Archive for 30 septiembre, 2008

Padre de Jesús y Padre nuestro

En el Antiguo Testamento rara vez se trata a Dios de “Padre”. Haber llamado Jesús a Dios “Abbá”, “papito”, debió parecer un exceso de confianza. Jesús habla de Él como de su Padre y nuestro Padre.

El Nuevo Testamento distingue claramente la singularidad de la relación de Jesús con Dios de la que los demás pudieran establecer con Él. Allí Jesús se sabe el Hijo amado de un modo único e irrepetible. Y, sin embargo, Jesús comparte a su Padre con otros, con nosotros, haciéndolo tan Padre nuestro como es Padre suyo. Jesús reza para que en su intimidad con Dios quepan muchos, quepan todos: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”.

Pero, ¿podemos nosotros tan fácilmente decirle “Padre” a Dios? Sí y no. “Padre” designa a un ser amoroso, protector, liberador, educador, alguien que nos despeja el futuro con su imaginación; pero también puede ser un sujeto ausente, fugitivo,  chantajista, tiránico o un agresor sádico. ¿No están hartos algunos niños de maltratos sin fin? “Madre” puede ser alguien tierno, cálido, acogedor, nutriente; pero también un ser posesivo, dominante, absorbente, castrante o irracional. Nuestros “padres” y “madres” humanos ayudan, pero también dificultan nuestra relación con Dios. Ellos han fraguado nuestra personalidad a un grado tal que nuestra relación con los demás y con Dios mismo llevan las marcas y las heridas de la infancia. El tema es complejo. El Nuevo Testamento no tiene mejor categoría para hablar de Dios que la de Padre. Pero este Padre es semejante a nuestros padres y madres humanos en parte sí y en parte no.

Si es Jesús quien quiere compartir su intimidad con Dios, si es Él quien insiste que lo llamemos Padre, hay que atender a la extensión de esta filiación de acuerdo al Nuevo Testamento. Y el dato principal que poseemos del Nuevo Testamento es que, si algo sabemos del misterio de la intimidad de Jesús con su Padre, lo sabemos indirectamente, como a la pasada, a propósito de su misión: el anuncio del reino de Dios a los desamparados. Destacando la identidad divina de Jesús, el Hijo, la Iglesia aseguró el carácter trascendente y definitivo de su misión de salvador universal.

 

Por la misión a la intimidad

 

Ubiquemos la relación íntima de Jesús con su Dios en el marco de su misión. ¿Qué lugar ocupa el Padre en el corazón del Hijo? ¿Qué lugar ocupa el Hijo en el corazón de su Padre? En Dios no hay espacio para el “intimismo”. En Dios cabe la intimidad, pero no el amor excluyente, celoso y mezquino. El amor de Dios es el Espíritu que no conoce fronteras, que llega a todos, a los amigos y a los enemigos. En el corazón de Jesús está la misión del Padre de instaurar su reino de amor y justicia. En el corazón de Dios está toda la humanidad que Jesús debe hermanar bajo un mismo Padre.

Por cierto, el amor del Padre y del Hijo no se reduce a la edificación del reino. El reino, que engloba todo lo que por salvación se entiende, es “gratuito”, no “necesario”. Dios no está en deuda con nadie. Nadie tiene derecho a la salvación. Para que a todos quede claro, Dios invita al reino en primer lugar a los pobres, los que nunca han tenido derecho a nada. ¿Cómo no habría de irritar esta preferencia de Jesús a los que teniéndose por justos, despreciando a los demás, creían ganarse el favor divino? El amor espontáneo entre el Padre y el Hijo es anterior a nuestra sed de amor, perdón y trascendencia. Anterior y mayor, mil veces mayor. Este amor preserva a la actividad humanitaria del Hijo del activismo típico del self made man, el hombre que no se debe más que a sí mismo, a su trabajo. O del que vive divertido en sus gestos de beneficencia, pero reacio al influjo del prójimo, protegido de ese espacio vacío entre hombre y hombre en el que podemos ser juzgados o acogidos. Al Hijo le basta su Padre, no necesita nuestro aplauso. Su entrega es generosidad pura.

El reino es expresión del amor de Dios. Aún más, el dogma de la Iglesia recuerda que la Encarnación no es reversible, que el reino tiene principio pero no fin. El Hijo es el hombre Jesús para siempre. ¡Dios no podrá zafarse nunca más de su humanidad ni de sus criaturas! Dios es fiel hasta el final. Desde entonces la conversación del Hijo con su Padre trata de lo nuestro, se articula en palabras humanas y gestos corporales, sabe a barro, huele a humo y sudor. Desde la resurrección hasta la Parusía, Jesús clama al Padre por el desgarro del mundo y nos asegura que el reino es la única agenda del amor de Dios.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, sabemos que el Padre es para Jesús amor incondicional, total e inaudito por Él, y que Jesús extiende este amor en forma incondicional, total e inaudita a los pequeños, los enfermos, los desplazados y los pecadores. Dios ama a los que los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos menosprecian. El amor que el Padre tiene por Jesús es la causa próxima de su libertad, autoridad dice el Nuevo Testamento. Y esta libertad o autoridad Jesús la pone en juego como obediencia absoluta a la voluntad de Dios, cuando manifiesta hasta la cruz su preferencia por los fracasados y ofrece el perdón divino también a los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos.

Pero Jesús no actúa “programado” como un burócrata sin iniciativa. Misión no es programación. El amor del Padre hace a Jesús obedecer libre y creativamente a lo mandado. ¡Nadie ha superado jamás a Jesús en fantasía! Jesús obedece a su misión inventándola, como un poeta. Jesús fue un poeta. Pero a diferencia de algunos poetas que pasan por la vida sin comprometerse con nadie, el amor que funda a Jesús hace de Él un hombre valiente para entrar en conflicto con la religiosidad hipócrita de su época. El amor del Padre hace que Jesús saque adelante su causa con arrojo, pero por la vía pacífica. En Jesús el amor prevalece sobre el miedo. Prevalece también sobre la violencia, hija del miedo. En su corazón hay una libertad y una generosidad más fuertes que la muerte.

Vistas las cosas desde la misión de Jesús, su abandono por el Padre “era necesario”. ¿Fue su muerte un mandato sádico de Dios? No ¿Un acto suicida o narcisista del Hijo? Tampoco. La muerte de Jesús es indirectamente querida por el Padre y por Jesús mismo. Lo directamente querido por ambos es la vida, el reino, el perdón de los pecadores, el indulto de la adúltera digna de pena de muerte, la denuncia de la injusticia, y la cancelación de la muerte. Los únicos que buscaron derechamente la muerte de Jesús fueron el Sanedrín, los romanos y esa multitud representante de la gente aprovechadora de todos los tiempos que, desilusionada, gritó: “Crucifícale”. ¿No pudo su Padre evitar a Jesús este trago tan amargo?  Tanto amó el Padre a Jesús que respetó su libertad. Tanto amó a la humanidad que le entrego lo más querido. ¿No pudo Jesús eludir la cruz? Tal fue su amor por su Padre que Jesús no pudo echar pie atrás, sino que soportó la orfandad más radical y el abandono del mejor de los padres. Tal fue su amor por la humanidad que, inocente, experimentó en lugar de la humanidad la consecuencia propia del pecado: la muerte. En la cruz la confrontación de Dios y las fuerzas del mal es abierta. Allí no cupo negociación alguna. Dios no transa con el mal. Los vicarios del mal hicieron lo suyo, lo de siempre: para salvar la nación, se excusaron a sí mismos y sacrificaron al inocente. Gritando a su Padre: “Por qué me has abandonado”, Jesús solidarizó con las víctimas de la historia humana y reveló que Dios no puede ser indiferente a su dolor.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, la resurrección hace entrar a Jesús definitivamente en la intimidad de su Padre y con Él entramos nosotros. Los textos del Nuevo Testamento vinculan la resurrección de Jesús con nuestra propia resurrección. En la resurrección de Jesús, el Padre convalida la valentía de su Hijo por nuestra cobardía; la justicia de su reino por el acaparamiento de la tierra; su cálida compañía por la soledad de las masas; la obediencia de su Jesús por la frescura de los que deambulan como si no hubiera Dios; la gratuidad de su entrega por la mezquindad con que unos a otros nos pasamos la cuenta.

De la intimidad a la misión

 

Dios ha demorado toda la vida de Jesús, desde María hasta la resurrección, para abrirnos también a nosotros un espacio en su intimidad. Ni el Padre es egoísta ni el Hijo celoso. De ellos brota el Espíritu de amor que disipa en nosotros la sensación de orfandad que nos hace aferrarnos a la vida de cualquier manera, haciendo ídolos de personas, sacralizando la propia acción o reclamando atenciones desmesuradas. En la intimidad del Padre los hijos no tienen derecho a nada. Nada les falta, abundan en todo. Son libres. Juegan. Ni mendigan ni exigen, simplemente son. Son señores de la vida y de la muerte, como Jesús. Y, como Jesús, misioneros de la paternidad de Dios por el mundo.

Hablamos del misterio, hablamos con atrevimiento. ¡Quién conoce la intimidad entre Jesús y su Padre! Pero no podríamos callar pues el misterio de Jesús, el misterio de Dios es el misterio del amor. No un secreto revelado a los sabios. No los vericuetos oscuros del alma de una divinidad sentimental y ofendible. Tampoco una suprema fuerza sideral autónoma, autista e impersonal. Hablamos de una gratuidad tan incomprensible que trasciende el negocio humano, los cálculos políticos, el regateo con de la gracia, la sectarización de la Iglesia; se trata de un amor que “hacia adentro” es insobornable y “hacia afuera” manirroto. Su enigma es tan sencillo como una buena noticia que urge anunciar a los pequeños y los humildes.

El acceso a la intimidad entre Jesús y su Padre, en vez de encerrarnos en el pietismo individualista de esta época nos lanza de nuevo al mundo para verificar en el mundo la vocación común de hijos e hijas de Dios. No son las diferencias de raza, ideología, cultura o religión las diferencias principales. Desde los orígenes de la humanidad venimos repitiendo la discordia de Caín y Abel. Somos enemigos, pero estamos llamados a ser hermanos. Lo somos por vocación, no lo somos por historia. Jesús es nuestro hermano mayor pero, para ser precisos, queremos que lo sea. El Espíritu cultiva en nosotros el amor que nos hace mirar con indulgencia a los que nos dañaron. El Espíritu nos llena de coraje para luchar por la verdad y la justicia. El Espíritu nos hermanará. Entenderemos entonces que Jesús no vino a quitar la vida a sus enemigos, sino a dársela. Ese día el legislador abolirá la pena de muerte, porque comprenderá que el amor de Dios incluye la clemencia y excluye la venganza.

¡Venga a nosotros tu reino!, rezamos en la intimidad al Padre, su Hijo y sus hijos. El reino de justicia y misericordia es el hogar de los hermanos, nuestra misión y la tierra prometida.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

Aparición y renuncia de María Magdalena

Las últimas dos semanas, en las faldas de los Andes, se ha estado apareciendo Santa María Magdalena. Dicen. La afluencia de público crece. Las señales indican que puede tratarse efectivamente de una aparición. ¿Será cierto?

            Han registrado su voz:

            – “Por años me han confundido con una prostituta y yo no he sido nunca prostituta. No tengo nada contra el gremio, pero si cada una carga con su pecado, ¿por qué tengo yo que cargar con semejante fama? Sepan Ustedes que Gregorio el Grande me confundió con la mujer pública de Magdala, siendo yo la discípula más cercana a Jesús, y por culpa del Papa una generación tras otra me ha venerado en todos las mancebías del planeta”.

            – “Dirán Ustedes: ‘Qué viene a aparecerse ésta ahora’. No quiero que se me interprete mal. Como a mi Señor, me duele que haya mujeres que tengan que ganarse la vida así. ¿No lo hacen por sus padres y sus hijos? Ellas merecen todo mi respeto. Pero, mi historia es muy distinta. Jesús echó de mí siete demonios que eran un cúmulo de enfermedades y no de pecados. Desde entonces, encantada de Jesús, lo seguí y lo auxilié, y tal como muchas otras mujeres me hice discípula suya. Mi honor mayor es haber sido la primera testigo de la resurrección. Por eso Tomás de Aquino me llamó ‘la apóstol de los apóstoles’. ¡Cómo no voy a querer más a los teólogos que a los papas!”

            – “¿Que por qué hablo ahora y no lo hice antes? ¡Si lo he hecho tantas veces…! Pero nadie cree en mis apariciones. Yo, discípula y apóstol, proclamo el Evangelio a los que se escandalizan de Jesús. Por esta razón es que hablo en épocas farisaicas como ésta, en que los dichos del día son contrarios de los de la noche. ¿Se ruborizan de mis palabras? ¿Pero a quién se pretende engañar? Aún más, ¿acaso ningún hombre, en ninguna ocasión, recibió de una buscona cariño verdadero? Peores que estas mujeres son los que hoy por doquier escalan posiciones o conservan sus puestos, al precio de su dignidad”.

            – “No, yo no soy una pecadora pública, aunque en el grupo de los discípulos había varias. Tantas, que a Jesús le consideraban amigo de publicanos, borrachos y prostitutas. No es que el Señor estuviera de acuerdo con la venta de sexo. Ya en el antiguo Israel Dios llamó a su pueblo ‘ramera’ para repudiar su infidelidad que, en su caso, era idolatría. Hoy también se prostituye el nombre de Dios cuando se lo usa para asegurarse el futuro, en vez de confiar en él y buscar su voluntad. ¡Uf!, cuán frecuente se manipula a Dios para que realice negocios, para mejorar el status o para purificar las conciencias de pecados que no son los verdaderos pecados. ¡Ay de los que tienen demasiado claro el camino! ¡Benditos los que buscan, porque encontrarán!”

            – “Así lo ha hecho la Iglesia, sus santos. A Ignacio de Loyola se le vio por las calzadas de Roma acarreando una mujerzuela a casa de una gran señora que le daría un oficio decente. San Ignacio, a imitación de santos anónimos, fundó una casa que ubicaba marido o colocaba en un convento a mujeres en peligro”.

            – “Este fue el amor de Jesús. Jesús envalentonó a esa pajarita de Magdala a invadir una casa ajena, para arrojarse y llorar sobre él, besarlo como nunca había besado a un hombre, acariciarle sus pies y ungírselos con perfume. Jesús, conmovido, la consoló de sus penas y pecados. Simón, dueño de casa y anfitrión del Señor, no entendió nada. Tenía las cosas muy claras, demasiado. También yo me aferré a Jesús y quise retenerlo resucitado, lo abracé, besé sus pies y lloré sobre ellos de pura alegría. ¿Cómo no estrecharlo con pasión, habiéndolo yo misma sepultado?”

            – “Vean que no tengo nada contra el gremio. Tampoco he venido a salvar mi imagen. Me he expresado mal: ¡disculpen! Pero la honestidad con mi historia y con ustedes mismas -dirigiéndose a las que escuchaban con mayor atención-, es saludable para todas. Vamos al grano. He venido a poner a su disposición mi oficio de ‘patrona’. ¿Cómo podría yo representarlas, interceder por ustedes, si yo misma no he experimentado en carne propia la vergüenza de la calle? Los negros tienen patronos negros, los ricos patronos ricos. Yo carezco de toda autoridad para representarlas. Pero, ya que he ejercido por tanto tiempo el cargo, habiendo sido también yo amiga de Jesús, con humildad me ofrezco como su “patrona adoptiva”. ¿Les parece? Un oficio ajeno se hace con cariño. ¿Podría ser su ‘patrona’, al menos mientras encuentren otra mejor?

            Esto es todo lo que la grabadora de un curioso devoto pudo registrar, hasta que se le agotaron las pilas. Las alocuciones se han repetido, prácticamente en los mismos términos. Pero no todos las creen verdaderas. ¿Serán ciertas? Los teólogos son escépticos. Los evangélicos no quieren oír hablar de apariciones. El sindicato se ha serenado y aceptaría una “patrona interina”. Los pastores, que tienen un corazón grande, están inclinados a aprobar algunas rarezas que filtren la ternura de Dios.

La humanidad de Jesús

Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano. Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como sólo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad  y a otros, que un hombre como él pueda ser divino.

            Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a  la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no menoscaba la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.

La psicología de Jesús

            Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su psicología divina, pero Jesús sólo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo.

            Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible e ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.

            Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, aquello que en virtud de su personalidad divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad última era divina y no meramente humana. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata”, para decir que Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su unidad sustancial con Dios). De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente; el niño en la cuna aún no tiene cómo decir lo que le pasa pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.

            Además del anterior, los teólogos admiten en Cristo un «conocimiento infuso», parecido al de los profetas y los grandes visionarios. Este ha permitido a Jesús comprender las Escrituras, el plan divino de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión redentora y reveladora.

            Por último, como es de suponer, ha de reconocerse en Cristo un «conocimiento adquirido». Por éste cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Lc 5, 8).

            Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice:  “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. En el año 600 el papa Gregorio Magno, sin embargo, prohibió afirmar una ignorancia privativa en Cristo, es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y su designio de salvación.

            A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

            El concilio de Constantinopla III (años 680/681) definió que su naturaleza humana es íntegra, y que se adecua armónicamente a las exigencias de la divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.

            El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).

            El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación. Aunque la tentación de Jesús no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia, la Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas como aquella con que Pedro invita a Jesús al triunfo sin la cruz (Mc 8,31-33; cf. Mt 4, 1-11), ya la de Getsemaní (Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.

            ¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del bien. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de  “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de todas aquellas cosas que nos esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión; de aquí que haya sido tentado. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa.  Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.

La misericordia de Jesús

            Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón no sólo de la divinidad del hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

            En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es muy “humano” por su cercanía a las personas, su trato cordial, su capacidad de comprender y perdonar. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa “ser humano”.

            Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este reino fueron los pobres y los pecadores.

            Jesús predicó el reino a los pobres (Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Mt 5, 43-48).

            Jesús también ofreció el reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (Jn 8, 1-11) o ¡la cambia!, si se ha vuelto inhumana (Mt 19, 1-9).

            Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres.

            Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella y disipar su dolor sin compartir su dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un pobre, inaugura el reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último llamado al arrepentimiento.

            El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos  de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte «era necesaria» (Lc 24, 26), es decir, inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho contingente. Esta muerte era necesaria porque Dios Padre quiso amar a la humanidad con un amor tan grande como el amor por su propio Hijo; necesaria, porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la orfandad atroz del infierno, con la sola esperanza en que el Dios de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la perfección humana auténtica se expresa en la cruz y en la cruz germina como resurrección.

            Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros; no sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad, ahora liberada de la inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte, y con nuestra lucha.

Conclusión

            No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, ha entrado Dios en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe herética.

            Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana ni tampoco que Dios es inocente del sufrimiento de la humanidad. Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente, quién es el hombre y cuál es su destino. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de los que la oprimen.

            Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Sólo discerniendo el camino de Jesús en el Espíritu será posible reconocer en el hombre de Nazaret al Señor resucitado y al Hijo de Dios.

            Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá en este mundo deshumanizado para creer que Dios es bueno, sólo bueno, y que nos ama.

Anexo: JESÚS, HOMBRE DIVINO Y DIOS HUMANO

 

            Desde antiguo en la historia de la teología la llamada tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre divino, destaca el aspecto meritorio que tiene la adhesión humana libre de Jesús al plan redentor de su Padre, descartando en él la omniciencia (saberlo todo), así como el recurso a facultades fabulosas “extra-humanas” u omnipotencia (poderlo todo). Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en algún aspecto de humanidad (instinto, razón, libertad, historicidad) ese aspecto quedará sin redención. Su divinidad no puede anular o eximir el ejercicio de esta humanidad.

            La tradición antioquena se desvía de la fe, sin embargo, cuando postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre Jesús, sin ser Él propiamente Dios, se une a Dios por una pura decisión libre. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a Jesucristo,  como sucede con algunas versiones cinematográficas contemporáneas, se le adjudican pecados o  concupiscencia para hacerlo más semejante a nosotros.

            La tradición alejandrina, por el contrario, destaca el otro gran criterio teológico, el carácter divino de Jesús: Jesús es un Dios humano. Si Jesús no fuera Dios, de nada serviría que asumiera la humanidad, ya que sólo Dios puede con la salvación del hombre. En consecuencia, esta escuela teológica no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su divinidad, un Cristo ignorante de su identidad y misión trascendentes o un Cristo pecador.

            La desviación de la tradición alejandrina consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que compiten entre sí. El “monofisismo”, herejía contraria al «nestorianismo», tiende a negar en Jesús una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente, cualquier indicio de ignorancia y a veces incluso de sufrimiento. En este caso el hombre Jesús es una especie de «superhombre» o una pura marioneta en las manos de Dios.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese

Me referiré al Jesús de la película de Scorsese, es decir, ni exactamente al Jesús del libro de Niko Kazantzakis La última tentación de Cristo en el que se basa, ni necesariamente a la imagen de Cristo personal de Scorsese. Asumo otra regla interpretativa: la intención de Scorsese no es catequética, como tampoco lo ha sido la de Kazantzakis, sino artística. Es legítimo recrear la vida de Cristo, también los artistas deben hacerlo. Aunque en este caso hay que advertir desfiguraciones teológicas menores y mayores. Además de los reparos que se señalarán en adelante, resulta odioso, por ejemplo, que Pedro aparezca como un pelele y la Virgen como una más entre las madres posesivas.

La intención de este artículo es presentar y juzgar teológicamente el film. Al hacerlo, en un primer momento, me detengo en el Jesús de la Iglesia con el objeto de ofrecer a los lectores un marco fundamental de juicio que les permita discernir en esta película u otras realizaciones artísticas parecidas el valor teológico de cada una de ellas. A nadie pido que vea el film, pero si se interesa por él espero ayudarle a comprenderlo críticamente.

El Jesús de la Iglesia

 

            ¿Qué enseña la Iglesia sobre la identidad y sobre la humanidad de Cristo? ¿Cuál es su doctrina acerca de la psicología humana del Hijo de Dios? En la teología cristiana hay fundamentalmente dos modos de concebir a Jesucristo: para la tradición alejandrina, Jesús es un Dios humano; para la tradición antioquena Jesús es un hombre divino. Ambos enfoques son legítimos en la medida que conceden a Jesús enteramente, y no en parte, la divinidad y la humanidad. La tradición alejandrina subraya que la salvación es posible en cuanto la actuación humana de Jesús refleja el querer y el poder de Dios. La tradición antioquena, en cambio, enfatiza que Dios ha podido la salvación con la actuación y la libertad humana auténtica de Jesús. La postura antioquena cae en la herejía “nestoriana” cuando hace pensar que la unidad de Cristo proviene de la concurrencia en Él de dos sujetos, el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret, y especialmente cuando por hacer a Cristo más parecido a nosotros le concede la posibilidad de pecar. La postura alejandrina, por su parte, se transforma en herejía “monofisita” cuando al privilegiar la unidad del Hijo de Dios hecho hombre menoscaba en algún sentido su humanidad, en particular su adhesión libre a la voluntad de su Padre.

            La regla de oro en la concepción de Jesucristo consiste en creer que el Hijo de Dios es igual a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4,15). La dificultad, empero, crece en la medida que se busca aclarar cómo se articula en Él su conocimiento y libertad humanas con su conocimiento y libertad divinas. Contra quienes sostenían que en Jesucristo sólo hay un actividad y una voluntad divinas, las del Hijo de Dios, pues de esta manera se pensaba preservar la imposibilidad en Él del pecado, la Iglesia definió que en Jesús hay también una actividad y voluntad humanas, sujetas perfectamente a la actuación y al querer de Dios. En otras palabras, en su existencia terrena, “kenótica”, limitada y no “gloriosa”, Jesús comparte nuestra historicidad. Es decir, que las limitaciones de espacio y tiempo afectan realmente y no en apariencia el desempeño de su libertad y, por extensión, su conocimiento (Mc 13,32 y Mt 26,36-46). Pero no es necesario otorgar pecado a Jesús para hacerlo más humano, porque lo que se ha revelado en Cristo es precisamente que el pecado no forma parte de nuestra naturaleza, sino que es el principio exacto de su corrupción. “Por nosotros”, Jesús ha sido “uno con nosotros” incluso en el pecado, pero sufriéndolo, jamás causándolo.

            Por su unión perfecta con su Padre Jesús se supo humanamente el Hijo de Dios, llegó a conocer sin error su misión, gozó de una sabiduría y bondad incomparables y fue inocente, careció por completo de pecado. Sin embargo, Jesús experimentó la tentación (Hb 4,15; Mt 4,1-11; Mc 8,31-33). No una tentación como la nuestra teñida de concupiscencia, este efecto del pecado que mueve a pecar de nuevo. Jesús experimentó la angustia de tener que elegir entre un bien verdadero y otro aparente. Si es posible registrar una última tentación de Cristo, la Escritura afirma que ésta tuvo lugar en Getsemaní y que Jesús la venció diciendo a su Padre: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Jesús no pecó, pero ¿pudo hacerlo? De ninguna manera:  Jesús vivió absorto en la misión de su Padre, la liberación amorosa de la humanidad del pecado y de la muerte.

            De la sexualidad de Jesús poco nos habla la Escritura. Sabemos que fue célibe por consagrarse enteramente al advenimiento del Reino. Si aplicamos los principios explicados anteriormente al campo de su sexualidad, podemos imaginar que en el caso de Jesús su integración psicológica y afectiva ha sido lograda en plenitud. Jesús no sólo fue hombre, fue más hombre que cualquiera. ¿Tuvo una sexualidad como la nuestra? Por supuesto. Pero la ejerció de un modo radical y bastante distinto a como lo hacemos nosotros. Para amar a todos personal y radicalmente, Jesús eligió no hacer nido en parte alguna. “El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”, decía de sí mismo, no porque le tuviera miedo al sexo o el sexo le pareciera pecado, sino porque su entrega a los demás no podía sino ser total. Jesús no pecó, pero tampoco pudo entrar en relaciones sentimentales que menoscabaran su pasión por rescatar a la humanidad del egocentrismo y la egolatría.

La vida como misterio de Dios

 

A la luz del Jesús de la Iglesia, analicemos ahora la película. El escenario de ésta es teológico. El film se abre con Jesús colaborando con los romanos en la crucifixión de los galileos y se cierra con su propia crucifixión. Entre el Jesús obligado a crucificar a los suyos y el Mesías que se somete a su Padre en su propia cruz, se da en Él mismo todo un proceso de conversión a Dios, una lucha agónica por alcanzarlo.

Para Kazantzakis la vida es una lucha entre la carne y el espíritu, lo natural y lo sobrenatural, esta vida y el cielo, el Demonio y Dios. El hombre, el hombre Jesús en especial, es el campo de batalla. No existe tregua ni neutralidad: Jesús es llamado incesantemente a cumplir la voluntad salvífica de Dios contra los engaños del Tentador.  El designio de Dios se impondrá de un modo inexorable, pero no contra la libertad humana, sino queriendo humanamente la redención.

 

La salvación consiste en trascender de este mundo al de Dios. Da la impresión que Kazantzakis desprecia la carne lisa y llanamente como un gnóstico vulgar. Este mundo, la carne, el mero hecho de ser humano, es ocasión de tentación. Jesús procura la salvación del alma, no la del cuerpo ni de las estructuras sociales. El Demonio arguye alabando la bondad de todas las cosas,  la posibilidad de una familia,  incluso la bondad de Dios. Pero este desprecio del mundo no es tampoco absoluto. En el huerto alaba a su Padre por ambos mundos. Dios, sin embargo, lo llama a renunciar al terreno, a rehusar a sus más legítimas inclinaciones naturales, para abocarse exclusivamente a la salvación de la humanidad.

Dios Padre es trascendente, pero patético. Cruel, si no fuera porque efectivamente quiere la salvación de la humanidad. No se comunica como lo hacen los hombres. Mientras el Demonio habla a Jesús con una claridad cartesiana, Dios le explica las cosas de a poco, con voces extrañas y sombras, sin suprimir en Él la necesidad de discernir la verdad de la mentira. En la película no existen las “teofanías” del Nuevo Testamento (bautismo y transfiguración). Dios y su intención redentora por la vía de la cruz, son un misterio inescrutable y opaco. Dios es un misterio, el hombre es un misterio. La identidad de los principales personajes de este drama está por ser develada, resuelta en su ambigüedad divino/satánica: “¿Quién eres?”, se preguntan unos a otros.

El Jesús de la película

 

El Jesús de esta película es tan humano que no parece que sea divino. Pero, por otra parte, está tan absorto en el querer de su Padre que lo percibimos distinto de sus contemporáneos, en conexión mística continua con la presencia o la ausencia de Dios.

            Esta interpretación de Cristo pertenece a la tradición del hombre divino. ¿Concede a Jesús identidad divina? No la niega. Todo el énfasis teológico está puesto en la cruz y no en la Encarnación. Pero si no afirma explícitamente la divinidad de Jesús, hay varios episodios que parecen suponerla: Jesús obra milagros fabulosos como la resurrección de Lázaro, utiliza el pronombre “yo”  como sólo Yahvé hizo en el Antiguo Testamento, cuando lo interrogan por Dios en el Templo dice: “Yo estoy aquí”. Y en una escena bastante torpe se saca y ofrece el corazón, como el Cristo de la devoción moderna.

En este Jesús impresiona la tenacidad de un hombre timorato por cumplir la voluntad de Dios. Experimenta el miedo, la confusión, la ignorancia, el error y la duda sobre cosas no menores, sino sobre su identidad, sobre Dios y sobre su misión. ¿Es posible admitir tanta carencia? La cruz lo estremece, no entiende por qué Dios se la pide a Él, por qué lo persigue. Tampoco comprende cómo ella operará la salvación y, sin embargo, existe en Jesús una convicción profunda de que Dios ha hecho depender de la cruz su suerte y la de la humanidad. Hay en Él un conocimiento incondicionado de su Padre, “Dios me ama, sé que me ama”, que el dolor insoportable de la cruz no logra anular, sino que pervive a las pruebas, jalándolo desde el futuro de un cielo prometido pero todavía ignoto y oscuro.

Aunque llama la atención por su extraordinaria bondad, Jesús se considera a sí mismo un pecador. Al comienzo hace cruces para crucificar a su propia gente. ¿Por qué? Ni Él mismo lo sabe bien: ¿para desviar su misión de mesías en otros?, ¿para ganarse el odio (¿el amor?) de Dios? La cruz se ha apoderado de su conciencia, pero aún no logra discernir cómo ha de habérsela con ella. Reconoce no decir la verdad, su hipocresía, su orgullo por no consentir a las tentaciones sexuales.  Todo se resume en el miedo: “Mi dios es el miedo”. Pero es conmovedor contemplar a un hombre miedoso y débil luchar y vencer el miedo por alcanzar a un Dios que está más allá del miedo.

En suma, si Kazantzakis no descarta la divinidad de Jesús y, por otra parte, le otorga pecado, su Cristo es una rareza: ¿cómo podría el Salvador salvarnos si Él mismo necesita salvación?

La salvación por la cruz

 

Toda la salvación se concentra en la cruz. La cruz domina absolutamente la vida de Jesús y, mediante Jesús, obliga a determinarse a todos los que lo rodean. Tan acentuada está su importancia, que la vida de Jesús y la vida humana en general parecen absurdas. La cruz es un misterio en sentido estricto: irracional porque enfatiza la ausencia de razón para el sufrimiento y salvífica porque querida.

Su muerte es tres veces querida: por su Padre, por Jesús y por las autoridades de su tiempo coludidas con la chusma y asistida por Judas. Jesús querrá como un pobre hombre, dramáticamente tentado, lo mismo que su Padre: la salvación de la humanidad. Sin embargo, los responsables históricos inmediatos de la condena de Jesús son los defraudados del “mundo de Dios” (el reinado de Dios) que Él ofrece universalmente, a condición de trascender de este mundo tentador.

En un escenario histórico y teológico no neutral, disputado palmo a palmo entre Dios y el Demonio, la cruz de Jesús es consecuencia de su predicación del “mundo de Dios” que se cumple de tres modos. Al principio Jesús anuncia el amor y la misericordia de Dios; luego toma del Bautista el “hacha” que representa el juicio de Dios al mundo endemoniado (presente en los enfermos, los ricos y el Templo);  por último, le es revelado en sueños y mediante los estigmas de la cruz que ni la acción benéfica en favor de la humanidad ni la acción beligerante contra el pecado bastan, pues el auténtico Mesías es el Siervo Sufriente de Isaías,  el Cordero, que erradica el mal del mundo y trae el perdón, porque carga con el sufrimiento hasta la muerte.

 

La actuación de Judas es desfigurada de un modo genial. Ella se ubica en el plano de la Providencia. Al principio, Judas aparece como el zelota que intenta persuadir a Jesús con la rebelión violenta contra Roma. Judas es fuerte, Jesús es débil. Pero Jesús no cede a Judas y Judas sí cede a Jesús. Judas, discípulo de Jesús,  jura asesinarlo si éste se desvía del mesianismo que él  tiene en mente (“te seguiré hasta que entienda”). Cuando se hace manifiesto que el mesianismo de Jesús es el del Siervo sufriente, Jesús cobra a Judas la palabra. Así como Jesús jamás habría podido traicionar a su Padre, Judas no podrá traicionar la palabra dada a su Maestro: lo traiciona entregándolo a sus asesinos y quiere también él la muerte redentora del mesías.

La cruz sería del todo insensata, sin embargo, en el caso que no hubiera resurrección. Poco se dice de la resurrección. Pero se la insinúa. Se dice que lo primero es el dolor hasta la sangre, y luego será el cielo. Dentro del delirio de la “última tentación” Jesús combatirá a un San Pablo que proclama la resurrección de Jesús sin tener cuenta de las penalidades de su vida. Crucificado, Jesús dirá a su Padre: “Quiero morir y resucitar” .

            Aunque la cruz es resultado de decisiones libres, ella se impone a los protagonistas con la necesidad de una tragedia que excluye cualquier otra posibilidad.

La última tentación

 

En el momento “crucial” Jesús no peca. Crucificado, este Jesús tal vez no habría podido zafarse y volverse a su casa, pero sí maldecir a su Padre por la cruz y abdicar interiormente de ser el Cristo.

La última tentación llega en el momento más importante, cuando Jesús sufre la debilidad al máximo. Pero esta última tentación supone las primeras, toda una vida bajo tentación. María Magdalena lo tentó con un amor matrimonial que culminaría una amistad de niñez. Jesús optó por Dios. Lo mismo sucede con María de Betania. María su madre lo tentó como buena madre a que volviera con ella. “No tengo familia”, le dice. “Mi Padre está en los cielos”. En otros momentos Jesús pedirá perdón a la Magdalena y a su Madre por no poder consentir a deseos tan naturales. Pide perdón por pecados que no parecen tales. Se culpa a sí mismo y exculpa a Dios. Las tentaciones del Demonio en el desierto (familia, poder, divinidad) desembocan en la última. El Demonio había prometido volver. A los pies de la cruz, haciéndose pasar por “el ángel de la guarda”, una niña luminosa y dulce que habla por Dios, que aclara sus dudas y le allana el camino, lo invita a descender. Le miente con la Escritura, le recuerda que Dios libró a Isaac de las manos de Abraham, su padre, para hacer creer a Jesús que ya ha sufrido bastante, que Dios no quiere que Él sea el Mesías, que no hay necesidad de sacrificio: “Dios te dio la vida”.

En justicia con la película, es imperativo distinguir en este momento la representación de la tentación de su aceptación o rechazo. La conciencia de Jesús se despliega justo cuando está a punto de comportarse como el Mesías y el Hijo,  y el Demonio penetra en ella para hacerlo fracasar. El Demonio cuenta a Jesús una historia, la que efectivamente repercute en su interior engañándolo y confundiéndolo una vez más. Le hace contemplar la belleza de la creación. Le hace asistir a su propio matrimonio con María Magdalena. Una escena sexual provoca los sentimientos de los espectadores cristianos, constituyendo el principal motivo de escándalo del film. El delirio se ha apoderado de la mente de Jesús. Pero no parece que, sea el caso de su unión con la Magdalena, con Marta y con su hermana María, y de los hijos que decoran al Jesús que envejece con tranquilidad, consista directamente en una tentación sexual grotesca, sino en que Jesús deje su misión de Mesías por una vida “natural”, apacible y normal.

Entonces irrumpe en la conciencia de Jesús su  historia más auténtica, sus discípulos y Judas. Judas que ha cumplido su parte exige que Jesús cumpla la suya. Pide cuentas: “Tu lugar es la cruz” , “me rompiste el corazón”, “¿por qué no te crucificaron?”. Jesús señala al ángel. Judas revela a Jesús que la verdadera identidad del ángel es la del Demonio. De aquí en adelante Jesús emerge a la realidad con una oración estremecedora: “Padre, ¿me escuchas? ¿estás allí? ¿escuchas a tu hijo egoísta e infiel? Me resistí cuando llamaste. Creí saber más. No quise ser tu hijo. Perdón. Luché sin suficiente fuerza. Padre… dame tu mano. ¡Quiero traer la salvación! ¡Perdóname! ¡Da un festín! ¡Recíbeme! ¡Quiero ser tu hijo! ¡Quiero pagar el precio! ¡Quiero ser crucificado y resucitar! ¡Quiero ser el Mesías!”

Jesús no consiente a la última tentación. Con alivio extraordinario, dice sonriendo de alegría: “Se ha cumplido”, y muere.

            El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese ha sido clasificada por los expertos entre los films “escándalo”. Que esta interpretación de Cristo se aparte de la letra los textos revelados no constituye el problema principal. También los místicos meten en sus contemplaciones historias de su propia cosecha. También Jesús Christ Super Star y el Jesús proletario de Pasolini son interpretación, no copia literal de los Evangelios, y no por ello dejan de estremecernos e incluso de estimular nuestra fe en Cristo. No hay que excluir que la historia del Jesús de la película que analizamos despierte en el espectador atento, además de indignación, sentimientos de piedad humana y religiosa. Que la película enfatice la tentabilidad de Jesús a lo largo de toda su vida es su mérito. Lo hace muy parecido a nosotros. Pero, para enseñarnos que Él es el Salvador no basta con que haya vencido la última y todas las tentaciones preliminares, sino que su tentación no se contamine como la nuestra con el pecado o la concupiscencia, porque el Salvador es inocente en todo y no a medias.

Un futuro para el cristianismo

Se presiente. La humanidad entra a una nueva era. ¿Será una era cristiana? Dos mil años de cristianismo son sin duda una razón de celebración, aunque no exenta de graves objeciones. Amén de superar las ambigüedades del pasado, el cristianismo del tercer milenio deberá enfrentar nuevos desafíos. ¿Tendrá la fe en Cristo un lugar relevante en el futuro de la humanidad?

Los que se han asomado a Internet pueden intuir que las posibilidades ofrecidas son fabulosas. Si sumamos los cambios de la cibernética a los que traerá el Genoma humano, ¿cuán diferentes llegaremos a ser? Del Genoma humano se espera el remedio de enfermedades penosísimas.  Pero, ¿cabe la posibilidad de alterar lo que los filósofos llaman la “esencia” o “naturaleza” del hombre? De la conversión de los conocimientos físicos en tecnología, dicen, se esperan transformaciones tan espectaculares como las anteriores. Nunca, sin embargo, hay que ser ingenuos: los que impulsan los nuevos inventos son los mismos que concentran el poder y la riqueza en todo el mundo. La exclusión de las mayorías aumenta de modo escalofriante: mientras el quinto de la población mundial más rico dispone del 80% de los recursos, el quinto más pobre no junta más que el 0,5%. Renovados discursos sobre la libertad esconden y reciclan la esclavitud bajo nuevas figuras.

También en el plano del espíritu hay novedades. La New Age como un movimiento o una inquietud espiritual de masas, aunque se apropie el nombre, es sólo otro aspecto de la nueva era. Occidente expande el triunfo no despreciable de la libertad de conciencia y del pluralismo religioso. La globalización, entre otras cosas, consiste en una influencia mundial y recíproca de una infinidad de creencias distintas. Abunda la literatura esotérica, proliferan los grupos religiosos y las jerarquías eclesiales pierden control sobre sus fieles. Asistimos al libre mercado de la salvación. Cada uno elige lo que le sirve y deja lo que le estorba: los hedonistas optan por medios cómodos, los masoquistas por los cilicios o la ley sin interpretación. Si alguna importancia tendrá la religiosidad en la nueva era, no es claro que la tenga como un paso adelante.

No es obvio que la humanidad progrese por el mero paso de los años. Tampoco es cuestión de perfeccionar los medios, la ciencia y la tecnología, si no se acierta en los fines. En el siglo pasado hubo regresiones atroces. Got mit uns, Dios con nosotros, se leía en las hebillas de los cinturones de los soldados nazis. Tampoco es cierto que todo tiempo pasado haya sido mejor. El Papa ha pedido perdón por la Inquisición. No porque en la actualidad haya ebullición mística la invocación de Dios es, de hecho, benéfica. A Dios se lo ha usado para todo. A futuro, más que nunca nos veremos obligados a distinguir por nosotros mismos lo que viene de Dios y nos mejora, del kitsch religioso, la infantilización piadosa de la conciencia, el servicio personal a los caprichos de un gurú y tantas otras baratijas que ofrecen divinidad para tomar y llevar.

En estos tiempos nuevos, ante los nuevos sucedáneos de humanización y de divinización, ¿es Jesucristo todavía, entre tanta pista falsa, una pista segura para elegir correctamente? ¿Habrá tercer milenio? Si Cristo no sirve para elegir el bien, para aguantar el dolor lo más posible, para alcanzar el perdón, para encarar la muerte con dignidad y esperar un mundo reconciliado y mejor, no será Salvador de nadie ni merecerá reconocimiento auténtico alguno. En cualquier caso y en este particular, la pregunta, se ve, depende ya de la respuesta. No todos entienden lo mismo por “salvación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, dice San Pablo. De muchos modos se ha llamado a la salvación cristiana: redención, iluminación, justificación, reconciliación, etc.. Llamarla libertad o liberación tiene antigua tradición teológica y facilita su inteligibilidad en el presente. Hoy, como antaño, entre las ofertas de salvación trascendentes unas oxigenan la vida terrena y otras la asfixian. La pregunta por la vigencia de Jesucristo proviene de la convicción de que sí, de que hay un tipo de salvación tan buena, la libertad cristiana, que se la puede compartir a lo largo de los siglos. El asunto es cómo. ¿Cómo Jesucristo es concepto de libertad y no de opresión? Segundo, ¿cómo es posible verificar la libertad de Cristo en una época cada vez más liberal y cada vez  menos solidaria?

Noción de Cristo

 

El cómo tiene dos pasos. Un paso depende de la noción que tengamos de Cristo. Si con Dios los hombres suelen avalar cualquier cosa, con Cristo lo mismo. El futuro del cristianismo depende de una idea correcta de Cristo. Y, en un segundo paso pero tan fundamental como éste, el futuro del cristianismo depende de la identificación de los cristianos con la persona de Jesús y de su fidelidad a su misión trascendente.

La noción de Cristo proviene de dos datos principales que, más allá del lenguaje arcaico en que se expresan, persiguen el modo en que un hombre puede llegar a ser sí mismo en plenitud. Son datos revelados, esto es, axiomas de la fe irreductibles a experimentos positivistas, parecidos a las convicciones sobre el origen y sobre el fin conscientes o inconscientes que orientan a cualquier mortal en su vida. Estos son, uno la Encarnación del Hijo de Dios y otro, el Misterio Pascual.

De acuerdo al dogma de la Encarnación, la fe cristiana sostiene que en Cristo el Absoluto se identificó en un hombre, que nunca Dios se dio tan por entero como en Jesús. Este dogma de la fe debiera corregir el modo de pensar de los que opinan que entre Dios y la humanidad hay una oposición de principio, sea aquellos que optan por la humanidad porque no logran ver la compatibilidad, sea los que profesan que para acceder a Dios hay que dejar de ser hombres, evadirse, evaporarse, reencarnarse en otros seres, todo lo cual suele traducirse en sometimiento al tirano de turno o a los designios paralizantes del Zodiaco. Que Jesús sea el Hijo de Dios quiere decir que Dios no compite contra nosotros sino con nosotros, que Jesús es Dios de parte nuestra. Pero como uno de los nuestros, igual a nosotros, sin trampas. No como un “superman” al que la policía puede encargarle tareas imposibles al común de los mortales. Las Escrituras Sagradas enseñan que el omnipotente se hizo impotente, que el omnisciente llegó a ignorar incluso el día del juicio final; aun cuando haya textos de la misma Escritura que, por destacar la sublimidad de Jesús, nos juegan malas pasadas, como por ejemplo, “la tempestad calmada”. Jesús cumplió su misión sin magia, como nosotros, con fatiga e incertidumbre del futuro. Los grandes concilios dogmáticos de la antigüedad vetaron la idea griega de que Dios fuera inconmovible ante el sufrimiento por una parte y, por otra, prohibieron creer que Jesús hubiese sido dotado de poderes extra-humanos, en virtud de los cuales en cualquier momento de su vida terrena hubiera podido actuar de acuerdo a su divinidad “bypaseando” a su limitada humanidad. La diferencia de Jesús con nosotros no fue percibida en su exceso de divinidad, sino de humanidad: consistió en la libertad radical del hombre que, sabiéndose el Hijo amado incondicionalmente por Dios, entregó la vida para combatir el mal sin negociar con el mal. La diferencia estuvo en la libertad de Jesús, en su autenticidad, autoridad diría el Nuevo Testamento.

La noción de Cristo se perfecciona en el Misterio Pascual. En el hecho de su cruz y de su resurrección de la muerte, la Iglesia antigua descubrió que Jesús había sido igual a nosotros en todo, pero no en el pecado. Si la Encarnación destaca la semejanza de Dios con nosotros, el Misterio Pascual marca la desemejanza. Si en la cruz la inhumanidad de los hombres revela la crueldad al máximo, es porque en ella Jesús se muestra todavía más humano que nosotros. En Cristo Dios no se identifica con la humanidad sin más, sino con las víctimas. Es a los que lloran, los hambrientos, los jornaleros, las mujeres, los extranjeros, los paralíticos, los ciegos, los locos, los endemoniados, los inútiles y los marginados, que Jesús trae la alegría liberadora del Reino. El dolor de Jesús es el dolor de los pobres. Su lugar, el de los pobres. Su vergüenza, la de los pobres. Jesús toma parte del mysterium iniquitatis no como causa, sino como víctima inocente, solidaria con la inmensa mayoría de las víctimas del abuso de la libertad. Con el resto de la humanidad Jesús se identifica en cuanto pecadora: la culpa de los opresores es la culpa de Jesús. En la cruz el inocente parece culpable. A Jesús lo tratan como parece normal tratar a un culpable, destruyéndolo. Pero Jesús no hace pasar a otros la maldición que padece, no busca venganza: exculpa, sufre y bendice. Lo que nadie vio, lo que sólo después se aclaró, es que la cruz era el sentido de la libertad: nadie es más libre que el que perdona a sus enemigos y también por ellos da la vida. “En la luz asumí su oscuridad y mi batalla fue por sus dolores”, dice Neruda de su hermano, “del hombre que me amó sin encontrar otro modo de hablarme sino herirme”. Si este poema no lo inspiró la fe cristiana, ilumina en buena medida lo más grande y lo más difícil de explicar de todo el cristianismo.

Que Dios no compite contra la humanidad sino con la humanidad, es lo que captaron los testigos de la resurrección de Jesús. Los primeros discípulos no pudieron expresar más que con ingenio poético la experiencia de una certeza inequívoca: Dios no abandona a las víctimas. La Pascua fue para ellos el quicio de la libertad de Cristo: la culminación de la libertad de Jesús en la cruz y el comienzo de su propia liberación de toda forma de esclavitud. Se hicieron valientes, desafiaron a la religiosidad del temor, entendieron algo de veras novedoso: que Dios no necesita que le hagan sacrificios humanos para amar y perdonar, sino que El mismo se expone al mal, lo cataliza y lo padece hasta el extremo, para impedir que los hombres otra vez se aseguren la existencia traicionándose y vengándose unos de otros. Inaugurada la esperanza de un mundo radicalmente alternativo y confiable, la Iglesia naciente, desafiada en su imaginación, se supo convocada a inaugurar una nueva era, más divina: más humana.

La resurrección cierra el ciclo del Redentor con la salvación de la creación. La noción de Cristo es todavía más amplia. En un lenguaje metafórico que a nuestra mentalidad empirista le cuesta entender, los antiguos identificaron a Cristo con el Logos mediante el cual Dios creó el mundo. Lo que aquí importa retener es que el Salvador es el Creador. La resurrección del hombre Jesús representa la recuperación y el máximo despliegue cosmológico. Si el primer hombre, Adán, fue al menos cómplice en el origen del mal que hizo fracasar el paraíso, la meta de la libertad, Cristo resucitado, el hombre nuevo goza con todas las cosas y lucha porque algún día la humanidad entera comparta su alegría.

Experiencia de libertad

 

Supuesta una noción de Cristo suficientemente ortodoxa y adecuada a los tiempos precisos, el cristianismo se juega en una identificación personal con Jesús y en la asimilación práctica de su causa. Más que una noción de Dios la fe cristiana es una versión de Dios. Quién es Beethoven sin un pianista que lo interprete… ¿Y puede haber algo más opuesto a la interpretación que la copia, la reproducción literal? El futuro del cristianismo pende de la interpretación que los cristianos hagan de Cristo. ¿Serán estos capaces de abrirse a la nueva era, de encarnarse en ella, de correr con ella el riesgo del fracaso que la amenaza? ¿Podrán verter a Cristo en un arte nuevo, en una nueva moral, en una esperanza alternativa de mundo? No es aventurado pensar que si el cristianismo agota su creatividad, si opta por la falsa seguridad de la copia tradicionalista, por la condena a priori de cualquier novedad, si renuncia al Espíritu, no servirá más que como texto de estudio de arqueólogos o, en el mejor de los casos, ofrecerá sus templos de museo. La creatividad, como el Espíritu, es inherente al cristianismo. Sin el Espíritu, Jesús no habría inventado el camino de regreso a su Padre entre la Encarnación y la Pascua, pero tampoco habría sido posible la libertad que proviene de Él para que el cristiano, alter Christus, haga su propia historia. La pertinencia de la fe cristiana depende de la teoría, pero en última instancia proviene del Espíritu que inspira en el cristiano, con originalidad, la praxis de Jesús. La fe en la Encarnación, en los tiempos nuevos, pide a los cristianos protagonismo.

Pero no hay “seguimiento de Cristo” sin Misterio Pascual: hacer el bien es el anverso de la lucha contra el mal. El futuro del cristianismo como cristianismo -no como persistencia política o decorativa-,  exigirá que los cristianos anticipen el fin de los tiempos, participando en la lucha de Cristo por arrebatar la historia al hedonismo, al consumismo, a los ídolos del sexo sin compromiso, de la violencia y el poder, con las armas del amor limpio, fraterno, inerme y agónico. Habrá que contar que con el término “libertad” se designan conceptos diversos e incluso contrarios; que el antiguo Leviatán hace gala en la nueva era de liberalismo económico, político y moral; que la nueva bestia, el Anticristo no invoca la libertad como solidaridad sino como individualismo y capricho de los que quieren hacer lo que se les dé la gana, y lo pueden, expropiando al resto sus posibilidades. El liberalismo es la ideología del antojo, la carta magna del abuso del poder. ¿Podrán los cristianos doblegar a un enemigo así de poderoso y tan seductor que a ellos mismos engatusa y promete facilidades? ¿Podrán zafarse de su fascinación por el dios Dinero para optar de una vez por todas por el Dios de los pobres?

La historia parece perdida. Los poderosos son cada vez más ricos. La multiplicación de las espiritualidades no es garantía de nada. En varios casos es otro buen negocio. A los cristianos toca elegir la diferencia, mejor dicho inventarla. Lo harán si atinan con su misión y su identidad. La misión es la liberación, la identidad es la libertad. A la identidad se llega por la misión y a la misión por la identidad: la libertad de los hijos de Dios, como fraternidad y no como individualismo, es condición y meta. En camino tras la liberación de la humanidad del dolor y de la culpa que culmina en la cruz, Jesús se supo el Hijo amado y uno con su Padre desde siempre. Pero de aquí extrajo el amor, la confianza, la valentía, el juego, la poesía, en una palabra, la libertad que le llevaron a interesarse desinteresadamente por un prójimo tan personal como universal. Sobre esta pista los cristianos descubrirán que la libertad se reconoce en la gratuidad.  La pista es experimentar a Dios como un Padre que, entre la Encarnación y la Pascua, se percibe como puro amor gratuito, como pura autoridad y pura autorización, para que sus hijos se responsabilicen de un mundo que, habiendo sido creado para ser compartido, es tristemente disputado.

La diferencia cristiana

 

En suma, está por verse que la nueva era vaya a ser tan nueva. La esperanza inquebrantable que guía la praxis cristiana hasta más allá de la historia no excluye que más acá la historia termine mal. Los verdaderos problemas de la humanidad no han sido resueltos. Si hasta ahora los cristianos no han puesto la diferencia, tendrán que hacerlo en el futuro. Así, en la medida que se vea la diferencia, quedará claro que no cualquier religión “salva” y que el nihilismo no es inocuo. Pero el espíritu sectario da mordiscos feroces a los cristianos. No por nada la modernidad ha pretendido liberar a los hombres de mitos, supersticiones, charlatanerías, de la Iglesia, y de Dios. A los cristianos corresponde verificar a Dios como una nueva humanidad,  interpretando la divinidad de Jesús como el hombre que ama la vida, la propia y la ajena, apasionadamente. A ellos toca probar que la cruz de Cristo no ha sido una “pasión inútil”. Esta es la diferencia.

La diferencia es la libertad. Pero no el fetiche de la libertad, el liberalismo. Pues la libertad no se reduce a la posibilidad psíquica de elegir entre alternativas como ocurre en el mercado. Tampoco se agota en el cumplimiento de normas abstractas. Tratándose de una decisión entre alternativas, consistiendo en una decisión ética, la libertad antes que nada es el poder de autodeterminarse por completo, no tanto “elegir” sino “elegirse” y “aceptar ser elegido” para compartir y gozar el mundo en común, en vez de aprovecharse con egoísmo de él. De la libertad cristiana se espera la creación de relaciones humanas fraternas, inspiradas en el banquete que ha puesto Cristo como destino final de la creación y que la Eucaristía anticipa en esta historia con la celebración del perdón y la fracción de un pan que debiera alcanzar para todos y sobrar.

A los cristianos toca poner la diferencia, pero no sólo a ellos. ¿Cómo han de dialogar y cooperar los cristianos con los otros amantes de la libertad auténtica, religiosos o agnósticos, tan incoherentes como ellos mismos o más? Esta colaboración es tan importante que, de no ser posible, el cristianismo quedará pendiente en su aspiración de amor universal, quizás, por otro milenio.

Viernes Santo: meditación sobre el fracaso

¿Sirve de algo el fracaso de Jesús? Y nuestro fracaso ¿de qué sirve?

El fracaso es una realidad histórica omnipresente, que acompaña como su sombra a toda empresa y vida humana, sea como acción que no alcanza su objetivo sea como pasión impuesta e inmerecida. Aún las mejores realizaciones adolecen de alguna tara. Sería una ingratitud no reconocer los logros económicos del Chile de 1995 y, sin embargo, aunque parezca una falta de cortesía mencionarlo, fracasamos en al menos un aspecto importante: el ingreso nacional aumentó, mientras la distribución empeoró. Conclusión: la desigualdad crece. Pero al chileno militante no le gustan las críticas. ¿Adónde vamos, qué estamos sacrificando, a quiénes estamos sacrificando? Estas preguntas no se pueden honestamente eludir. El triunfalismo inmediatista yerra cuando pretende solucionar los problemas ignorándolos.

            Estas líneas no pretenden desalentar a nadie. Tampoco se refieren directamente a la realidad chilena. Su intención, más bien, es meditar la posibilidad de una esperanza adulta, fundada en el misterio del fracaso de Jesucristo. Que el fracaso sea una realidad inútil, que el dolor parezca irracional, son verdades que no necesitan demostración. El desafío es sacar un bien del mal, sin justificar el mal.

Nuestro fracaso

            No es necesario tener fe para darse cuenta que las caídas, a veces, enseñan. La pura sabiduría humana indica que, para que el fracaso sea útil, hay que dejar que nos duela y llamarlo por su nombre. Sin reconocerlo, si no le dejamos cuestionar nuestro logrado orden de vida, no vamos a parte alguna.

            Admitir que no somos tan buenos, que inspiramos temor a los zorzales, que necesariamente alguien soporta nuestros planes, nuestra caridad, es sano y hace bien. Ojalá algunos maridos reconocieran que, en realidad, sus señoras no están tan contentas como ellos avisan. ¿No convendría que la mujer de fin de siglo dejara de ostentar energía y organización, y confesara que entre el trabajo, el esposo, los niños y el tráfico, su casa es un cochambre? ¿No damos pena los clérigos que siempre tenemos la razón? Los jóvenes saben estas cosas y no atinan a quién creer.

            Además de aceptar la propia derrota, es imperativo advertir la desgracia en el prójimo. ¡Qué lamentable es no reparar en las penas de los demás! Causarlas y no verlas, puede ser riesgoso, explosivo. Es un error que el barrio alto de Santiago impermeabilice sus contactos con el resto de la población, marcando odiosas diferencias sociales. ¿Cómo pueden las limosnas al Hogar de Cristo integrar a la sociedad a los mismos pobres que se marginan con el desprecio? ¡Qué bien hizo a Chile caer en la cuenta que la transición a la democracia no había concluido! Quizás ahora podrá terminar: sin tapar los problemas, con la razón, pero no a la fuerza.

            En cualquiera de los casos, nada puede haber más saludable que amarse a sí mismo, a pesar de sí mismo. No se trata de claudicar ante los defectos. Mientras el falso idealismo urge la supresión de los errores de raíz y antes de tiempo, el idealismo auténtico es paciente: espera el triunfo del amor, avanza con las imperfecciones pero sin cambiarles el nombre. Jesús abrió este camino. A lo largo de su historia entre nosotros el Hijo de Dios se expuso a nuestro fracaso, lo apropió para sí y lo padeció hasta el fondo, con el fin de librarnos del temor a equivocarnos y animarnos a devolver bien por mal.

El fracaso de Jesús

            El fracaso de Jesús no fue inútil, pero no es fácil ni creerlo ni explicarlo. Aun así, no faltan las explicaciones fáciles que disuelven su dolor en su resurrección, minimizando sus padecimientos, trivializando su atroz sensación de haber sido abandonado por su Padre. El Jesús de la gloria, por cierto, lleva para siempre las marcas de los clavos.

            ¿Cómo fue ese fracaso? Su proyecto, el gobierno de la bondad de Dios anunciado a los pobres y a los marginados como pecadores, exasperó el sistema religioso y político de su época. A Jesús lo asesinaron los que, en ese y todo tiempo, mistifican y administran los sacrificios humanos en nombre de Dios, de la defensa o del desarrollo de la patria. “Es preferible que muera uno solo, dijo Caifás, a que perezca toda la nación”. Pero a Jesús no le quitaron la vida simplemente, él la dio, él hizo suya la suerte de todos los hombres y mujeres obligados a padecer los proyectos ajenos, pues así, sin imponer su propio proyecto, sacrificando su vida a la llegada del Reino de Dios en vez de sacrificar a otros para su consecución, lo haría prevalecer. Hay que deslindar tres responsabilidades que  concurren como causas de la cruz, porque no son causas en el mismo sentido: la entrega de Jesús por los hombres representa la crueldad del pecado; la entrega voluntaria de Jesús representa todo lo contrario, el ánimo de perdón de amigos y enemigos; la entrega que el Padre hace de su Hijo representa el amor de Dios más allá de toda representación racional. Resucitando de la muerte a Jesús, el Dios de las víctimas, de los pobres y de los pecadores ejerció una vez más su conocida clemencia y pudo probar que, en su caso, la entrega de Jesús no fue indolencia ni traición. Fue donación de lo que más quería, su Hijo, y su dolor más grande.

            La mirada de la fe profundiza la intuición del sentido común y de la sabiduría popular. Si la sabiduría popular da recetas razonables contra el sufrimiento, como por ejemplo: «quien canta su mal espanta, quien llora su mal empeora», la fe apuesta a lo imposible, no promete conformidades. La fe se atreve a mirar cara a cara al mal, para desafiar abiertamente su actividad aniquiladora. La esperanza cristiana consiste en creer que el amor triunfará sobre todos los fracasos y desgracias. Si el decir popular reza «el dolor es pa’ que duela», la fe jamás justifica el sufrimiento, sino que da fuerzas para luchar contra él, venciendo la comprensible tentación de maldecir.

            La fe cristiana invita a ver en el hombre del Gólgota a Dios quebrantado y a compadecerse de Él. No de modo masoquista. Sin mistificar su sufrimiento ni tampoco el propio o el ajeno, pues así le reconoceríamos una eternidad y un señorío que no merece, para colmo e incremento del mal común. La participación en el dolor de Dios es la condición ineludible para gozar de su consuelo y exaltación. ¿Por qué? Algún día lo comprenderemos bien. Dios es así. Sólo participando del amor extremo de Jesús que apropió la crueldad al límite de sus fuerzas, nuestra vida vencerá la superficialidad inveterada que la acecha. No sabemos por qué son así las cosas, pero si no entendemos que a la hora del fracaso Dios está de nuestra parte, y ¡nunca en contra nuestra!, ese otro «dios» pueril, como un tío rico, continuará pervirtiéndonos con favores y gauchadas. En este «dios», temperamental e indolente o del “dios” de los premios y castigos, más vale no creer.

            En otras palabras, si para el fracaso y su dolor no hay justificación que valga, por la fe podemos empero invertir su negatividad en bien y alabanza. La contemplación del crucificado debiera activar en nosotros el deseo de su Padre de liberarlo de la cruz, a Él y a todos los crucificados de la historia. Dejar en la cruz a los millones de seres humanos que en nuestro mundo languidecen y expiran, sin embargo, horrorizarse del Jesús ajusticiado y no de los “detenidos-desaparecidos”, constituye una incoherencia muy profunda. Al contrario, el amor a la justicia, la justicia lograda e incluso sus meros esfuerzos por alcanzarla, son siempre un motivo de celebración.

            Pero esto es poco y de nada sirve si, en definitiva, no reconocemos que toda acción solidaria que inscribamos en este pobre mundo, extrae su virtud de la pasión del Salvador. Y el Salvador es Jesús, no nosotros. Si Jesús fuera menos hombre por ser tan divino, si Él no fuera codo a codo uno con nosotros, su salvación sería como esas limosnas que hunden al pobre en su marginación, en vez de acompañar su esfuerzo por levantarse. Pero sólo porque Jesús es uno con Dios, toda su pasión para que alcancemos la felicidad y, gracias a ella nuestro propio padecer, no es un dolor inútil, sino la condición para combatir con esperanza la tentación de institucionalizar el fracaso y la muerte.

El auge de Fénix y la caída de Fénix

Cuando Fénix fue llamado al  Ministerio de Educación, el gobierno creyó asegurada su reelección. La oposición, en cambio,  perdió toda ilusión de acceder al poder. Nada más faltaba al “país de las maravillas” un educador genial, un genio conductor del alma nacional.  Todo había sido hecho bien y, sin embargo, la nación carecía de encanto. Para algunos lo que de verdad había ocurrido era un “pacto con lucifer”, el ángel de la luz, de acuerdo al cual las convicciones éticas más fundamentales se transaban en los mismos términos que los zapatos y las lecherías en la bolsa de valores. Opinión esta que hacía aún más propicio el terreno para una gran propuesta educativa. Para moros y cristianos, Fénix era el ministro que extraería del carácter del pueblo la teoría de su propia cultura, los principios pedagógicos del cultivo de la propia identidad. Pero nadie sabía que Fénix era un educador nato, no un teórico.

Vocación y currículum

            Como toda vocación interesante, la de Fénix tuvo un origen triste y feliz a la vez. Su padre fue con él un pésimo preceptor. Su madre empeoró las cosas mimándolo en extremo. Los dos lo quisieron, pero mal. Lo educaron mal: que si no hay educación sin amor, la cosa no es amar sin más, sino amar correctamente.  Fénix se hizo a sí mismo, de la nada, del polvo de sus repetidos fracasos escolares. Porque un niño mal educado va de tumbo en tumbo. Fénix se hizo jugando, como  la cerámica en las manos de un alfarero, como la sociedad humana organizó el sexo y el afecto. Curioso. Hay personas que inventan el mundo, que no replican en sí mismos el orden dado, ni traspasan a la generación sucesiva los errores padecidos. ¡Hijos de su fantasía! Por su imaginación, Fénix fue libre. Con sus juegos liberó a sus propios críos y ahijados del miedo y del tedio. Jugando creó el mundo que desaparecería con él, porque sin él no habría valido la pena envidiar ni mejorar.

            Fénix llegó al cargo precedido por la fama de sus discípulos. Entre otros, destacaron Contre Contreras y Lito Ma Sama.  El obispo Contre Contreras sacó de Fénix  la manía de contradecir las dictaduras y de personificar todas las diferencias.  ¿De dónde, más que del ingenio de su maestro, aprendería Contre a aplaudir los goles del otro equipo y prestar a los niños la mitra y el báculo? El Presidente Lito Ma Sama tomó de él su afán por la reconciliación de las razas,  culturas y clases, además de su final estrambótico. Su ley de Matrimonios Mixtos que premiaba el cruce de chilenos y bolivianos, judíos y árabes, entre otras uniones posibles, y, por otra parte, penalizaba los matrimonios de ricos con ricos, de católicos con católicos, de carabineros con paquitas,  tuvo como antecedente remoto juegos inventados por Fénix  como Corazón de Melón,  la Banda está Borracha, los Sapitos Chicos y Topa,Topa Carnerito.

Principales juegos

            Topa, Topa Carnerito fue de los infinitos juegos del educador el más tierno. Se aplicaba a párvulos de meses que ni hablaban ni se tenían en pie. Consistía simplemente en chocar con la frente la frente del infante una y otra vez, repitiendo la fórmula mágica: topa, topa carnerito. Fénix nunca supo que la santidad, la verdadera santidad, comienza y termina con el uso de los sentidos ni que los grandes místicos, y no sólo los locos, son tocados por Dios. Sin querer gestó en los pequeños la devoción y el coqueteo. Niños de 6 u 8 meses adivinaron por él que hay en la vida choques lúdicos de amor y de risa, y los anticipaban con sus cabecitas muy antes que con palabras.

            Upalalá, El Avión y  Camello Cochino, Camello Flojo reforzaban la confianza básica que todo niño necesita para crecer. Upalalá, decía Fénix, al arrojar al educando al cielo para recogerlo con gozo en los brazos. “¿Más?”, le preguntaba. Si el niño no quería más juego, ofrecía Fénix la posibilidad a sus hermanitos o primos, con la esperanza que el primero se animara de nuevo. También educaba al riesgo El Avión. El profesor tomaba las manos de sus discípulos y los hacía girar en torno suyo, suspendidos en el aire, zumbando, comunicándoles seguridad en esa particular situación de la vida en que no hacemos pie en parte alguna y dependemos de otro en todo. Camello cochino, Camello Flojo era más que subir  Alapa, más que sentarse orgulloso en los hombros del papá. Era andar sobre un camello en pleno desierto menéandose de lado a lado, a punto de caerse hacia atrás, hacia adelante, hacia cualquier lado y por cualquier parte del animal. Ningún niño que pasó por estos ejercicios se chupó el dedo en la escuela y los que entraron en la universidad no tuvieron nunca necesidad de copiar en las pruebas.

            La Arañita Dormilona preparaba con sus cosquillas a la vida marital. La  Carrera de Caballos estimulaba la velocidad y los deseos de apostar la vida. El Spit Fire B evocaba el justo título de la guerra aérea contra el nazismo. La Gallina con los Pollos infundía en los pequeños la impresión de protección. La famosa Escondida recibía nuevas reglas y nuevo nombre: Culpa mía no será, porque Fénix hacía suyos los dichos de los niños y les daba legitimidad, aunque no atinaran de lleno con el quid del asunto.

            Fénix inició a sus alumnos en la victoria y el fracaso.  Les hizo probar como nadie el terror y su exorcismo. Les hizo gustar la vida, la libertad, la diversión, precaviéndolos contra el placer sin sacrificio y el triunfalismo. El Lobo Pastor, El Mejor Hombre del Mundo,  La Terrible Osa, La Revolución, El señor Americano, El Perro y el Gigante Fombalt, fueron estímulos precisos del pavor y de la dicha.. El más representativo de estos  juegos fue El Triunfo del Monstruo y la Derrota del Monstruo. En un primer momento predominaba el Monstruo. Los niños arrancaban a perderse. Se subían a los árboles, se metían debajo de las camas, aterrados. Ululando, con los brazos en alto y  paso cansino,  el Monstruo iba lento pero siempre llegaba a estrangular a los pergenios. Por último, las fuerzas del Monstruo decaían. Entonces llegaba la hora de los niños. Se abalanzaban sobre él, lo golpeaban y desquitaban contra él todo el miedo acumulado. Si se trataba  de educar a uno en particular, Fénix se transformaba en Goldfinger, personaje que infundía un pánico agudo, seco,  que hacía orinarse a los hijos de los vecinos ignorantes del terror sacro. Cuando se trataba de un niño que merecía un trato especial,  Fénix le inventaba un pseudónimo y un juego para él solo, como el caso de “Patancito” perseguido por El Pate Palo y el Mauricio. El Pate Palo era el mismo Monstruo, pero cojo. El Mauricio nunca nadie supo quién era, pero su inminente aparición le daba a la historia un toque de misterio escalofriante.

Caída de Fénix

            Los primeros cuatro años de  Fénix como Ministro de Educación fueron estupendos. ¡Cuánto entusiasmo fue capaz de insuflar a una dependencia pública acoquinada por la ingratitud ciudadana! La ficción se apoderó de las aulas, remeció incluso a padres y apoderados. Los niños, por fin, fueron protagonistas de su propia formación, y no más receptáculos de cifras y  reproches.  La nación fue admirada, más que por sus pillerías, por su inventiva, por su estilo gentil, incluso por una renovado estilo en el ámbito diplomático. Además de sus hijos, también otros niños creyeron que Fénix era  El Mejor Hombre del Mundo.

            El quinto año, empero, todo se vino abajo. El país no fue capaz, carecía de mecanismos jurídicos para acoger la creatividad desencadenada por Fénix. La imaginación desenfrenada, las libertades propiciadas, las iniciativas produjeron más problemas que soluciones. Los acontecimientos no se habrían precipitado, sin embargo, si el mismo Fénix no se hubiera extralimitado en sus funciones. En un exceso de celo público, promovió leyes que introducían juegos como La Revolución en los seminarios, y La Gallina con los Pollos en el Ejército. Luego, pero ya con retardo,  procuró atajar el desmadre nuevamente con el único recurso que tenía: el juego. De vuelta de vacaciones,  aplicó en la oficina la estrategia del Triunfo del Monstruo. Se rieron de él, como en otro tiempo los niños que le perdían el respeto. Dando crédito a la gravedad de la emergencia, se presentó al Consejo de Ministros como Goldfinger. Tampoco este impacto de crueldad fría y certera dio su resultado. El desprestigio de Fénix colmó toda tolerancia cuando se supo que la Ministro de Economía jugaba a Topa, Topa Carnerito con el Presidente de la Corte Mayor de Justicia.

            Fénix fue depuesto y denigrado. No fue la piedad, sino la prevención de turbulencias estudiantiles lo que movió a las autoridades a otorgarle una pensión modesta pero digna. El país recuperó la rutina. Los negocios prosperaron a cotas inigualadas. En las iglesias la risa fue perseguida hasta el castigo y al catecismo se agregó un nuevo pecado: las cosquillas. La sequía acabó con los glaciares del entorno. De Fénix no se supo más. Pero su bondad pervive al rescoldo de su leyenda y de tanto en tanto humea nuevas encarnaciones.

La espiritualidad del Padre Hurtado

Siempre es difícil hablar, escribir, acerca de la experiencia de Dios de los demás, más aún si se trata de un hombre tan completo como Alberto Hurtado. ¿Cómo rezó?, ¿cómo sufrió?, ¿cómo, cuándo fue liberado de sus pecados? Pero, “en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros”, dice el Señor, y nos remite al único modo de reconocer la trascendencia auténtica. Creemos que el Padre Hurtado fue un santo de nuestra época, y así esperamos que lo reconozca un día la Iglesia entera. Su santidad tiene que ver directamente con la imitación de ese Cristo que hace suya nuestra historia y como hombre se duele del hombre, lo consuela y lo rescata. La preocupación de Alberto Hurtado por los pobres y por la transformación de la sociedad no lo hacen menos santo, sino más santo.

 

            La espiritualidad del P. Hurtado es la espiritualidad ignaciana. Es en la tradición espiritual de la Compañía de Jesús, desde los tiempos del colegio San Ignacio y de las Congregaciones Marianas, que él aprende a orar y a dar gloria a Dios, sirviendo a la salvación de hombres, en obediencia a los Pastores de su Iglesia.

            De muestra, un ejemplo sencillo, pero decisivo: recién entrado al Noviciado jesuita y mientras realizaba lo Ejercicios Espirituales, el joven Alberto reproduce parte del llamado Principio y Fundamento en estos términos: “He sido creado y para conocer y amar a Dios; no para salvar mi alma; esto es consecuencia y don gratuito. Mi fin, pues es amar y servir a Dios. Debo ser todo de Dios; no seré de Dios si retengo algo para mí”. Este es, en pocas líneas, el proyecto ignaciano de la santificación: la santidad no se alcanza in recto, sino que es pura obra de Dios en los que se hacen disponibles a cumplir su santa voluntad. Cuando más tarde el P. Hurtado consagre su vida, entre otras cosas, a la dirección espiritual de los jóvenes, hemos de pensar que no lo hizo para “salvar su alma”, sino porque Dios ama a los jóvenes.

            La espiritualidad del P. Hurtado es la espiritualidad ignaciana pero, como toda experiencia espiritual auténtica, no se agota en ella, sino que tiene su propia originalidad. Esto es lo que más nos interesa. La originalidad espiritual de Alberto Hurtado nos inspira a hacer nuestro propio camino.

 

Una mística cristiana

            Toda mística pretende ser experiencia de Dios. Pero no toda mística es cristiana, aunque se diga cristiana. La mística cristiana es experiencia de Dios en Cristo y no se caracteriza tanto por lo extraordinario de los fenómenos psíquicos o sensoriales que la acompañan, sino por el cambio de vida. La experiencia espiritual cristiana tiene que ver con los que dan su vida por los demás. El caso del P. Hurtado es el de una mística radicalmente cristiana.

            Para Alberto Hurtado, Dios es amor. En consecuencia, él ama a Dios amando lo que Dios ama. Toda su atención a los acontecimientos de su época tiene por objeto discernir en ellos el querer de Dios. No es posible aislar en su espiritualidad a Dios, por una parte, y, por otra, la voluntad divina. La Mayor Gloria de Dios consiste en buscar y hacer lo que Dios pide en cada circunstancia de la vida y de la historia.

            ¿Cómo no extraviarse en esta búsqueda? El P. Hurtado se pregunta, y se responde: “Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo”.

            Para Alberto Hurtado, Dios es Dios al modo como en Jesucristo nos ha sido revelado. Pero a él tampoco le basta adherir a un aspecto de Cristo: es necesario amar al Cristo total. En una época en que se predica unilateralmente a un Cristo paciente, de lo cual se sigue que los pobres nada más deben soportar sus males sin rebelarse, el P. Hurtado es acusado por predicar al Jesús del Reino y de la acción. El no desconoce el valor infinito del Misterio Pascual de Cristo, que todo dolor humano encuentra su liberación en el Calvario. Pero, así como rechaza la ilusión de los que creen que el hombre puede liberarse por sus propios medios, llama la atención de los que desconocen el mal del mundo y no hacen nada por suprimirlo: “Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia”.

            Al modo de la experiencia ignaciana, Alberto Hurtado articula su amor a Jesucristo como seguimiento. Alguna vez se pregunta, ¿qué significa imitar a Cristo? Antes de responder, desecha cuatro posibilidades: la de aquellos que, atentos al Jesús terreno, vanamente pretenden imitarlo al pie de la letra; la de quienes se impresionan de él como de otro gran maestro de la humanidad, pero sacan sólo provecho especulativo de su figura; la de tantos que se contentan con observar los mandamientos de la Iglesia y que acaban en el fariseísmo; por último, la de los que viven del activismo apostólico y triunfalista, pero que no tienen ojos para ver la virtud oculta de Cristo en los fracasos humanos.

            Para él, por el contrario, imitar a Cristo es actuar como si Cristo mismo tuviera que hacerlo en su lugar. Este es el corazón de su espiritualidad en su aspecto activo. En su aspecto pasivo, es ver a Cristo en el prójimo, particularmente en el pobre. Sorprende cuántas veces en su predicación el P. Hurtado propone la pregunta: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. Un ejemplo: “…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu, qué haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente”.

            La espiritualidad del P. Hurtado cuaja entre el Cristo que somos y el Cristo que encontramos en los demás. Si nuestro Alberto encuentra a Dios en Cristo, encuentra a su vez a Cristo en el prójimo: “El prójimo es Cristo”, y por esto se ama a Cristo amando al prójimo. Ya en el Noviciado escribe: “…Servir a todos como si fueran otros Cristos”. Como estudiante jesuita es conocido por su compañerismo. En sus escritos espirituales él mismo se propone evitar juicios interiores contra sus compañeros, para fijarse mejor en sus virtudes. Muchas personas lo recuerdan como un hombre encantador que sabía dar oído a todos, al cien por ciento de su atención, no obstante su escasez tiempo. A los que piensan distinto, protestantes o comunistas, los trata igual con sumo respeto.

            En sus últimos años, su experiencia mística se hace todavía más concreta. De un modo determinado, insistente, para nada delirante y hasta provocativo, el P. Hurtado afirma: “El pobre es Cristo”. Su espiritualidad es una auténtica “mística del pobre”: “Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!”.

            Alberto Hurtado vio a Cristo en el pobre y fue Cristo para el pobre, porque fue un hombre de oración. Supo encontrar fervorosamente a Dios en la Eucaristía, en la meditación de la Palabra de Dios, en la práctica de sus Ejercicios Espirituales, en la devoción a los sagrados corazones de Jesús y de María, en la oración vocal, mental y contemplativa. En especial, cultivó una oración afectiva y amorosa con su Señor. El P. Hurtado fue un piadoso ejemplar, aun cuando seguramente otros jesuitas lo aventajaron en estas prácticas religiosas.

            Pero esta piedad suya tiene relación directa con toda su actividad apostólica. Es más, lo propio y distintivo del P. Hurtado es hacer de todo su apostolado, su oración. No hay dos “padres Hurtado”: el que rezaba y el que actuaba. Hay uno solo, el jesuita que es “contemplativo en la acción”. Para él, toda la vida tiene una dimensión sobrenatural y no sólo la de la sacristía. Con sus propias palabras nos advierte: “Adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)”, pues “nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios”.

            Esto no significa que toda acción sea contemplación. Así como el P. Hurtado deplora la resignación y el quietismo ante el dolor humano, rechaza todo acción apostólica o social que no se nutre de Dios y tampoco se deja cuestionar por El. Los que le conocieron de cerca dan testimonio de la confianza de Alberto en la Providencia divina. Pero, aun cuando Alberto Hurtado conoce y advierte contra estos peligros extremos, la cantidad enorme de trabajos que asume alguna vez lo llevan a un activismo que él mismo se encarga de lamentar a su Provincial, el Padre Lavín: “Esta acumulación de trabajos distintos me obliga a improvisar, terminar por dar el fastidio del trabajo y por desacreditar al operario. La irregularidad en las horas de acostarme y levantarme ha significado gran desmedro para mis ejercicios espirituales, que han andado muy mal: acortar la meditación, supresión de puntos, exámenes y breviario del que tengo conmutación… estoy reducido a correr y hablar”. Muchos santos desequilibran por algún lado. El asunto no es imitar sus desajustes y rarezas, sino el amor que los provoca.

            Lo que define al P. Hurtado, sin embargo, no es la acción sino Cristo. A diferencia de tantos defensores de los pobres que hacen de la amargura la fuerza de su lucha, Alberto Hurtado, con el mismo corazón con que padece los males de su patria, la incomprensión y el desprecio a su persona, sabe alegrarse en el Señor en todo tiempo. Su alegría es Cristo y hacer felices a los demás. Incluso en los momentos peores de su enfermedad, el Padre exclama: “Contento, Señor, contento”.

Una mística apostólica y social

            El P. Hurtado se considera a sí mismo un apóstol de Jesucristo para su época, para su país. Al Padre lo desvela la lamentable situación del catolicismo chileno y pretende elevarlo. Pero su actitud nada tiene de sectaria: lo que directamente le importa es elevar a Chile a la vida sobrenatural. Jamás podríamos imaginar que su amor a los pobres haya sido un “medio” para el crecimiento de la Iglesia. Pero así como no concibe a Dios al margen de su voluntad, no concibe a Cristo sin la Iglesia, su Cuerpo, cuya misión es la salvación integral de los hombres y en la cual todos los hombres somos y debemos ser solidarios. La del P. Hurtado es sin duda una mística profundamente eclesial y social. La Iglesia es para él, como María, una Madre, una realidad sobrenatural y no un ente meramente sociológico. Su misión es conformar las personas a Cristo e integrar la sociedad a partir de los cristianos. Alberto Hurtado es un sacerdote jesuita al servicio de la Iglesia.

            Tal es su amor por la Iglesia que llega incluso a identificarla con Cristo. “La Iglesia es Cristo”, afirma alguna vez y precisa: “La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. El vino para unirnos a El, y formar El y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo…”. Lo que le interesa, en realidad, no es asegurar una doctrina teológica determinada, sino llegar al corazón de personas concretas y convencerlas de que no hay cristianismo auténtico sin la Iglesia y que la suerte de la Iglesia depende de nosotros.

            Para el P. Hurtado, la misión de la Iglesia es la santificación del mundo. Por ello, “…al católico la suerte de ningún hombre le puede ser extraña. El mundo entero es interesante para él, porque a cada uno de los hombres se extiende el amor de Cristo…”. Por amor a la salvación de los hombres, la Iglesia está abierta a reconocer la verdad más allá de sus fronteras, incluso en los que atacan a la Iglesia. Este modo de ver la Iglesia en relación con el mundo será la que años más tarde asuma el Concilio Vaticano II: con una actitud de discernimiento ante los acontecimientos y problemas del siglo, la Iglesia del Concilio prefiere entrar en diálogo con el mundo moderno en vez de condenarlo sin más.

            En el cumplimiento de su misión, Alberto Hurtado advierte que la Iglesia experimenta una crisis de proporciones mayores, un verdadero desastre. Habla de “apostasía de masas”, de “paganización de las masas”. La pérdida para la fe casi completa de la clase obrera lo preocupa desde sus años de juventud. Define a su época por una “crisis de catolicismo integral”.

            ¿La causa? El pésimo ejemplo que dan de Cristo los mismos católicos, especialmente aquellos que lo han tenido todo, riquezas, educación, seguridades, en relación a los que no tienen nada. Dirá: “Los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales”. Pero también señala un incorrecto modo de enseñar la fe, una pedagogía formal, memorística, moralizante, y, para él lo más grave, la escasez de sacerdotes.

            Pero el P. Hurtado no se queda en la queja ni en la crítica.       Tratándose de la educación de los jóvenes, él pretende formar “cristianos, imágenes de Jesucristo”; “…no omitir medio de formar ‘Cristo con sus almas’”; y, por otra parte, que sean formados para la acción. En vez de una religión de temores y de “mojigatos”(sic), el P. Hurtado reclama una religión de opciones personales libres que mueva a hacer grandes cosas por Cristo. Alberto Hurtado llama a los jóvenes a considerar la posibilidad del sacerdocio porque él cree en el sacerdocio. Pero, también los llama a un laicado de grandes ideales, heroico, santo, nutrido por la vida sacramental y de la gracia y orientado al bien común. A los jóvenes de la Acción Católica les pide de un modo especial colaborar en el apostolado de la Jerarquía de la Iglesia y en obediencia a ella. De todos espera que comprendan que “ser católicos equivale a ser sociales” y que se comprometan a su modo en la transformación de la sociedad.

            La espiritualidad de un hombre tan completo como el P. Hurtado es compleja, difícil de definir en pocas palabras. Nuestro educador y padre espiritual pretende incesantemente integrar a la persona y a la sociedad a partir de la persona, en la perspectiva de la fe entendida como imitación del Cristo total en quien el amor a Dios se verifica como amor y servicio al prójimo. Nada hay más contrario a su noción de cristianismo que las versiones individualistas, superficiales y supersticiosas de la piedad. El quiere que Cristo reine en todos los aspectos de la vida humana (la sexualidad, la vida familiar, económica, social, política, cultural), por la caridad y la justicia (en medio de los conflictos más significativos de su tiempo). Prueba de esto es la enorme diversidad de actividades a las que dedicó su interés y la pluralidad de temas de que trataron sus homilías y discursos. Para Alberto Hurtado, el cristianismo tiene que ver con todos los aspectos de la vida humana.

            Una de las características más originales de la espiritualidad del P. Hurtado es que, como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia, él se da por entero a la transformación de la sociedad. Acudir a socorrer las necesidades inmediatas de los pobres era urgente. Pero esto no es suficiente. Simultáneamente, y desde joven, Alberto Hurtado quiere que termine en su patria la injusticia social, causa de esta pobreza y del alejamiento de los obreros de la Iglesia. La urgencia de realizar en Chile un orden social verdaderamente cristiano lo impulsa a crear la ASICH (Acción Sindical Chilena), “el más difícil y tal vez el más importante de todos los trabajos”, y la revista Mensaje para la orientación religiosa, social y filosófica de los católicos en el mundo contemporáneo.

            En Humanismo Social (1947), su obra madura, el Padre dirige su mirada a la realidad amarga del sufrimiento humano. Se fija en el dolor de los pobres, pero no sólo en el de los pobres. Para ello se sirve del auxilio de la ciencias sociales, de las estadísticas. Es el místico cristiano que baja a detalles increíbles, se duele de todo. De la guerra europea. Del hambre: “¡El hambre! ¿Quién de nosotros ha tenido hambre? A lo más algunas veces apetito…”. De la corrupción moral. De la apostasía de masas. De los matrimonios fracasados. “Tenemos aún en Chile un 25% de la población adulta analfabeta…”. “De 420.000 obreros que hay en Santiago, 100.000 viven en conventillos, y 320.000 en piezas, pocilgas y mediaguas”. “La falta de leche en cantidad suficiente trae trastornos que producen la sordera». Ante la miserable situación en que viven las familias más pobres, se pregunta: “¿Podrá haber moralidad? ¿Qué no habrán visto esos niños habituados a esa comunidad absoluta desde tan temprano? ¿Qué moral puede haber en esa amalgama de personas extrañas que pasan la mayor parte del día juntos, estimulados a veces por el alcohol? Todas las más bajas y repugnantes miserias que pueden describirse son realidad, realidad viviente en nuestro mundo obrero. ¿Hasta dónde hay culpa? O mejor, ¿de quién es la culpa de esta horrible situación…?”.

            A todo lo anterior se suma “la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria”. Según Alberto Hurtado, se equivocan quienes siguen pensando que la fe está fuerte: “La fe cristiana…se va debilitando casi hasta desaparecer en algunas regiones”.

            El P. Hurtado concluye que el orden social existente tiene poco de cristiano. Queriendo Dios nuestra santificación, “¿cómo santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma social?”. Esta reforma debe proceder de una vida interior intensa que “lejos de excluir la actividad social” la haga “más urgente”. “La fidelidad a Dios si es verdadera debe traducirse en justicia frente a los hombres”. Humanismo Social pretende despertar en los cristianos el sentido social, sin el cual ningún cambio de estructuras será posible.

Una mística para el alma de Chile

            Dicen que San Francisco es el más santo de los santos y el más italiano de los italianos. De modo semejante, la santidad de Alberto Hurtado crece en proporción directa a su amor cada vez más intenso por Chile. En el Balance patriótico Vicente Huidobro afirma que lo que a Chile le falta es “un alma”. De la justicia de esta sentencia, Dios dirá. Pero nuestra intuición más querida es que el P. Hurtado ha dado a este país “un alma”, la suya propia, que, descartado todo nacionalismo enfermizo, todavía está por configurar nuestro genio entre las naciones, según la imagen de Cristo.

            Es admirable como Alberto Hurtado se hace Padre de los niños más pobres de su patria: “¡Pobres seres humanos tan hijos de Dios como nosotros, tan chilenos como nosotros! ¡Hermanos nuestros en la última miseria! Bajo esos harapos y bajo esa capa de suciedad que los desfigura por completo se esconden cuerpos que pueden llegar a ser robustos y se esconden almas tan hermosas como un diamante. Hay en sus corazones un hambre de cariño inmenso, y quien llegue a ellos por la puerta del corazón puede adueñarse de sus almas”.

            En la fe en Cristo, el P. Hurtado descubre una fuerza integradora de su país. Por el contrario, el debilitamiento de la fe es visto como una amenaza contra el  país. Ha desaparecido en Chile el uso del término despectivo “huacho” y también el cariñoso “huachito”. ¿No será que Alberto Hurtado se ha convertido en otro “padre de la patria”? ¿O es que el “patroncito” nos está reuniendo a todos bajo el Padre de Jesús?

            Para terminar y para que la paternidad de Dios nos hermane en la caridad y en la justicia, hagamos nuestro el epitafio de Gabriela Mistral: “Démosle al Padre Hurtado un dormir sin sobresalto y una memoria sin angustia de la chilenidad, criatura suya y ansiedad suya todavía”.

¡Espíritu Santo, ven!

De vuelta en bus de Puerto Montt a Santiago, sentado y conversando con un mulsulmán, otra vez me di cuenta de la originalidad del cristianismo. El tipo era culto y fundamentalista. ¿Es posible algo así? Era médico en EE.UU. Hablaba bien. Me contó una parábola que me dejó con la boca abierta. Sentí por él una verdadera admiración. ¡Un oriental como Jesús! Pero estaba absorto en el cumplimiento al pie de la letra de las exigencias del Corán, además de otras prohibiciones de invención propia como la cafeína en las “negritas” y el bingo. No detallo otros pormenores del encuentro. Aunque sabrosos, darían para nunca acabar. Lo más interesante fue concluir que el Islam carece de lo que en el cristianismo es el Espíritu Santo; en la práctica, el Islam desconoce la libertad, el fruto más típico del Espíritu. A diferencia de Jesús, el primero de los hijos de Dios, Mahoma es el primero de los súbditos de Alá. Algo así como un Espíritu Santo que induzca amorosamente el cumplimiento de la voluntad divina en la libre conciencia de los fieles, tal como lo hizo en Jesús, en el Islam es simplemente impensable.

          Después me informé mejor. Islam significa “sumisión”. A diferencia de la revelación cristiana, de acuerdo a la cual Dios se autocomunica en todas sus obras, pero especialmente en la historia humana y más que nunca en el hombre Jesús, en sus hechos y sus palabras,  Alá “dictó” el Corán a Mahoma para que fuera observado tal cual. Es decir, para el Islam Alá no cuenta con la contribución humana para revelarse, ni con sus dichos ni con sus acciones, sólo se sirve de su profeta para señalar a sus fieles su ser trascendente y su voluntad de salvación. Tan “dictado” es el Libro Sagrado que no toca interpretarlo, ni puede ser leído correctamente sino en árabe. Lo que entendí es que en esta religión no hay más que una interpretación, lo que equivale a decir que ninguna. Y, por el contrario, concluyo que sólo una fe trinitaria –lo veremos- puede ser causa de libertad humana auténtica. No son todas las religiones lo mismo.

El riesgo del fundamentalismo

     Pero, ¿estamos libres los cristianos del fundamentalismo? No, nadie. Contra el fundamentalismo no hay más remedio que el Espíritu Santo, ¿pero cuántos gozan de su libertad? Suele suceder que se reduce el cristianismo a otra religión más, otro código más de verdades de fe, reglas morales y ritos sacramentales, como si fuese mejor exorcizar los peligros de la existencia que correr el riesgo de crear algo nuevo. Es decir, una religiosidad parecida a la que aplastó a Jesús y de la que Jesús logró, en principio, liberarnos. Otra religión más de las que pretenden eximir al ser humano de hacer su propia historia, legislándole por anticipado todos los pasos posibles, contestándole con antelación cualquier cosa antes de dejarlo en la duda, como si la fe consistiera en un catálogo de respuestas más que, en la incertidumbre e interrogantes que nos pone la vida, confiar radicalmente en Dios y en su Palabra.

          Este riesgo tiene su historia. El conflicto que llevó a Jesús a la muerte fue en primer lugar religioso. Quienes instigaron la eliminación de Jesús fueron los piadosos: los sacerdotes, fariseos y escribas que no aceptaron que Jesús predicase un Reino cimentado en el amor ilimitado de Dios por la humanidad. ¿Cómo tolerar que alguien relativizara la importancia de la Ley? El “ungido” con el Espíritu, Cristo, transgredió el Sábado en favor de hombres y mujeres concretos que, en situaciones concretas, requerían un gesto concreto del amor de Dios. Más grave aún, los expertos religiosos no soportaron que Jesús cuestionara la justicia de Dios con parábolas como las del “hijo pródigo” y los “trabajadores de la viña”. Que Jesús compartiera la mesa con los publicanos, los pobres y las prostitutas, llevando la bendición divina a ellos, los excluidos por la Ley, avivó la furia de los piadosos que lo acusaron de hacer el bien con la energía del Diablo y no del Espíritu.

 

          Tampoco los discípulos de Jesús fueron capaces de un seguimiento adulto de su maestro. Hasta el último momento esperaron que un mesías omnipotente, remplazándolos, restituyera la independencia política de Israel por la vía de la fuerza. Sólo después de su resurrección descubrieron que “para la libertad los había libertado Cristo”: que la historia había que hacerla con la fuerza y según la inspiración del Espíritu, en vez de endilgársela a Dios simplemente o huir de ella, refugiándose en una observancia pueril de preceptos y castigos.

          A lo largo de 2.000 años, sin embargo, muchos cristianos hemos recaído en los mismos  males, con la esperanza de que Dios recompense nuestro servilismo. Se olvida que vivir de acuerdo a la voluntad de Dios, a su Palabra, es mucho más amplio y más exigente que hacerlo de acuerdo a su Ley. Pareciera que la revelación de un Dios trino no hubiera agregado nada a la historia religiosa de la humanidad. Sucede que muchos se persignan en el nombre de la Trinidad, pero no sospechan el alcance práctico de la fe trinitaria. Por cierto,  es difícil entender cómo Dios pueda ser uno y trino a la vez. Se reza a Dios igual que a Cristo, a la Virgen y a los Santos, etc., y se le piden favores lo mismo a El que a una animita o a una reliquia. Dios que es grande y bueno se las arregla para entendernos. Pero para aclararnos el camino y la manera, es que decidió la Encarnación.

El camino cristiano

          Si nos fijáramos en la historia de Jesús y en Jesús tratáramos de articular nuestra relación con Dios, todo sería más fácil. ¡El es el camino! Captaríamos, por ejemplo, que en el Nuevo Testamento al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo corresponden funciones muy distintas, aunque concurrentes a una misma misión, la misión de Jesucristo. ¿Cuál es el lugar de los cristianos en su relación con Dios? El de Cristo, el Hijo predilecto del Padre. El cristiano es otro “cristo” y otro “hijo”. El Espíritu Santo nos hace participar de la filiación divina de Jesús para que también nosotros imitemos la bondad del Cristo crucificado. Gracias al Espíritu de Jesús resucitado, los cristianos proceden del Padre y, seguros de su amor paternal, vuelven al Padre por el camino de la cruz.

          ¿Y la Ley qué? ¿Fue abrogada? Para nada. Lo que fue la Ley para el judaísmo, es Cristo para los cristianos. Cristo es el cumplimiento de la Ley. Las proposiciones de fe, las normas éticas y los ritos sacramentales del cristianismo son de algún modo Cristo, pero no agotan su personalidad. Son medios de Cristo en la medida, y sólo en la medida, que facilitan el encuentro con un Dios que nos quiere porque nos quiere y no porque a través de ellos pudiéramos canjear su cariño. Esta es la Ley de Cristo: Dios es para el hombre y el hombre para Dios. La libertad que el Espíritu de Jesús resucitado suscita en nuestros corazones y conciencias, libertad que es la gracia más típica del cristianismo, explica que los cristianos no deberían vivir en el terror a equivocarse, sino en la confianza para atreverse a cosas todavía mayores que las prescritas por la Iglesia.

          La Iglesia es un anticipo del Reino de la libertad. Las verdades de fe pueden decirse de mil manera, con tal de que expresen que Dios es bueno y nunca malo. Las normas morales lo mismo: la madre de cinco hijos, depresiva, esposa de un marido incontinente, alcohólico y cesante, delibera bien si en conciencia decide no tener más hijos y, en consecuencia, elige de los medios a la mano el menos malo. En virtud de la libertad cristiana se ha visto a sacerdotes encabezando tomas de terrenos cuando ningún otro se ha sacrificado por eliminar los bolsones de miseria. En fin, la creatividad infinita de Dios debería inspirar tantas liturgias distintas cuantos sean los bienes recibidos y la participación verdadera de sus hijos lo requiera.

         ¿Pero está libre la Iglesia de las sectas?  Siendo la secta la modalidad comunitaria del fundamentalismo, hay que reconocer que conductas sectarias y sectas cristianas las ha habido siempre en la historia de la Iglesia, y el peligro acosa a cualquiera de sus comunidades. Rabindranath Tagore nos ilumina: “Todas las sectas dicen -y lo dicen con orgullo- que la verdad, abandonando a todos los demás, se ha refugiado en ellas”. En la secta la interpretación de la verdad es una transgresión y los no elegidos están equivocados. El sectario concluye: “El error no tiene derechos”. En el peor de los casos, todo se reduce a la opinión de un gurú, ¡a sus caprichos!, y a su veneración. La secta, aunque no lo confiese, pretende el poder. En ella se juzga a los demás para dominar a los demás, porque el que tiene la verdad, se dice, tiene la obligación de hacerla prevalecer. Sin embargo, nada hay más contrario a la libertad cristiana y a la catolicidad de la Iglesia que el sectarismo.

          De dos maneras la Iglesia ha sabido precaverse del sectarismo. Primero, reconociendo y no escandalizándose de la fragilidad de su propia humanidad. La santidad de la Iglesia consiste en su permanente conversión. “Santa prostituta”, la llamaron con cariño los Padres de los primeros siglos. Pero, además, aprendiendo a discernir la verdad en las otras religiones y culturas, en cualquier ser humano por perdido que se encuentre. Nadie está tan perdido, cree esta Madre, para no tener siquiera una pizca de razón. Por esto, la Iglesia ha debido esforzarse no sólo en anunciar que Jesucristo es la verdad, sino también en reconocer que esta verdad, el Espíritu la gesta incluso, y abundantemente, más allá de sus muros. No todas las religiones dan lo mismo. En ninguna parte como en el cristianismo la libertad es tan valorada. Pero también las otras religiones, toda la humanidad está en camino de la libertad y tiene derecho a ella. También los musulmanes, aunque se priven de las “negritas” y el bingo, saben algo que podríamos aprender de ellos.

 

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.

"El pobre es Cristo"

La campaña de la última Cuaresma impulsada por los obispos de Chile reproduce exactamente la intuición más profunda del Padre Hurtado: “El pobre es Cristo”. Y, más importante aún, expresa el fondo del Evangelio.  De una imagen de Jesús, el aviso sostiene “él es Cristo”; de una fotografía de un pobre dice “él también”.

          Pero, ¿es posible admitir algo semejante? ¿No es ésta una exageración? ¿Un exabrupto devoto?

Falsa y verdadera identificación

 

          En un sentido, no es posible identificar a Jesucristo con los pobres ni con nadie. Para los cristianos Jesús es Dios. Y Dios, si bien se manifiesta en la creación como el músico en su música, no es parte suya ni depende de ella más que en el caso de Cristo. María no es Dios. Los pobres tampoco lo son. Ya el libro del Génesis destaca la separación entre Dios y su creación, apartándose de las mitologías orientales vecinas que mezclaban a las divinidades con los sucesos mundanos, y que terminaban haciendo del mal un hecho divino y, en consecuencia, “natural”. Para la Biblia el mal, y más precisamente la pobreza, es fruto del pecado del hombre, una realidad aborrecida por Dios.

          Pero aun sucede que los seres humanos, creyentes o ateos, solemos absolutizar ciertas cosas o ideas, rindiéndoles una adoración que no merecen. Motu proprio identificamos -para protegernos o para obtener algún beneficio- realidades mundanas con Dios mismo o su equivalente en dignidad. Los poderosos, cuando les conviene, divinizan el mercado. En el campo religioso hay devotos que creen tanto que Cristo está en la hostia que ninguna otra criatura les parece que puede acercarnos a él.

          El pobre no es Cristo. Es muy sano notar la diferencia. Los pobres son los predilectos de Dios por su dolor, por la injusticia padecida. También por su pobreza moral: Dios ama con preferencia a los que no tienen ni siquiera virtudes para intercambiar con El. Ellos, como todos, tienen muchos vicios y taras. Es indispensable observar su diferencia con el Inocente que comparte el destino de los pobres para liberarlos de la pobreza porque, de lo contrario, no será posible para nosotros amarlos -ni amarse ellos a sí mismos- sin justificar su injustificable situación.

          Cuando no se observa esta diferencia se cae en mistificaciones de los pobres, del pueblo y de las causas populares que, en vez de ayudar a los pobres a salir de la pobreza, sirven paradójicamente para mantenerlos en ella. Se mistifica a los pobres cuando se los hace depositarios de toda verdad y justicia, aunque estén equivocados, como si su dolor por sí solo exculpara cualquier error y eximiera de la fatiga de inventar una sociedad igualitaria. Entonces, y aunque se desee todo lo contrario, la “divinización” de los pobres suele traducirse en una “eternización” de su miseria.

          Lo que es imposible para el hombre no lo es, sin embargo, para Dios. No corresponde identificar al pobre con Cristo, pero Cristo se ha identificado con él y ha pedido ser reconocido en el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el enfermo y el preso (Mt 25, 31-46). Se nos dice que Dios se ha hecho hombre. La cuestión es todavía más profunda: “Dios se ha hecho pobre”.

          El testimonio bíblico de la parcialidad de Jesús con los pobres es tan abundante que habría que tijeretear todo el Nuevo Testamento para dar escapatoria a los ricos. No hay escapatoria, lo que hay es conversión. No se trata de que los ricos estén condenados ni que Dios los odie o algo semejante, sino que, aunque sea difícil de entender, sólo es posible gustar el amor de Dios en la medida que se comparte la experiencia de empobrecimiento del Hijo de Dios en favor de la humanidad triste y expoliada. Jesús nació pobre, vivió como  pobre entre los pobres y murió desnudo en la cruz, todo para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9).

          ¿Por qué son así las cosas? Es esta una cuestión de fe. No es posible comprenderla más que entrando en el despojo divino: entiende el que cree y cree el que imita la generosidad de Jesús. En las cosas de la fe, la práctica lleva la delantera a la teoría: conoce a Dios el que ama al que sufre y sólo lo ama el que se perjudica a sí mismo en su favor. Al contrario, si la fe manda vestir al desnudo sin esperar recompensa alguna, la opinión común ordena huir de él, vestirlo para que no friegue o para jactarse entre los iguales.

          Creer que el “pobre es Cristo” es una paradoja de la fe, pues no depende de nosotros establecer la identificación sino simplemente reconocerla y sacar sus consecuencias. Pero tampoco en el ámbito de la fe el asunto es tan fácil. También a los creyentes ronda el espíritu mercantil que espera devengar algún provecho incluso de las intuiciones místicas más profundas. Creer que “el pobre es Cristo” no se presta al comercio con Dios sólo cuando significa, primero, recibir a Cristo en el pobre y, segundo, servirlo como merece.

Recibir y dar a Cristo en el pobre

 

          Para dar es preciso recibir. Es fácil dar a los pobres sin recibir de los pobres. Aparentemente, no tienen nada que dar. Además, está de moda ser caritativos con ellos y, mejor aún, reproduce el sistema. Pero recibir de los pobres, recibirlos, es difícil y pone en jaque el Estado del Bienestar y la Cultura de la Mendicidad.

          Cuando recibimos a Cristo en el pobre, en cambio,  somos humanizados por Él. Cuando el pobre entra en nuestra vida la desordena, nos pone en crisis, porque no es posible seguir siendo los mismos si damos espacio a su vida, a su pena, a su historia de luchas y fracasos. ¡A su esperanza! En ninguna relación humana la vanidad tiene futuro. Recibir al Cristo pobre genera una suprema humildad. El pobre arruina nuestros proyectos. Delante suyo hacemos el ridículo. Frente al pobre, ante cualquier ser humano, sólo toca la torpeza: no podemos manipular su reacción. ¿Enrostrará nuestra egolatría? ¿Acogerá nuestra propia miseria? El pobre es factor de humanización porque incorpora simbólicamente la verdad antropológica más honda: ¡todos somos pobres! No somos nada que, en última instancia, no hayamos recibido de Otro por medio de otros.  Y, en consecuencia, sólo en cuanto pobres y empobreciendo unos por otros, podemos comunicarnos auténticamente. Esta es la pobreza de espíritu, la pobreza de Jesús, gracia abundante del Evangelio y condición absoluta del mismo.

          El pobre es Cristo que carga con las consecuencias de nuestra injusticia social, amén de nuestra caridad humillante y nuestro voluntariado disfrazado de caridad. Sobre todo, en el Cristo pobre Dios nos ofrece su perdón. Recibir al pobre es exponerse a la terrible prueba de ser juzgados y redimidos por Él. Todo se invierte: ¿quién da y quién recibe? Cuando el pobre es Cristo, el que da recibe y el que recibe da.

          Nuestra sociedad está amenazada por la mendicidad, otra forma sutil y grave de deshumanización. A corto plazo es imperativo mitigar los efectos de la miseria más resistente. A largo plazo necesitamos integrar a los pobres con su participación y su derecho a equivocarse, sus dolores y sus ilusiones.

          Nada hay más grande que recibir a Cristo en el pobre, el crucificado de hoy. Cuando esto sucede, la transformación de la existencia es completa, la alegría no tiene comparación. La dadivosidad que utiliza la beneficencia a los pobres para incrementar la vanidad, es causa de alegrías discretas, puntuales, insuficientes para blanquear la fortuna acumulada con injusticia. También es precaria la alegría que produce la liberalidad destinada a puro aplacar a Dios. No es precaria, es absurda: Dios es amor. Pero cuando descubrimos que no estamos solos, que el menesteroso es persona e interpela, cuando somos acogidos por el Cristo pobre con nuestra propia finitud, la felicidad alcanza cotas de vida eterna.

          Entonces surge la caridad auténtica. En un mundo cada año más desigual, los cristianos no se quedan esperando el Santo Advenimiento. Dan hasta que duela: ¡se dan ellos mismos! Son capaces de arruinarse la vida, contentos, para rescatar a los niños, a los ancianos, a cualquiera que sucumba en la marginalidad y el abandono. Comienzan por casa: soportan al hijo limitado, por años acuden a su llanto. Toleran crucificados la rapiña del adolescente drogadicto. Cuentan con la lucha de los últimos y sus raquíticos intentos de salir adelante por sus propios medios. Disciernen la limosna: una ayuda localizada, oportuna, proporcional puede alentar una recuperación o sostener siquiera una muerte digna; pero una ayuda bobalicona, egolátrica y desmesurada puede aniquilar una personalidad incipiente y corromper los sistemas de solidaridad que los pobres tejen con sacrificio. No puede haber pecado mayor que convertir a un pobre en un mendigo. Ni habrá milagro más milagro que hacer de un mendigo un hombre digno capaz de cuestionar a fondo las seguridades, las costumbres, las asociaciones y las ideas equivocadas de santificación que hemos elaborado para utilizarlo.

          Todo lo anterior es generosidad auténtica y no a medias, en la medida que cumplimos el mandato de PauloVI de “no dar como caridad lo que se debe por justicia”. La beneficencia cínica y fraudulenta, que devuelve a los pobres lo que se ha robado a los pobres, si no es posible descartarla del todo conviene llamarla por su nombre.

En conclusión

          No podemos divinizar a los pobres. También ellos necesitan convertirse. Dios no quiere su pobreza, ella es consecuencia del egoísmo humano. Pero para erradicarla Dios cuenta con los pobres, en vez de acudir en su socorro de modo paternalista, prescindiendo de su dolor y de su lucha por levantarse. En la Encarnación Dios se identificó con el pobre Jesús, hasta el despojo radical de la cruz, para que lo reconociéramos como el Dios que reconcilia el mundo desde su revés, tomando partido por los perdedores de la historia.

          La identificación de Dios con Jesús pobre es una cuestión de fe. El que cree, cree. El que no cree, no cree. El que no cree hallará buenas razones para desentenderse del pobre o para seguir utilizándolo en pro de la hermosa idea de sí mismo. El creyente, en cambio, verificará su fe permitiendo que el pobre, sacramento de Cristo, lo empobrezca en un comienzo y lo enriquezca hacia el final.