hostia bastaría pan corriente. Pero habría que comérselo todo, y no dejarlo endurecer ni extraviar.

            El padre ansioso tomó el juego en sus manos y explicó sus reglas. Consistía en un circuito largo y sinuoso, que representaba el prolongado camino a la santidad sacerdotal. El circuito incluía dos partes: la primera, dedicada a la preparación al sacerdocio y, la segunda, al ejercicio del sacerdocio. Para alcanzar la ordenación sacerdotal, había que responder a las siguientes tarjetas, dependiendo de la suerte de los dados: 

            * Un sacerdote es un profesor que enseña porque escucha: Verdadero o Falso.

            * Un sacerdote es una mamá con una fantasía gigante para contar cuentos y para responder a todo tipo de preguntas: V o F.

            * Un sacerdote es un mendigo contradictorio, que debe pedir limosnas para los pobres y rechazar favores de los que recortan a los pobres su salario: V o F.

            * Un sacerdote es un vigía que debe estar alerta para ser interrumpido en cualquier momento del día y de la noche, por una mujer machucada por su marido o un marido traicionado por su esposa que se siente solo y necesita que lo abracen fuerte para seguir respirando: V o F.

            * Un sacerdote es un temerario que no lo detiene la noche ni la enfermedad; que pasa los puentes a oscuras y cruza los callejones peor afamados; que le sonríe al obispo porque lo quiere y no porque tema perder la parroquia que tiene a su cargo: V o F.

            * Un sacerdote es un papá que se deja pasar algunos penales para enseñar a los niños a jugar a la pelota: V o F.

            En la parte segunda, el jugador que hubiere recibido la estola del sacerdote, debía avanzar hasta la meta de la santidad sorteando un sinfín de dificultades. Si los dados le fueren adversos, podría caer en un espacio malhadado. En él se leería, por ejemplo:

* SACERDOTE RETA A LOS QUE SE CONFIESAN: VUELVE AL PUNTO DE PARTIDA.

* SACERDOTE BUSCA EN LAS CARTERAS DE LAS SEÑORAS, ENTRE LOS COLORETES Y LAS ESCOBILLAS, FRASCOS, PASTILLAS…: LOS DEMÁS SACERDOTES LE TIRAN LAS OREJAS.

* SACERDOTE INSCRITO EN PARTIDO POLÍTICO: AUNQUE ALEGUE QUE SE TRATA DE UN PARTIDO INSTRUMENTAL, PIERDE UNA JUGADA.

* De todas, la sentencia más drástica sería la siguiente: SACERDOTE TRANSFORMA EL EVANGELIO EN UNA LEY: ¡PIERDE EL JUEGO! SE LE RETIRAN LOS DADOS Y LA FICHA.

            Pero sólo algunos espacios connotaban una censura. Caer en otros constituiría el deseo de todo sacerdote-jugador. Por ejemplo:

* SACERDOTE MÁS HUMANO QUE DIVINO: AVANZA CINCO ESPACIOS.

* SACERDOTE LLORA CON LAS PELÍCULAS ROMÁNTICAS: JUEGA DOS VECES.

* SACERDOTE HACE SUYA TODA LA DESGRACIA DE SU GENTE, COME MAL, DUERME PEOR, PERO DE ÉL NADA MÁS SALEN PALABRAS DE ALIENTO: ¡AVANCE HASTA LA META!

            En el cuaderno decorado con los símbolos de los evangelistas, donde venía incluido el Orden de la Misa, el papá a su manera le escribió un canon que decía:

            «Tomen y coman todos de él,

            porque este pan es más que pan:

            soy Yo mismo hecho pan,

            alimento de alegría

            para todos los que sufren

            y vienen a mí.

            Pan mío y vida mía,

            para que nadie olvide

            que mientras haya hambre en el mundo,

            el hambriento Soy Yo».

            Las demás prescripciones eucarísticas subrayaban la importancia de acoger a los fieles y dar espacio a sus vidas en la liturgia. Tanta importancia adquiría la participación comunitaria, que los signos de solidaridad y reconciliación harían pensar más en una fiesta que en una ceremonia protocolar.

            Pedrito estaba radiante. Varias instrucciones del juego no las entendía, pero se las haría explicar. El papá estaba igual de contento o más. Sin embargo, un tío observaba esta situación rígido como si se hubiera tragado un plumero. Conteniendo los nervios, categórico en sus ideas, sentenció:

– “¡Simulación!”

            – “¿Cómo?”, dijo el papá.

            – “La Iglesia prohíbe la simulación”. El tío sacó de un bolsillo el Código de Derecho Canónico y leyó a los presentes: ‘Quien simula la administración de un sacramento, debe ser castigado con una pena justa’ (1379). Recordó a los presentes algo que todos ignoraban, menos él: que el Código castiga a los que juegan a ser sacerdotes, diciendo misas o perdonando pecados.

            El papá tomó el Código, leyó los artículos pertinentes y de un tirón arrancó las páginas que trataban del asunto. Quién sabe si para camuflar su arrebato, posiblemente ni él sabría decirlo, hizo chayas del papel y las arrojó como nieve sobre el árbol de Pascua. El episodio fue incómodo para los mayores, indiferente a los niños concentrados en los juguetes.

            Esa noche el tío canonista fingió estar enfermo del estómago y no probó bocado. Serio como siempre, urdía el modo de denunciar a su cuñado y suspender la catequesis de primera comunión a su hijo. Avinagrado, el padre comió con desgano.

            El niño, en cambio, se comió toda la comida y rápido, ¡ilusionado! Que lo más importante esa noche, ¿sólo esa noche?, era ser sacerdote.

Política cristiana

Hace exactamente 30 años un grupo de sacerdotes denominado “cristianos por el socialismo” estudiaba la compatibilidad del socialismo con el cristianismo. El asunto merece un análisis complejo que no cabe ni interesa hacerlo aquí. Pero notemos que el planteamiento de la fórmula, “cristianos por el socialismo”, se repite. Perfectamente otros podrían llamarse “cristianos por el neoliberalismo”. Para las últimas elecciones presidenciales Juan Pablo II o el Padre Hurtado han sido citados en favor de una candidatura o de otra.  ¿Ilegítimo? De internis non iudicat Ecclesia, la Iglesia no juzga las intenciones, tampoco a mí me gustaría hacerlo. Lo incorrecto, en cualquier caso, es invocar la fe cristiana para llevar las aguas al propio molino, en vez de trabajar para el molino de Cristo que favorece a todos, porque favorece primero a los postergados.

Para que la fórmula “cristianos por la política” (de centro, izquierda o derecha) pase el test de la honestidad, requeriría incorporar la exigencia contraria que si se proclama rezaría: “Políticos por el cristianismo”. El Evangelio es fin, la política es medio. El Evangelio fecunda la política, pero la política no agota el Evangelio. El riesgo consiste precisamente en identificar lisa y llanamente el reinado de Dios con un tipo de política o con un gobierno particular, como lo hacen las temibles teocracias o los tiranuelos más o menos iluminados. Esos años no supe que “los cristianos por el socialismo” exigieran a los socialistas ser “políticos por el cristianismo”. Difícilmente habrían podido exigirlo: la fe no se impera ni se negocia. Se intentaba una confluencia en el socialismo. Pero para que entonces o ahora la búsqueda de fundamento e inspiración de la política en el cristianismo sea veraz, la política tendrá que dejarse cuestionar radicalmente por el cristianismo y ponerse al servicio de sus más altos principios, lo que nunca podrá consistir en subyugar a nadie, ni tampoco en mejorar la posición de la Iglesia. Así se traicionaría esos mismos principios. Como se ve, no es tan fácil la cosa. “Mi reino no es de este mundo”, clamó Jesús y, sin embargo, además de poeta y de sacerdote de la compasión Jesús fue político por su deseo de una sociedad distinta. ¿Cómo?

El cristianismo es una teoría del poder. Una tradición antigua en Israel esperaba que el Cristo fuera un gobernante como el rey David. Para el judaísmo contemporáneo a Jesús la expectativa de un “reinado de Dios” poco tenía que ver con la salvación de las almas, pero mucho con la liberación de los romanos. Cuando Jesús apareció proclamando a los pobres la llegada del reino, las autoridades no se equivocaron tratándolo como a un subversivo. Más de algo tiene que ver el cristianismo con la política. Hoy la identificación de los seguidores de Jesús con el nombre de “cristianos” impide que sea discípulo de Cristo un a-político. No es posible ser discípulo en parte sí y en parte no. Pero, ¿puede darse un político cristiano? Es difícil, prácticamente imposible desde que la política, el Estado, suele recurrir a la violencia, al abuso de la fuerza, para llevar a efecto sus propósitos. El político cristiano debiera aspirar al mismo poder con el cual Jesús ha intentado cambiar la historia.

El asunto es que el cristianismo no es la teoría de un poder cualquiera. ¿En qué sentido fue Cristo un político? La aparición de Cristo se entiende como Evangelio, “buena noticia”, para el mundo de sufrimiento de despojados, ciegos, leprosos, viudas, huérfanos, cesantes, mendigos, locos, vagabundos, todos los cuales eran considerados por las autoridades israelitas despreciables y pecadores por incapaces de cumplir una Ley que se multiplicaba en una enormidad de preceptos de toda índole, imposibles siquiera de recordar. Jesús anunció que a ellos, los pobres, se les daría el poder, que el reino cercano sería suyo. Este reino no abolía la Ley pero, como constituía su clave interpretativa, subvertía por completo el orden establecido. El quicio del reino de Jesús no podía ser Mammon, el dios Dinero, sino la solidaridad; la comunidad estrecha del clan debía incluir a los extranjeros; a cambio de la vanagloria que da el uso de la fuerza, en el reino de los pobres el gobernante debía ser el servidor humilde de todos. En la cruz Jesús reveló que su poder era parecido al amor que triunfa sobre las libertades, un poder que gana con impotencia a los que se suele reducir con prepotencia. Su pueblo no creyó en la revolución de un Siervo Sufriente que vencería con su vulnerabilidad. Ante la catástrofe militar y política inminente de Israel a manos de Roma, acosado por los poderosos de su propio pueblo, Jesús, con su vida, apuró la llegada de su reino.

El poder del cristianismo es, a partir de la historia de Jesús, el poder de la fe en una posibilidad para nada obvia, casi absurda. Consiste en creer que el bien triunfará sobre el mal, creer que la verdad vencerá a la mentira, creer que la libertad humana puede inventar un mundo radicalmente alternativo donde los últimos son los primeros y los primeros los últimos. Los hechos muestran que no siempre se ha estado a la altura de estos principios, que a menudo el cristianismo ha sido usado ideológicamente como etiqueta justificadora de la violencia política. De muestra, el constantinismo de cualquiera de los imperios occidentales. Pero, en cuanto ha sido fiel a su vocación auténtica, en dos mil años el cristianismo ha inspirado la abolición de injusticias que parecían muy normales: la esclavitud, el colonialismo, la discriminación en contra de las mujeres,  etc.. Y, esto no obstante, ninguna buena causa ha podido agotar toda su energía liberadora. Si Jesús hablaba en parábolas, la utopía cristiana se dice en metáforas. Definitivamente la Biblia no es un recetario de soluciones humanas ni menos políticas. ¿No sería una tremenda irresponsabilidad entender las cosas literalmente y entregar así no más el poder a los ignorantes y a los desvalidos? Las soluciones fáciles no existen. Todavía hoy Jesús provoca la creatividad de los políticos para inventar un mundo reconciliado, pero reconciliado desde el reverso de la historia, mediante la misericordia y la justicia.

Se podrá objetar que el poder del que trata el cristianismo es un poder trascendente. Exactamente éste es el problema: mientras no se admita que el ser humano es fin y nunca un medio, mientras la política no extraiga su legitimidad del servicio a la humanidad entera, comenzando por los marginados, predominará la definición clásica de acuerdo a la cual el poder consiste en prevalecer sobre los demás a la fuerza. El poder ganado, mantenido y aumentado para ordenar la sociedad humana de acuerdo a los intereses de los poderosos es intrascendente, no porque la gestión política sea terrenal sino porque una política así entendida es incapaz de imaginar un mundo distinto. ¿Políticos cristianos? Como utopía sí, ojalá de muchos. Pero será imposible certificar quiénes verdaderamente atinan con la política cristiana, aunque como medios de prueba se aduzcan fotos con el Papa, etc., etc.

De la zancadilla del Viejo Pascuero al amigo secreto

Le quebró los dientes. De una sola zancadilla, el Viejo Pascuero terminó una discusión con el Amigo Secreto. ¡Quién dijo que el Viejo Pascuero no existe! Justo a la entrada de la iglesia de Santa Inés, en la misma Piazza Navona donde la semana pasada se agarró a chopazos con otro Viejo Pascuero, otra vez Santa Claus ha recurrido a la violencia para defender su trabajo. Y dicen que no existe, ¡si hay tantos!

            Tantos y ninguno: todos iguales, la pura división de lo mismo. En otros tiempos, era raro encontrárselo. Había que asomarse al balcón, buscarlo entre las estrellas, las chimeneas, seguro que pronto pasaría.… “¿Cuántos perros tiene el Viejo Pascuero?”, pregunta un niño en el microbus. Y se ríe. El escepticismo cala en la infancia. Al niño le importa un rábano que sean siete o dos, perros o bueyes. Ironiza de nuevo: “¿cuántos perros tiene el Viejo Pascuero?”. Los pasajeros también ríen. A todos da lo mismo el número, los ciervos, la nieve… “¿Cuántos perros tiene el Viejo Pascuero?” Las carcajadas estremecen la locomoción colectiva. Santa Claus está desprestigiado. Ultimamente un nuevo enemigo mina su fama, el Amigo Secreto.

            Con el Viejo Pascuero, todos están obligados a regalar a todos. Los regalos deben ser caros, lo más posible. En cambio, el Amigo Secreto subvierte estos principios: “Cada uno hace un regalo y cada uno recibe un regalo”. Se hace el sorteo, al que le toca le toca… Así, cada cual puede comprar con más atención, con más tiempo para buscar y más dinero. Además, siempre existe la alternativa de poner un “techo” de precio a los regalos que se harán entre los participantes. La entrega del presente, la rotura de la incógnita, incluso si no se trata de alguien íntimo, es eléctrica, inevitablemente más personal, ¡siempre peligrosa! Toda persona es un misterio, antes que una obligación. El Amigo Secreto juega con fibras psicológicas, aun eróticas. Penetra en la familia. El Viejo Pascuero rechina los dientes.

            – “Estás perdido, Viejo Pascuero”, respondió el Amigo Secreto a un primer insulto. Poco a poco se juntó gente en rededor. “Prometes y no cumples. Cumples, a los niños ricos y a las tiendas, ¡títere! A los pobres, ¡los más!, entusiasmas y engañas. Viejo falso: tienes la barba falsa, usas ropa falsa, prometes, pero como carretonero. Lo único cierto es tu panza, ¡guatón mentiroso!”.

            – “¿Acaso das tú la cara?”, replicó el Pascuero. “¡Tú sí que eres pura máscara! Haces como si te dieras a conocer, pero tu secreto es tu tacañería. ¿Ahorrativo? ¡No, avaro! Que así es más democrático, más justo… Na’ que ver. Lo único que te interesa es cumplir y salir del paso. ¡Socialista pa’ la foto! Tus amigos chillan si alguien arroja arroz a los novios (‘habiendo tanto pobre’), pero ¡cómo se banquetean! ¿Por qué no dejas que la gente regale a quien quiera y haga las fiestas que se le antoje?”.

            El Amigo Secreto volvió al ataque: “Tus carcajadas pervierten la Navidad: ‘Pascua feliz para todos’. Sustituyes a Jesús por la obligación de hacer regalos a diestra y siniestra. ¡Delpilfarros…!”.

 

            – “¿Qué sabes tú de Jesús?”, la fundamentación religiosa acalora a los contrincantes, al Pascuero más que al otro. “Te dices ‘amigo de los pobres’, como Jesús. Pero de los pobres que se desclasaron y surgieron quitándole el saludo a los vecinos. Entre ti y las transnacionales del juguete no hay sombra de diferencia”.

            – “¡Tú eres el favorito de esas transnacionales, guatón ateo!”, replicó por última vez el Amigo Secreto.

            Y esa fue, por cierto, la última vez que habló por una semana. Con una zancadilla, el Viejo Pascuero lo hizo aterrizar de dientes.

            La confusión de los niños fue grande. Que el Viejo Pascuero, el Amigo Secreto, Los Reyes Magos, Jesús en el umbral de Belén… Si los papás no entienden nada de nada, ¿qué entenderán sus hijos?