Archive for 26 septiembre, 2006

La determinación misionera de Aparecida

Aparecida ha sido un acontecimiento eclesial. Disponemos de un Documento conclusivo. Pero Aparecida fue también un encuentro de la Iglesia latinoamericana representada por sus obispos y en colaboración con sacerdotes, diáconos, religiosos, expertos e invitados ecuménicos.

No es intención aquí dar cuenta cabal de lo ocurrido. Tocamos un solo punto, un solo tema, porque la V Conferencia ha querido darle importancia: Aparecida llama a la Iglesia de América Latina y del Caribe a misionar. Benedicto XVI, en la carta que autoriza la publicación del Documento final, respalda esta motivación de la Conferencia: “ha sido para motivo de alegría conocer el deseo de realizar una Misión Continental que las Conferencias Episcopales y cada diócesis están llamadas a estudiar y llevar a cabo, convocando para ello a todas las fuerzas vivas, de modo que caminando desde Cristo se busque su rostro”.

Este artículo ofrece una reflexión que ayude a comprender esta intención misionera. Se lo hace acogiendo las sugerencias más ricas del Documento Conclusivo, teniendo en cuenta el contexto que reclama de la Iglesia una acción evangelizadora y las intuiciones de fondo de las últimas conferencias episcopales.

Necesidad de misionar

No es nuevo que la Iglesia quiera embarcarse en una tarea evangelizadora. Hay un impulso originario en el cristianismo por anunciar la salvación a todos los pueblos y a bautizarlos en el nombre del Dios trino.

En el presente concreto de América Latina, sin embargo, la necesidad urgente de misionar dice relación con una percepción de desgaste del catolicismo latinoamericano. La fe cristiana ha penetrado la cultura del continente. El cristianismo ofrece una religiosidad que alimenta la vida de nuestros pueblos. Los católicos siguen siendo una inmensa mayoría. Pero algo está cambiando. El Papa dijo al inicio de la Conferencia: “Se percibe (…) un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas” (nº 2).

Esta situación proviene de cambios avistados hace ya cuarenta años atrás por el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 4-10). Estos cambios se han agudizado. Aparecida sostiene que, en la sociedad del conocimiento, en tiempos de globalización, las personas necesitan mucho más información para funcionar, pero a la vez sufren la fragmentación de la información política, económica, científica, etc., resultándoles muy difícil unir tanta información y no frustrarse. El discernimiento de este signo de los tiempos se apoya firme en las ciencias sociales, pero no se reduce a ellas. El texto recuerda que Dios debe seguir constituyendo el fundamento de la unidad de la vida humana. Pero el problema es hoy aún mayor. En la medida que la transmisión de la fe de una generación a otra es alterada por estos fenómenos, el catolicismo latinoamericano tradicional ha comenzado a diluirse. Y, aunque el Documento no lo diga, las autoridades de la Iglesia en una sociedad pluralista y democrática no logran representar la unidad que, en nombre de Dios, están llamadas a fomentar. La misma institución eclesial tiende a ser desplazada de la arena pública. Sus noticias no son noticia. Una sociedad que funciona en otros registros parece no necesitar de una autoridad superior que la unifique.

Necesidad de un texto

Las noticias llegadas de Brasil nos hablaron de un clima espiritual de gran concordia, lo cual se debió, probablemente y entre otras cosas, al contacto con la feligresía sencilla reunida en el templo mariano y a la celebración cuidada de la Eucaristía.

Una experiencia así de rica no puede pasar inadvertida. En Aparecida primó el espíritu de comunión de una Iglesia que goza con verse reunida, rezando y bien dispuesta a anunciar a Jesucristo. En Aparecida la Iglesia recuperó algo de la identidad latinoamericana que, desde los tiempos de Helder Camara y Monseñor Larraín a nuestros días, ha debido conquistar paso a paso.

La Conferencia se realizó ensombrecida por Santo Domingo. En la IV Conferencia la interferencia del Vaticano fue traumática. El Documento que sintetizó los resultados de las conferencias locales llegó a poner entre paréntesis su “recepción”, es decir, la acogida que el pueblo de Dios hace de un concilio o de una doctrina. Aparecida no podía transformarse en otro Santo Domingo. Queda la impresión, por ello, que el resultado de la Conferencia tiene mucho que ver con la reconquista del derecho a una Iglesia latinoamericana.

La redacción del Documento fue una opción. Pudo no habérselo escrito. Pudo haber bastado el Documento recién señalado, que había dejado una muy buena impresión. Pero se prefirió escribir un texto nuevo. El texto impulsa a una misión. Y, tal vez sin quererlo la Conferencia expresamente, la unidad, la comunión y la intención ecuménica de la Iglesia vivida en Aparecida, no solo es necesaria para misionar sino que por sí misma, en tiempos de individualismo, fragmentación y exclusión social, tiene fuerza misionera.

Una misión posible

Aparecida nos manda a misionar. El texto fue aprobado de un modo prácticamente unánime. El Espíritu sopla en esta dirección. Debemos plantearnos seriamente cómo nos convertiremos en misioneros. Si Dios ha hablado, la Iglesia latinoamericana entera tendrá que renunciar a su complacencia, revisar las modalidades pastorales que impiden la acogida del Evangelio y crear otras nuevas que lo hagan posible.

El encuentro con Cristo

La convicción básica de la Conferencia es que no se puede ser misionero si no se es discípulo y, por otra parte, que ningún discípulo puede eximirse de la misión, porque el mandato de anunciar a Jesucristo a todas las naciones está inscrito en su bautismo (Mt 28, 19).

La novedad de este planteamiento estriba en que, en las actuales circunstancias, el discípulo-misionero o el misionero-discípulo, no podrá ser tal si no tiene “un encuentro personal y comunitario con Jesucristo” (DA 11). El catolicismo se erosiona día a día, sin una auténtica experiencia de Dios en Cristo. Esta convicción estaba ya presente en los documentos anteriores. En el Documento Conclusivo se nos dice: “No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados” (12). Sin un encuentro vivificante con Cristo, la fe cristiana “corre el riesgo de seguir erosionándose y diluyéndose de manera creciente en diversos sectores de la población” (13).

La expresión “encuentro” para referirse a la experiencia espiritual es especialmente rica. El encuentro con Dios en uno como nosotros, el hombre Jesús y nuestro hermano, en quien se generan relaciones comunitarias simétricas y fraternas, constituye un modo muy feliz de hablar de la experiencia cristiana de Dios.

La experiencia de Dios como “encuentro” con Cristo tiene un anclaje antropológico que orienta aún mejor lo que Aparecida nos pide. Podemos decir que “encuentro” alude a lo que puede ocurrir entre dos personas. Así de simple y hermoso. Así de complejo y peligroso. Cuando el encuentro es tal que ambas personas se constituyen una a partir de la otra, se abre naturalmente a la amistad de terceras personas, constituye una comunidad y permite reconocer la comunidad que, tal vez imperceptiblemente, sostenía y posibilitaba estas relaciones.

El Documento indica dónde podremos encontrar a Cristo. En la escucha de la Palabra, en la participación en la Eucaristía, en María, en los santos, en la religiosidad popular… Todo queda supeditado, sin embargo, a un encuentro que, para ser cristiano, debe ser insustituiblemente personal. Puede faltar quien anuncie la Palabra, puede faltar quien celebre la Eucaristía, pero no puede faltar el encuentro con el prójimo. La Palabra y la Eucaristía apuntan a un encuentro de los hombres en Cristo. La lectura de la Palabra tiene una fuerza misionera extraordinaria. En torno a ella se han creado comunidades cristianas de todo tipo, en diversos sectores sociales, cuyo centro lo constituye el compartir las personas su vida. También la Eucaristía tiene una razón de ser misionera. En ella se da por excelencia la vida compartida entre hermanos en Cristo y con Cristo, que los reúne en un mismo Padre en virtud del Espíritu de amor y de comunión universal.

Pero el sello misionero último del encuentro con Cristo lo pone el encuentro con el hombre despojado y abandonado en el camino. El Buen Samaritano es el misionero cristiano (cf. Lc 10, 29-37). Pues ocurre que, de hecho, la escucha de la Palabra y con mayor razón la participación en la Eucaristía no están a la mano de tantos bautizados latinoamericanos. La Iglesia no tiene capacidad pastoral para atender tantas necesidades. Y, por otra parte, ella queda atrapada en las decisiones que ha tomado para custodiar ese encuentro con Cristo. La misa incluye y excluye. La indicación de Aparecida de encontrar el rostro de Cristo en el rostro del pobre, libera a la Eucaristía de convertirse en una reunión de privilegiados. El amor a los pobres salva a la Iglesia de sus propios límites y la encamina a su misión universal.

Encuentro con el pobre

Aparecida ha querido “ratificar y potenciar” (396) la opción preferencial por los pobres. Los pobres de hoy son sobre todo aquellos que “no son solamente explotados sino sobrantes y desechables” (65). La V Conferencia confirma la índole cristológica de la opción por los pobres. En tres oportunidades el Documento detalla in extenso cuáles son hoy los rostros latinoamericanos que merecen una atención especial (cf., 65, 402, 407-430). Estos son los rostros de Cristo. Un cristiano no puede eludirlos. Afirma el texto: “El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos” (257). Los pobres remiten a Cristo,  porque es Cristo que se identifica con ellos: “todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo” (393).

Según Aparecida hay muchas maneras de ser pobre en América Latina. Se podría pensar que el concepto mismo de pobre ha sido descrito hasta desvirtuárselo. Pero no. La importancia dada a los innumerables rostros de pobres corre en paralelo a la convicción de Aparecida –presente de punta a cabo en el Documento- acerca del carácter “no-optable” de la “opción”. No hay cristianismo que pueda esquivar la mirada del Cristo pobre porque es precisamente esta la primera mirada que debiera captar nuestra atención.

La V Conferencia nos lleva aún más lejos. Citando al Papa, nos recuerda que hay otra pobreza, la peor de todas, la de no reconocer la condición antropológica básica de todo ser humano ante el misterio de Dios y de su amor, que “es lo único que verdaderamente salva y libera” (405). Es pobreza no reconocer nuestra pobreza. Reconocerla, en cambio, constituye la condición sine qua non de relaciones humanas fundadas en un Dios que ama a todos sin exclusión. El encuentro con el pobre anticipa y esclarece un encuentro entre personas independientemente su origen y condición. Tiene de suyo, por tanto, un alcance universal.

La pregunta misionera es entonces cómo anunciar al pobre el Evangelio de la vida. Pero, hay una pregunta anterior. Es esta: ¿cómo dejar que el pobre nos mire y nos diga que Dios no quiere su sufrimiento? Sólo puede haber misión cristiana allí donde las personas que se encuentran se enriquecen mediante un empobrecimiento recíproco. Aún más, la misión cristiana se constituye en misión universal cuando consiste en encuentros con aquellos que evitamos encontrar, con esos rostros y esas miradas que han sido eludidos porque habría sido demasiado oneroso hacerse cargo de ellas. Esta misión tiene sentido, en definitiva, porque hay un mundo de víctimas que necesitan que se les anuncie el Evangelio. Víctimas inocentes que, por otra parte, comprenden mejor el Evangelio y son sus primeros misioneros. Para Aparecida los pobres son sujetos, son protagonistas, son capaces de evangelizarnos (cf., 398).

¿Cómo hacer…?

 El Documento puede ser releído preguntándose cómo es efectivamente posible aquel encuentro personal y comunitario con Cristo. Por lo mismo correspondería preguntarse: ¿cómo se forman misioneros, cristianos en general, seminaristas, religiosas capaces de encontrarse con los demás?  ¿Cómo se aprende a mirar a los que en la sociedad o en la misma Iglesia son mal mirados? ¿Qué tipo de comunidades facilitan encontrarse unos con otros?

Convendría tener en cuenta que allí donde la Iglesia promueva y favorezca encuentros con Cristo pobre, será de veras misionera porque, en tiempos de desintegración social y soledad, responderá a la mayor de las necesidades con comunidades solidarias y fraternas.

Muchas otras cosas se pueden decir de Aparecida. Si se lee su Documento en la perspectiva de su intención misionera, tendrá que reconocerse que mantener invariada la opción preferencial por los pobres por cuarenta años, desde Medellín hasta ahora, probablemente constituya a futuro la causa más importante de que América Latina continúe siendo cristiana. 

Observación espiritual de los cambios culturales

El presente artículo es un esfuerzo por escrutar los cambios culturales en nuestra experiencia de cristianos comprometidos con el Señor en la vida religiosa.  Hemos recibido el Evangelio como buena Noticia y buscamos caminos para anunciarlo también a otros.  La cultura no la tenemos delante sin tenerla adentro, sin que ella nos reciba y sin que nosotros la reproduzcamos sucesivamente.  Nosotros mismos somos la cultura que debe ser discernida.   En la medida que constatamos esta verdad hemos de reformular la pregunta a partir de la cual nos aproximamos a la cultura.  Ya no nos preguntamos qué está ocurriendo en el mundo en que vivimos, sino qué “nos está ocurriendo”, a nosotros, religiosos latinoamericanos en este mismo mundo. Descubrir en nosotros cómo ocurre la inculturación del Evangelio, lo cual es condición para su anuncio.  De ahí el valor e importancia de responder con profundidad a esta pregunta.

Lo hacemos en la perspectiva teológica de los signos de los tiempos.  Nuestra postura es esperanzada: Dios actúa y actuará en la historia a través de Cristo y de su Espíritu.  Según la mente de Benedicto XVI, podríamos decir que el Verbo continúa haciéndose en nosotros “historia y cultura”.  Juan XXIII nos advertiría en contra de los “profetas de calamidades”, quienes añoran el pasado y ven siempre el futuro en decadencia.   Nuestro deseo es ser profetas de esperanza y ofrecer una mirada que ayude a combatir el malestar ante novedades o involuciones que pueden atemorizarnos.

Nuestra postura quiere ser lúcida.  Hacemos el esfuerzo de entender los fenómenos, discerniéndolos hasta donde podemos hacerlo. Nos ayudamos para esto de las explicaciones científicas de la cultura, que nos servirán en la medida que las comprendamos a la luz de la fe.  Aún así, humildemente debemos reconocer la dificultad de comprender está ocurriendo en nosotros en un mundo cuyo futuro nos resulta bastante impredecible y que vemos disputado entre fuerzas favorables y contrarias al Reino de Jesús, fuerzas que nos tironean de lado a lado.  Sin embargo, reconocer esta limitación no nos libera de la responsabilidad de ofrecer, dentro los límites de lo posible, una mirada que nos permita situarnos comprometida y responsablemente como religiosos en el mundo presente.  Es lo que este escrito quiere favorecer.

A continuación analizamos a la luz de la fe nuestra propia experiencia bajo cuatro aspectos, los correspondientes a cuatro signos de los tiempos.

1.- Experiencia del tiempo como “presente”

La época actual acentúa el valor del presente y ello supone tanto una oportunidad como una amenaza para la vida consagrada.  Por un lado constatamos que el presente lleva las de ganar.  Bajo muchos respectos los tiempos pasados no fueron mejores que los actuales, incluso para algunos ellos fueron muy malos.  No los echamos de menos. Pero al mismo tiempo está en muchos de nosotros la nostalgia de gestas heroicas.  Guardamos el recuerdo de un “relato”, una misión que daba en el clavo en lo que se necesitaba, hubo pastores…

Integrar la tensión que existe entre el valor del pasado y el amor al presente es un desafío que como vida religiosa debemos enfrentar.  Los viejos tienden a vivir de los recuerdos, esto es así y es justo permitírselos.  Pero no habría derecho a impedir que los demás, especialmente los más jóvenes, amen la vida que tienen, prueben y se equivoquen, y vayan explorando nuevas posibilidades de evangelización.  Es un asunto de justicia, pero sobre todo un reclamo cultural.

Junto con reconocer la legitimidad de vivir el presente, hemos de buscar caminos para transmitir la sabiduría contenida en la historia vivida.  Puede ocurrir que los jóvenes no quieran mirar al pasado porque se han cansado del “cuento” de los mayores. “Siempre lo mismo: el 11 de septiembre, Pinochet…”.  En este caso, sin embargo, se corre el riesgo de no trasmitirse a la generación siguiente una experiencia importante.  El hombre solo aprende de sus errores.  Por otra parte, la fuga del pasado puede deberse a las culpas que nos persiguen. Tampoco están libres los jóvenes de heredar la culpa -y el disimulo- de sus padres.  En Chile hay tantos que lograron pasar desapercibidos en su postura frente a las violaciones de derechos humanos, que se ha hecho normal escabullirse. Se dirá que la vida necesita del olvido; que no habría que despreciar el presente, porque seríamos injustos con la vida que se nos ofrece hoy, y que sería inútil ir a recuperar el tiempo perdido.  Cabe argumentar diciendo que el presente reclama lo suyo y es justo dárselo.  Que Dios nos quiere felices ya, que el placer no es pecado y que Dios nos ha hecho gozadores.  Y, aún cuando hay mucho de verdad en todo esto, el olvido del pasado es arma de doble filo.  Si bien no podríamos recordarlo todo, de hecho nadie tiene capacidad psíquica para algo así, no podemos olvidar que somos lo que llegamos a ser.  Sin actualizar el pasado nos desmoronamos.

La otra cara de la moneda es una reminiscencia del pasado que puede conspirar contra un reconocimiento del valor del presente.  No se puede descartar que algunos disfrutemos mirando al pasado, celebrando las antiguas batallas. Pero esta posibilidad no autoriza a negar la importancia de poner la mirada en los signos de “estos” tiempos.  Ante todo se trata de contemplar la acción sorprendente, pero a menudo humilde, de Dios en los nuevos acontecimientos.  Y, si de esto se trata, también puede haber jóvenes que, asustados con los cambios, piensen en reeditar una vida religiosa estereotipada, “más santa”. El conservadurismo puede darse en los jóvenes incluso más que en los viejos.

La experiencia del tiempo puede, además, considerarse bajo otro respecto. Los religiosos, al igual que los contemporáneos, queremos que ya ahora nuestro trabajo sea exitoso y placentero. Tal vez como nunca antes la frustración estriba en “no ser” o “no tener” lo que se quiere en el presente. La rutina es tolerable, pero no necesaria. Somos capaces de postergar la felicidad con tal de disfrutar el momento. La entretención determina el rating. La televisión es, sobre todo, diversión.  Puesto que esta constituye un fin muy estimado en nuestra cultura, también nosotros preferimos entretenernos con nuestros apostolados. Hoy, en “tiempo real”, cuando el sector privilegiado de la humanidad cuenta con los medios para comunicarse inmediatamente con los demás, podemos tener un trabajo apostólico “sensacional”. En principio es legítimo. Si se puede, por qué no desearlo. La vida, las clases, el trabajo, bien pudieran serlo. No hay razones para despreciar esta posibilidad. Es perfectamente digno quererlo e intentarlo. Buscar éxito apostólico inmediato, nada tiene de malo. ¿Para qué postergar la eficacia? La formación nos tomó tantos años… Los años que nos quedan son para rendir al máximo. Lo antes, mejor. Nuestra cultura nos pide resultados ahora (ventas, puntajes, metas). Si estos están a la mano, sería absurdo renunciar a ellos.

Los tiempos nos imponen ser divertidos. Queremos ser simpáticos. Pero los aplausos suelen corromper. Más aun cuando no solo se trata de divertir a los demás, sino de divertirnos con nosotros mismos. La pretensión de entretención puede ser corrosiva de la disposición a la obediencia, de la aceptación de los trabajos que nadie quiere, de las iniciativas más inseguras, de los riesgos de la fama y demás asperezas de la misión. El inmediatismo puede arruinarnos. El “presentismo” puede segarnos el futuro.

Además de lo anterior, el presente reclama su derecho porque el futuro es incierto: el trabajo es inseguro; los compromisos definitivos fallan; el progreso se ha vuelto peligroso; las guerras están siempre a la espera; la manipulación genética da escalofríos; las posibilidades de involución económica y cultural están a la puerta. No se puede mirar hacia adelante más que con anteojeras, oteando selectivamente lo que cada cual pueda buenamente forjar para sí y los suyos más cercanos. No es fácil pedir a todos que piensen en clave de “bien común”. Si no fuera por la fe, tendríamos poderosas razones para desanimarnos: la lenta renuncia al Concilio Vaticano II y una Iglesia seca en pastores y profetas; congregaciones que se pasman; centros de formación que se concentran. No nos faltan documentos orientadores… Pero el mal espíritu nos convence de que estamos en retirada.

¿Para qué entonces pensar en el futuro si ahora podemos sacar partido a lo que tenemos? Podemos agachar la cabeza y trabajar… Podemos hacernos de una parroquia personal, crear un archivo de direcciones que nos contacten a diario, incursionar en las páginas web o generar algunas amistades más jóvenes que nos mantengan al día… Porque si lo que manda es el presente, si lo que nos mueve es la obsesión por el reconocimiento actual, no podemos soñar a 100 años plazo. Y no podemos hacerlo, porque el futuro a 100 ó 200 años, más que nunca, es un albur.

En esta clave cultural de temporalidad una inculturación del Evangelio tiene mucho paño que cortar. ¿Cómo anunciar en este tiempo al Señor de la historia? Esta es la pregunta. El mismo Señor podría respondernos, “buscad el Reino y su justicia, y el resto se les dará por añadidura”. A lo cual se podría agregar: el Reino es el kairós cumplido con la Encarnación, el acontecimiento decisivo que redime el pasado y abre el futuro porque revela que este mundo no es mero mundo, sino creación de un Dios providente y responsable de sus criaturas; el Reino es Jesús que ama sin arredrarse ante la muerte, y es Cristo que, resucitado, ubicado ahora al centro del universo y de la historia, por medio del Espíritu, abre la cultura a su dimensión trascendente; el Reino es la eucaristía como memoria passionis, como recuerdo de las víctimas del pasado, y como anticipo del perdón y de la reconciliación que redimen a la experiencia egoísta, mezquina y timorata del presente. El Señor podría también decirnos, el Reino de los cielos se parece a una semilla de mostaza o a un hombre que buscaba perlas finas…

 2.- El pluralismo

El pluralismo es signo de estos tiempos.  La emergencia de nuevos sujetos humanos y el reconocimiento de sus derechos civiles y sociales no puede no ser visto como una señal de la Providencia.  Incluso  donde el pluralismo no es resguardado jurídicamente, representa un valor cultural considerable. Hoy se tiene alta estima de la opinión de los demás y de sus estilos de vida, lo cual supone un aprecio por la apertura mental y el diálogo como vía de entendimiento. La tolerancia se erige como una expresión precisa del reconocimiento que cada cual merece en virtud de su diferencia personal, racial, cultural o religiosa. La actitud de aprecio de las diferencias gana los corazones y produce variados modos de convivencia. Pero cuando no se llega a tanto, nuestra cultura valora la tolerancia como una virtud mínima que favorece el entendimiento pacífico. Concomitante con todo esto, quiéraselo o no, en Occidente prevalece el “libre examen” y el reciente “giro hermenéutico de la razón”. La verdad que nutre la libertad, exige una interpretación y quien dice tenerla, es sospechoso de querer imponerse a los demás.

Muchos religiosos nadamos bien en estas aguas, sintonizamos fácilmente con el reclamo a la libertad de conciencia y los movimientos sociales liberacionistas. Nos gusta que la gente sea protagonista de sus vidas y no nos asusta, al contrario, promovemos que las personas lo intenten probando y equivocándose. La verdad, en definitiva, es Jesucristo, el acontecimiento escatológico que nadie puede acaparar y que todos sin excepción deben encontrar en sus propias vidas y culturas a lo largo del tiempo.

Pero nosotros mismos comenzamos a experimentar las consecuencias de un pluralismo que, mal entendido, llevan al individualismo y, de este, a la fragmentación anímica y social, al relativismo y a la pérdida del sentido de la vida. El pluralismo es signo de los tiempos pero, sub contrario, también lo es la crisis de la unidad. El signo de los tiempos es la libertad, la búsqueda de la autonomía, su reivindicación y su reconocimiento político y jurídico. Pero, en el reverso de esta moneda, las sociedades naturales o elegidas, las autoridades y las instituciones, experimentan una presión que compromete a veces esa unidad que, en última instancia, es condición de posibilidad de aquella misma libertad y de los derechos que la salvaguardan.

El nefasto individualismo nos ha entrado en la sangre, debemos reconocerlo. La pluralidad convertida en individualismo nos arrastra a relativizar las relaciones con los demás, hasta desinteresarnos por ellos o simplemente utilizarlos. En este caso el pluralismo, paradójicamente, se devora a sí mismo.  El relativismo nos amenaza cuando absolutizamos un valor que solo es tal en referencia a otros valores.  Entonces, perdemos de vista que nuestra historia es un camino de humilde tras una verdad que verdaderamente dé consistencia y sentido a nuestra vida.  Por el contrario, la atomización pluralística de la verdad, y subrepticiamente, la apropiación de toda verdad sirve a nuestros mezquinos intereses. Es curioso advertir que el relativismo moral se amiga con un tipo de tolerancia que, a corto plazo parece deseable, pero a fin de cuentas resulta deletéreo. Allí donde se pasa del respeto a los demás a la indiferencia ante los demás, con mayor razón cuando se desvirtúa un principio neutral y universal que regule sus relaciones, el tan querido pluralismo acaba en el predominio de los fuertes sobre los débiles.

La verdad y la justicia exigen la relatividad y excluyen el relativismo. Ellas relacionan a unos con otros, son el resultado de la relación de unos y otros, y sucumben en cambio cuando unos prescinden o se imponen a otros. En realidad, no hay auténtico pluralismo fuera de los cauces del bien común, esto es, de la unidad como comunión.

El pluralismo se adentra en nosotros y nos exige tomar una posición política. En primer lugar, produce efectos benéficos en personas a las que la sociedad ofrece ser miembros suyos, reconociéndoles el derecho a un lugar digno, a condiciones morales y materiales mínimas para desempeñarse, y a mecanismos para progresar. En segundo lugar, el pluralismo consigue estos bienes mediante una articulación política democrática. En una sociedad pluralista y democrática las personas, por lo general, se sienten consideradas y capacitadas para participar en algún grado en la toma de decisiones acerca del bien común. El pluralismo mengua, en cambio, en los regímenes políticos dictatoriales o autoritarios, con las conocidas secuelas de miedo e inhibición en las personas. El pluralismo y la democracia se dan la mano, especialmente cuando en la sociedad los medios de comunicación social hacen de ágora en el cual los ciudadanos pueden enterarse de los asuntos comunes y formarse una opinión en relación a las posiciones en disputa. Por supuesto que las sociedades, aun siendo pluralistas y democráticas, no gozan de toda la transparencia que las personas necesitan ni están libres de la manipulación mediática de los dueños de los medios. Pero en ella los motivos de malestar y frustración son más visibles, y dan menos pie a los rumores que tanto enrarecen la confianza que la convivencia requiere.

El pluralismo, ni siquiera asegurado democráticamente, garantiza la realización que las personas demandan. Pues en sociedades en las que lo plural acaba en la atomización, allí donde los procesos de individuación conducen a la conversión de las personas (relacionadas) en individuos (aislados), el paso a soledad y a la exclusión está muy cerca. Las sociedades latinoamericanas malamente integradas, con o sin democracias, experimentan la pobreza como exclusión. Esta, según Aparecida, no es cosa solo de “‘explotados’, sino ‘sobrantes y “desechables’” (DA 65).

Esto se aplica tanto al interior de nuestras comunidades como en el modo de situarnos como religiosos en el mundo actual.  Podemos hacer de nuestras instituciones espacios de pluralismo y diálogo fecundo, capaces de fortalecer la pertenencia de nuestros miembros, potenciar a las personas y comprometernos en un proyecto común o permitir que nos gobiernen tendencias autoritarias que inhiben y marginan.  Podemos contribuir con una sociedad democrática o hacernos cómplices de sistemas que no lo son y que finalmente conducen a la pobreza que excluye y margina a muchos.  Lo que no podemos es pensar que lo propio nuestro es la neutralidad frente a estos dinamismos: necesariamente siembro o desparramo.

La polaridad entre la pluralidad y la unidad es estructural en el ser humano. En la filosofía remonta a la clásica distinción entre lo uno y lo múltiple. En las religiones el problema se replica y, en el cristianismo, encuentra en la respuesta trinitaria su mejor articulación. En la Encarnación el Hijo asume la creación en toda su diversidad; bajo otro respecto, en Dios las personas no son anteriores ni posteriores a la comunidad, sino que esta se constituye por una comunión recíproca, mutua y perijorética, en virtud del amor que Dios es y que le permite manifestarse.  Constituirnos en espacios que afirmen la pluralidad en la unidad, es el gran desafío.  Solo seremos constructores de aquello que seamos como vida religiosa.  A nosotros religiosos nos toca vivir este misterio y anunciarlo a las personas y a la sociedad.

3.- La era de la tecnociencia

Uno de los signos de los tiempos más poderosos de nuestra era es la tecnociencia, su capacidad para transformar la realidad e impactar en las personas. La tecnociencia consiste en la amalgama de la investigación científica y la tecnología, y, a la vez, de ésta con la economía de producción de bienes. La técnica siempre buscó eficacia (capacidad transformar) y eficiencia (optimización de los recursos). En la modernidad la técnica se sirve de una ciencia que objetiviza la realidad en cifras matemáticas. La industria invierte en investigación con el propósito de trasformar la realidad en bienes que se transan en el mercado. La realidad, en virtud de la capacidad de la tecnociencia, tiene un valor tasable en cifras económicas.

Si bien el desarrollo tecnológico, bajo el impulso económico, ha mejorado inmensamente las condiciones de vida de la humanidad, también ha traído para la ciencia una pérdida de gratuidad.  Uncida al carro de la técnica, que a su vez está al servicio del capitalismo, la búsqueda desinteresada de la verdad y la contemplación de la verdad, en definitiva, ocupan un lugar marginal en la cultura. Lo real es mensurable, controlable, manipulable y, por último, comercializable. Lo que vale es el producto de la tecnociencia que se transa en el mercado. Por esta vía, los medios se transforman en fines. Las metas de la vida humana -metas que en la perspectiva de la antropología cristiana no pueden ser sino gratuitos- se desdibujan. La ingeniería genética, por ejemplo, promete lo imposible a los desafíos de la salud, tras lo cual las personas quieren vivir a cualquier costo. Y así en otros campos. Los padres y las madres, otro ejemplo, trabajan horas extras, con horarios cambiados, ahorrando para que sus hijos sean universitarios, pero dejando a veces a sus hijos en el más completo abandono. La sustitución de los fines por los medios, por los instrumentos, por lo “secundario”, desquicia a nuestra sociedad. La utopía materialista se nutre de la máxima capitalista del progreso ilimitado, todo lo cual tiene efectos profundos en la psiquis de las personas. Y, de paso, aun elevando la calidad de vida de las masas, necesariamente excluye a los que no pueden pagar su participación en esta cultura.

La cultura científica y técnica funciona en clave teleológica. Se mueve por utopías intramundanas. Concibe el futuro como mera transformación de una realidad que excluye el don gratuito que son las personas para sí mismas y es, por definición, aun cuando no lo sea por declaración, atea. No extraña, en consecuencia, que los cristianos más lúcidos de su condición vivan incómodos en este mundo. El cristianismo opera en un registro escatológico. Para la fe cristiana el fin de la historia se cumplió ya en Cristo, de un modo completamente gratuito, y está por verificarse en plenitud a través de un progreso que depende del uso de la razón, de la ciencia y de la técnica, pero que se ordena a la gloria de Dios, a la alabanza del creador, que ocurre mediante un compartir gratuito entre los seres humanos. Los cristianos no son optimistas ante el futuro, tienen esperanza, que no es lo mismo. Construyen el futuro, pero incardinando la óptica teleológica del progreso en la matriz escatológica que requiere la tendencia secular a la utopía, la corrige y la lleva a plenitud. Para los cristianos la muerte, la enfermedad, el deterioro no son males absolutos. Tiene una dimensión creatural que, en Cristo, hace las veces de condición para alcanzar una vida más plena.

También a los religiosos la tecnociencia nos seduce. Aunque la espiritualidad cristiana abunda en recursos para centrar las cosas en la gratuidad del amor de Dios, algo sucede que nos fascinan los medios. No podemos carecer del computador de última generación. A veces nos consideramos tan necesarios que nuestro gasto per capita puede alcanzar para sustentar a más de una familia pobre. Se nos puede olvidar que el éxito que verdaderamente importa no se ha debido nunca a los instrumentos sino a la gracia de Dios, la cual a menudo necesitó más el martirio que muchos aparatos.

Suele ocurrir que predomina en nosotros el paradigma teleológico por sobre el escatológico. Los separamos, pero luego no podemos unirlos y terminamos quedándonos con históricamente predominante. Este nos persuade: somos tan necesarios que nos cuesta enfermar, envejecer y morir. Pero también se dan casos de religiosos que no se aferran a la vida. Así significan el Reino. Nuestro mundo tiene enorme necesidad de un testimonio de gratuidad y abandono en la Providencia.

4.- La metamorfosis de la religiosidad

La humanidad, especialmente Occidente, asiste a una de las transformaciones religiosas más grandes de su historia. La metamorfosis de la religiosidad es equivalente a la del tiempo eje, aquel período que se extendió por unos mil años, antes y después de Cristo, en el que cuajaron las grandes religiones monoteístas. Los factores del cambio pueden ser muchos. La globalización ha incidido en una fluidez y una compenetración de los credos y de las prácticas religiosas.  Si bien esto es algo que no ocurre por primera vez en historia, se presenta como una fuerza que enriquece y amplía las posibilidades de encuentro con Dios acorde con las nuevas maneras de sentir el mundo como no se había visto nunca.

Las religiones tradicionales han entrado en crisis. Las instituciones religiosas se agrietan. Sus dirigentes pierden autoridad ante sus fieles. Estos quieren elegir por sí mismos qué creer y a quién obedecer. Predomina en el ambiente un amplio pluralismo. Y, como revés de la trama, un individualismo que acarrea soledad y desorientación. La cultura, los mismos cambios religiosos, han dejado a las personas sin la base cultural que da sentido a sus vidas. Rota la unidad tradicional del mundo que las acogió al nacer, las personas vagan entre ofertas de espiritualidad y agrupaciones que les otorguen contacto con Dios e identidad.  Tienen hambre de autocomprensión y de reconocimiento, pero no lo sacian solo con emancipación religiosa, eligiendo y sintetizando solas sus creencias. Han ido a buscar dentro de ellas mismas, se han ensimismado y han sucumbido al intimismo, para saltar luego afuera queriendo encontrar a Dios en aventuras colectivas novedosas (esotéricas o sectarias) o ultra tradicionales (que les ofrecen religiosidad que no está, sin embargo, a la altura de los cambios culturales en curso).

El ambiente religioso católico acusa estas tendencias. Hoy se caracteriza, sobre todo, por una enorme fragmentación. Desde el Concilio a esta parte se han abierto muchas posibilidades de identificación, de agrupación y de oración. El problema es la falta de comunicación que suele darse entre las diversas modalidades de ser católicos. Algunas veces se ha operado una suerte de sectarización de las pertenencias que conspira gravemente contra la catolicidad de la Iglesia y el espíritu de comunión en la pluralidad. El secularismo predominante ha liberalizado los vínculos tradicionales de la unidad, estimulando reacciones preconciliares de repliegue a lo conocido y de condena del mundo actual y de toda novedad. Estas reacciones se han vuelto militantes cuando encuentran en el compromiso social de la Iglesia una amenaza a posiciones adquiridas. La derechización de la Iglesia es una amalgama de miedo a los cambios y de búsqueda de reconocimiento, de amor a Dios y de necesidad de ungüento religioso a privilegios sociales injustificables.

La recepción del Vaticano II sigue siendo el gran desafío de la Iglesia Católica y, en ella, el gran desafío para nosotros como consagrados. A cincuenta años de su convocación, están aun presente las tensiones que lo requirieron; sobreviven los que ganaron y los que perdieron, y sus descendientes. El Concilio impulsó el surgimiento de una Iglesia latinoamericana, estimuló una obra de evangelización impresionante y gatilló el nacimiento de la primera teología propiamente local. La Iglesia Católica en América Latina ha cambiado de rostro.

Muy pocos discuten abiertamente los postulados dogmáticos y pastorales del Vaticano II, pero en la práctica las cosas son distintas. El predominio de la modernidad tardía y la incertidumbre acerca del futuro de la humanidad, han revitalizado, como reacción, a esa generación de  “anti-modernistas” que no se dio cuenta que la Iglesia tenía que cambiar y que hicieron lo posible por bajarle el perfil o sabotear el Concilio. Estos son los seguidores de Lefebvre, pero también muchos otros cuya actitud eclesial ante el mundo actual se caracteriza por el miedo y por insistir en la superioridad del sacramento por sobre la inculturación del Evangelio. Muy preocupante, en este sentido, es la nueva generación de obispos y de sacerdotes que actúan como si el sacerdocio ministerial fuera más importante que el sacerdocio común de los fieles. La novedad del Vaticano II consistió en lo contrario. De aquí que este olvido haya desembocado en la formación de un clero que tiene dificultades para comprender los cambios culturales. No hay duda que la actual crisis del catolicismo latinoamericano detectado en Aparecida -aunque Aparecida no lo reconozca- tiene mucho que ver con el nuevo sacerdote que ni conoce bien la doctrina ni la interpreta correctamente; que asegura la celebración de la eucaristía, pero deja caer las comunidades de base; que encara el mundo como enemigo y no como obra de un Dios que sigue creando.

En estos tiempos se presenta a la Iglesia una oportunidad única de anunciar el Evangelio a una humanidad huérfana de trascendencia y de pertenencia. La Iglesia es un punto de referencia al que, no obstante todas sus inconsecuencias, los contemporáneos dirigen la mirada esperando de ella una iluminación o un juicio. Los gobiernos quedan cortos en la oferta del sentido. A los Estados no les corresponde pedir “amor” a los ciudadanos ni tampoco ofrecer “compasión” o dar “toques de magia” a la vida humana.

En suma, a los cristianos nos une una doble lealtad, al mundo como creación de Dios y a la Iglesia como Pueblo de Dios. En este pueblo, uno entre los otros pueblos que Cristo ya ha redimido, debemos aguantar variadas tensiones. Todos estamos en camino. La impaciencia y la desesperación por la lentitud con que se avanza son comprensibles, pero no debieran apartarnos de lo fundamental: la Iglesia, los religiosos en ella, tiene que significar en el mundo su hondo deseo de unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (LG 1). Esta unidad es obra del Espíritu y se anticipa como una comunión que, no se puede olvidar, solo se alcanzará en plenitud con la Parusía.

Evangelización de la cultura

El Evangelio del Mateo concluye con un envío de Cristo resucitado a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que conozcan la buena noticia del reino de Dios (cf., Mt 28, 18-20). Desde entonces la evangelización constituye un imperativo para todo bautizado. Esta es nada menos que su misión. Los cristianos deben anunciar a Jesucristo como salvador del mundo en el nombre del Dios que lo creó.

El núcleo del mensaje no es otro que el proyecto de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre proclamó el advenimiento del Reino de Dios y, luego de su muerte y resurrección, la Iglesia anunció a Cristo mismo como triunfo de lo que Jesús trato de comunicar y por lo cual vivió. El Reino, la proclama de Jesús, consistía en el predominio de la misericordia de Dios sobre los pobres y los pecadores. Había que creer que Dios ama a unos y a otros, porque es Padre de todos como lo es de Jesús. La sentencia “felices los pobres” resume el Evangelio: Dios ama a los que padecen la miseria y injusticia, y a quienes se arrepienten de haber humillado a los demás y confían en el perdón de Dios; estos son, dicho de otro modo, los “pobres de espíritu”. Los “pobres” y los “pobres de espíritu” habrían de creer que Dios puede lo imposible: amar desinteresadamente a los que no merecen ser amados. Los sufrientes (hambrientos, enfermos, encarcelados, endemoniados, explotados, abandonados y tantos otros), que no salen adelante solos; y los pecadores, cuyas obras debieran avergonzarlos.

El Evangelio lo resume Jesús también de otra manera cuando invita a llamar a Dios “Padre”. Hasta la época no era normal invocar a Dios de esta manera. Constituía un exceso de confianza dirigirse a Él como Abbá, papito. Este que fue el centro de la vida espiritual de Jesús, habría de transformarse en el primer motivo de la oración de sus discípulos. El Maestro les enseñó el Padre Nuestro, revelándoles la originalidad mayor del Dios de Israel. Si Él es Padre de todos sin excepción, los cristianos se distinguirían en el mundo por su fraternidad y por sus esfuerzos por hermanar a la humanidad mediante el perdón recíproco y la acogida incondicional del prójimo.

Evangelización e inculturación

El año 1975 el Papa Pablo VI constató un divorcio entre el Evangelio y la cultura. Por casi dos mil años en Occidente se había logrado formar una cultura cristiana. Independientemente de los innumerables “peros” que merece esta afirmación, el cristianismo prosperó en la cuenca del Mediterráneo, tierra adentro y en las colonias europeas en el resto del planeta. El mensaje de la Iglesia por siglos no solo había penetrado en el corazón de las personas sino que, a través de estas, había podido generar valores, símbolos, modos de vida inspirados por Cristo. El Reino de Jesús se hizo cultura, aunque lo fuera en una medida que nos es imposible de discernir del todo. Y no podía ser de otro modo. Como ha recordado recientemente Benedicto XVI, el Hijo al encarnarse se hizo de algún modo “historia y cultura” (Conferencia de Aparecida, 2007). Nunca el Evangelio se dio fuera de una cultura. Pasó del ámbito judío al helénico, y a otros. Pablo VI declaró en Evangelii Nuntiandi que la síntesis cultural de su época acusaba una ruptura dramática. Desde el ’75 a esta parte la crisis se ha agudizado. Sin embargo, al anuncio de Jesús se le han abierto otras posibilidades.

Del mismo modo como el cristianismo experimentó tempranamente una asimilación griega, hoy puede ocurrir algo parecido en las muchas culturas de la tierra. La crisis declarada por Pablo VI no es mortal. La síntesis occidental se ha roto en varios países (aquí hay que distinguir ciertamente, la situación del cristianismo europeo, del norteamericano y del latinoamericano); la cultura moderna se ha desarrollado en conflicto con la tradición cristiana. Pero entre Evangelio y Modernidad hay puntos de encuentro, y entre Evangelio y otras culturas también. No debiera extrañarnos. Es Dios mismo que actúa en la historia humana, estimulando un encuentro racional entre sus criaturas.

Esto mismo, la posibilidad de entendimiento y convivencia de la humanidad en tiempos de globalización hace más necesaria que nunca la evangelización de las culturas. Pero requiere, además, una inculturación del Evangelio. En el primer caso son los cristianos los que cumplen su misión de anunciar a Jesucristo y, como los primeros discípulos, invitar a los pueblos a bautizarse. En el segundo caso, han de ser los otros pueblos y las gentes más diversas las que han de apropiar el mensaje del Reino en sus propias categorías culturales. Tal como en la antigüedad la evangelización del helenismo supuso una helenización del Evangelio, hoy se hace necesario que la proclamación de la paternidad de Dios sea comprendida en China, India, Mozambique y otras tierras, en las categorías culturales e idiomas de estos pueblos.

La inculturación del Evangelio complementa la evangelización de la cultura. Los cristianos como personas, pero también con cultura cristiana deben dar testimonio de la hermandad universal ante otros hombres. No pueden no hacerlo. Esta es su misión. Sin embargo, el Evangelio no debiera imponerse a la fuerza. Al mensaje de Jesús es inherente una acogida libre y en el lenguaje del que se convierte a su novedad. El concepto de inculturación es reciente en la pastoral de la Iglesia. Proviene de las misión cristiana en Asia como un correctivo decisivo a la expansión colonialista occidental. India, China, Africa entera son muy concientes de la función ideológica de la religión de Occidente. No están aceptando misioneros blancos. Si el Evangelio alguna acogida pudiera tener en estos continentes, la tendrá en su cultura. Aloysius Pieris, teólogo cenegalés, piensa que para que haya fe en Cristo en Asia debiera haber una iglesia asiática. ¿Podría haber una liturgia coreana, vietnamita, indonesiana…?

Una Iglesia latinoamericana

En América Latina se nos ha planteado este mismo desafío. En la Conferencia General del Episcopado tenida en Medellín (1968) la intención era aplicar los resultados del Concilio Vaticano II a la Iglesia de este continente. Pero resultó algo ligeramente distinto. La creación del CELAM liderada por hombres como Manuel Larraín y Helder Camera, ya presagiaba el surgimiento de una iglesia local latinoamericana. Los obispos en Medellín observaron con los ojos de la fe la realidad de sus países y descubrieron que el anuncio de Cristo debía hacerse cargo de la miseria y de la injusticia institucionalizada que aquí se padecía. Propugnaron así un cristianismo que volvía a anunciar “felices los pobres”.

La Conferencia de Puebla (1979) hizo suya la encíclica Evangelii Nuntiandi. Impulsó una evangelización que, ante el peligro del secularismo, tuvo muy en cuenta la cultura latinoamericana, rehabilitó el valor cristiano de la religiosidad popular y, en línea con Medellín, formuló la “opción preferencial por los pobres”. Desde entonces la Iglesia universal ha reconocido a la latinoamericana este mérito. El concepto alcanzó una difusión universal a través del magisterio de Juan Pablo II. Entre Medellín y Puebla surgieron en América Latina una multitud de comunidades eclesiales de base en las que se comenzó a leer la Biblia, relacionando la Palabra de Dios con la vida concreta de las personas. Despuntó la “Iglesia de los pobres”. Y, en relación con ella, la Teología de la liberación, hay que reconocerlo, la primera teología propiamente latinoamericana.

La Iglesia, sin embargo, no avanza en línea recta. Madura los cambios poco a poco. El Concilio significó una verdadera revolución teológica y eclesial. En cuatrocientos años, desde Trento, no hubo un concilio de la importancia del Vaticano II. Las aguas se agitaron. Se despertaron esperanzas desmesuradas. Unos quisieron ir muy rápido, otros prefirieron volver atrás. La confrontación ideológica de la Guerra fría complicó la recepción de las nuevas ideas, y el progresismo liberacionista popular fue frenado en seco. La Conferencia de Santo Domingo (1992) fue prácticamente intervenida por la Santa Sede. Los obispos reunidos difícilmente aprobaron un documento final. Este, no obstante las dificultades, tuvo la virtud de confirmar la opción fundamental de Puebla y de desarrollar el concepto de inculturación como no lo habían hechos las conferencias anteriores. Santo Domingo abrió la puerta a un cristianismo sensible a las diferentes etnias del continente. La teología latinoamericana de los últimos años ha hecho suyo este nuevo campo.

En Aparecida las aguas se han calmado. El ambiente en que se desarrolló la conferencia fue, en general, de gran cordialidad. El documento final ha dejado contentos a progresistas y conservadores. Incluso teólogos de la liberación pudieron hacer llegar sus planteamientos y fueron oídos. Aparecida tuvo ante sus ojos un escenario nuevo: los enormes cambios en la sociedad y las personas causados por la globalización. La V conferencia se abocó a discernir este fenómeno cultural, distinguiendo aspectos positivos y negativos. Los obispos constataron un serio debilitamiento del catolicismo latinoamericano. Y, estrechamente vinculado a la erosión de esta tradición, detectaron la dificultad para transmitir la fe cristiana de una generación a otra, en tiempos de individualización cultural y de libre elección de las creencias.

Aparecida ha sido una conferencia de comunión en la Iglesia latinoamericana. Ella pudo ahondar aún más la opción por los pobres. Siguiendo las palabras de Benedicto XVI ha proclamado la índole cristológica de esta opción eclesial. Ya no es posible ser cristianos sin optar por aquellos a quienes Jesús proclamó “felices”.

Esta última conferencia episcopal, cuarenta años después de Medellín, constituye un hito en el surgimiento de una Iglesia culturalmente distinta. Todavía está por verse cuánto más los sujetos latinoamericanos, indígenas, mujeres, jóvenes, intelectuales, etc., acogerán el Evangelio que la Iglesia les predica en su propio lenguaje y su condición particular.

A cincuenta años de la convocatoria del Vaticano II

Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el “papa bueno” encendió una fogata solo comparable a los concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).

 Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que comenzaban a destacar por esos años. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio salvado, debió considerarse lugar actual de la redención de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.

La Iglesia del Vaticano II miró el mundo con ojos nuevos. Por los rieles tendidos por el primer concilio Vaticano (siglo XIX) que había declarado la compatibilidad entre la fe y la razón, este segundo concilio Vaticano, en vez de condenar los cambios culturales y los resultados de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Y, yendo aún más lejos, en vez de fijarse en los errores de los no cristianos, miró a estos con simpatía y quiso dialogar con ellos.

Fue una revolución teológica que implicó una recomprensión de la Iglesia. Esta tomó mayor conciencia de ser “sacramento” y “pueblo de Dios”. Con lo primero se indicó que la Iglesia debía ser signo e instrumento de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Con lo segundo, ella se ubicó en un plano de humildad, caminando con toda la humanidad hasta el final de la historia.

Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría. Su recepción entre los fieles también ha sido muy mayoritaria. En cualquiera de los católicos, sin embargo, pueden aflorar actitudes pre-conciliares, dependiendo del asunto de que se trate. Pero cuando ellos deploran el mundo sin más, rechazan lo fundamental del Concilio.

Esta postura se evidencia en ideas intolerantes o sectarias. Así, algunos creen que si la Iglesia posee la verdadera salvación, a los otros –miembros de otras religiones o etnias, los agnósticos o los ateos, modernos o postmodernos– solo cabe convertirse al cristianismo. Probablemente, muy pocos se identifiquen con esta postura. Pero, en línea con ella, se suele dar una concepción de la relación de la Iglesia con el mundo de tipo unidireccional de enseñanza-aprendizaje que, sin mala voluntad, los católicos traducen en exigencias de comportamientos o en acciones que los no católicos perciben como impositivos. Y, cuando no se trata de imposición sino de defensa, los mismos católicos enfrentan a la Iglesia con la época, como si la Iglesia tuviera a la época delante de ella, y no dentro de ella. Los que piensan de este modo, no reparan en el alto costo que tiene el repudio de la propia humanidad.

La postura conciliar, en cambio, entiende que la Iglesia ha participado de la salvación del mundo. Ella, por tanto, debe discernir en la ambigüedad de las acciones humanas los signos de los tiempos inspirados por Dios. Esto, en el supuesto de que los católicos no tienen “la verdad”. Tienen a Cristo, pero como Evangelio que, vitalizando a la humanidad sin exclusión, obliga a explorar con todos las vías de la conversación y comunión universales.

A cincuenta años de la convocación del Vaticano II, cabe discernir nuevos signos de los tiempos: la libertad y el pluralismo, la operación de los medios de comunicación, la informatización del conocimiento, los despliegues de la tecnociencia, la economía del crecimiento, el cambio de paradigma en la moral sexual, las metamorfosis de la religiosidad y la sustentabilidad ecológica de la Tierra. La aceptación del concilio exige –a diferencia de la mirada condenatoria– descubrir en estos acontecimientos la voluntad del Creador de unos y otros.

"El pobre es Cristo"

La campaña de Cuaresma impulsada por los obispos de Chile reproduce exactamente la intuición más profunda del Padre Hurtado: “El pobre es Cristo”. Y, más importante aún, expresa el fondo del Evangelio. De una imagen de Jesús, el aviso sostiene “él es Cristo”; de una fotografía de un pobre dice “él también”. Los últimos años la foto corresponde a una mamá jefa de hogar: “ella también”, dice el cartel.

Pero, ¿es posible admitir algo semejante? ¿No es ésta una exageración? ¿Un exabrupto devoto?

Falsa y verdadera identificación

En un sentido, no es posible identificar a Jesucristo con los pobres ni con nadie. Para los cristianos Jesús es Dios. Y Dios, si bien se manifiesta en la creación como el músico en su música, no es parte suya ni depende de ella más que en el caso de Cristo. María no es Dios. Los pobres tampoco lo son. Ya el libro del Génesis destaca la separación entre Dios y su creación, apartándose de las mitologías orientales vecinas que mezclaban a las divinidades con los sucesos mundanos, y que terminaban haciendo del mal un hecho divino y, en consecuencia, una realidad “natural”. Para la Biblia el mal, y más precisamente la pobreza, es fruto del pecado del hombre, una realidad aborrecida por Dios.

Pero aun sucede que los seres humanos, creyentes o ateos, solemos absolutizar ciertas cosas o ideas, rindiéndoles una adoración que no merecen. Motu proprio identificamos realidades mundanas con Dios mismo o su equivalente en dignidad. Lo hacemos porque somos frágiles, y necesitamos defendernos de los peligros que nos acosan o porque debemos ganarnos algún pedazo de un mundo disputado con dientes y uñas.

El pobre no es Cristo. Es muy sano notar la diferencia. Los pobres son los predilectos de Dios por su dolor, por la injusticia padecida. También por su pobreza moral: Dios ama con preferencia a los que no tienen ni siquiera virtudes para intercambiar con El. Ellos, como todos, tienen muchos vicios y taras. Es indispensable observar su diferencia con el Inocente que comparte el destino de los pobres para liberarlos de la pobreza porque, de lo contrario, no será posible para nosotros amarlos -ni amarse ellos a sí mismos- sin justificar su injustificable situación.

Cuando no se observa esta diferencia se cae en mistificaciones de los pobres, del pueblo y de las causas populares que, en vez de ayudar a los pobres a salir de la pobreza, sirven paradójicamente para mantenerlos en ella. Se mistifica a los pobres cuando se los hace depositarios de toda verdad y justicia, aunque estén equivocados, como si su dolor por sí solo exculpara cualquier error y eximiera de la fatiga de inventar una sociedad igualitaria. Entonces, y aunque se desee todo lo contrario, la “divinización” de los pobres suele traducirse en una “eternización” de su miseria.

Lo que es imposible para el hombre no lo es, sin embargo, para Dios. No corresponde identificar al pobre con Cristo, pero Cristo se ha identificado con él y ha pedido ser reconocido en el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el enfermo y el preso (cf. Mt 25, 31-46). Se nos dice que Dios se ha hecho hombre. La cuestión es todavía más profunda: “Dios se ha hecho pobre”.

El testimonio bíblico de la parcialidad de Jesús con los pobres es tan abundante que habría que tijeretear todo el Nuevo Testamento para dar escapatoria a los ricos. No hay escapatoria, lo que hay es conversión. No se trata de que los ricos estén condenados ni que Dios los odie o algo semejante, sino que, aunque sea difícil de entender, solo es posible gustar el amor de Dios en la medida que se comparte la experiencia de empobrecimiento del Hijo de Dios en favor de la humanidad triste y expoliada. Jesús nació pobre, vivió como  pobre entre los pobres y murió desnudo en la cruz, todo para enriquecernos con su pobreza (cf., 2 Cor 8,9).

¿Por qué son así las cosas? Es esta una cuestión de fe. No es posible comprenderla más que entrando en el despojo divino: entiende el que cree y cree el que imita la generosidad de Jesús. En las cosas de la fe, la práctica lleva la delantera a la teoría: conoce a Dios el que ama al que sufre y solo lo ama el que se perjudica a sí mismo en su favor. Al contrario, si la fe manda vestir al desnudo sin esperar recompensa alguna, la opinión común ordena huir de él, vestirlo para que no friegue o para jactarse entre los iguales.

Creer que el “pobre es Cristo” es una paradoja de la fe, pues no depende de nosotros establecer la identificación sino simplemente reconocerla y sacar sus consecuencias. Pero tampoco en el ámbito de la fe el asunto es tan fácil. También a los creyentes ronda el espíritu mercantil que espera devengar algún provecho incluso de las intuiciones místicas más profundas. Creer que “el pobre es Cristo” no se presta al comercio con Dios solo cuando significa, primero, recibir a Cristo en el pobre y, segundo, servirlo como merece.

Recibir y dar a Cristo en el pobre

Para dar es preciso recibir. Es fácil dar a los pobres sin recibir de los pobres. Aparentemente, no tienen nada que dar. En los voluntariados, sobre todo en sus comienzos, se suele dar más que recibir. Puede ser muy complejo que una sociedad, que los mismos Estados, cultiven una cultura de la mendicidad.

Cuando recibimos a Cristo en el pobre, en cambio, somos humanizados por él. Cuando el pobre entra en nuestra vida la desordena, nos pone en crisis, porque no es posible seguir siendo los mismos si damos espacio a su vida, a su pena, a su historia de luchas y fracasos. ¡A su esperanza! En ninguna relación humana la vanidad tiene futuro. Recibir al Cristo pobre genera una suprema humildad. El pobre arruina nuestros proyectos. Delante suyo hacemos el ridículo. Frente al pobre, ante cualquier ser humano, solo toca la torpeza: no podemos manipular su reacción. ¿Enrostrará nuestra egolatría? ¿Acogerá nuestra propia miseria? El pobre es factor de humanización porque incorpora simbólicamente la verdad antropológica más honda: ¡todos somos pobres! No somos nada que, en última instancia, no hayamos recibido de Otro por medio de otros.  Y, en consecuencia, solo en cuanto pobres y empobreciendo unos por otros, podemos comunicarnos auténticamente. Esta es la pobreza de espíritu, la pobreza de Jesús, gracia abundante del Evangelio y condición absoluta del mismo.

El pobre es Cristo que carga con las consecuencias de nuestra injusticia social. De aquí que en el pobre Dios nos ofrece su perdón. Recibir al pobre es exponerse a la terrible prueba de ser juzgados y redimidos por Él. Todo se invierte: ¿quién da y quién recibe? Cuando el pobre es Cristo, el que da recibe y el que recibe da.

Nuestra sociedad está amenazada por la mendicidad, otra forma sutil y grave de deshumanización. A corto plazo es imperativo mitigar los efectos de la miseria más resistente. A largo plazo necesitamos integrar a los pobres con su participación y su derecho a equivocarse, sus dolores y sus ilusiones.

Nada hay más grande que recibir a Cristo en el pobre, el crucificado de hoy. Cuando esto sucede, la transformación de la existencia es completa, la alegría no tiene comparación. La dadivosidad que incrementa la vanidad, es causa de alegrías discretas, puntuales, insuficientes para blanquear la fortuna acumulada con injusticia. También es precaria la alegría que produce la liberalidad destinada a puro aplacar a Dios. No es precaria, es absurda: Dios es amor. Pero cuando descubrimos que no estamos solos, que el menesteroso es persona e interpela, cuando somos acogidos por el Cristo pobre con nuestra propia finitud, la felicidad alcanza cotas de vida eterna.

Entonces surge la caridad auténtica. En un mundo desigual, los cristianos no se quedan esperando el Santo Advenimiento. Dan hasta que duela: ¡se dan ellos mismos! Son capaces de arruinarse la vida, contentos, para rescatar a los niños, a los ancianos, a cualquiera que sucumba en la marginalidad y el abandono. Comienzan por casa: soportan al hijo limitado, por años acuden a su llanto. Toleran crucificados la rapiña del adolescente drogadicto. Cuentan con la lucha de los últimos y sus raquíticos intentos de salir adelante por sus propios medios. Disciernen la limosna: una ayuda localizada, oportuna, proporcional puede alentar una recuperación o sostener siquiera una muerte digna; pero una ayuda bobalicona, egolátrica y desmesurada puede aniquilar una personalidad incipiente y corromper los sistemas de solidaridad que los pobres tejen con sacrificio. No puede haber pecado mayor que convertir a un pobre en un mendigo. Ni habrá milagro más milagro que hacer de un mendigo un hombre digno capaz de cuestionar la calidad de nuestra bondad.

En conclusión

No podemos divinizar a los pobres. También ellos necesitan convertirse. Dios no quiere su pobreza, ella es consecuencia del egoísmo humano. Pero para erradicarla Dios cuenta con los pobres, en vez de acudir en su socorro de modo paternalista, prescindiendo de su dolor y de su lucha por levantarse. En la Encarnación Dios se identificó con el pobre Jesús, hasta el despojo radical de la cruz, para que lo reconociéramos como el Dios que reconcilia el mundo desde su revés, tomando partido por los perdedores de la historia.

La identificación de Dios con Jesús pobre es una cuestión de fe. El que cree, cree. El que no cree, no cree. El que no cree hallará buenas razones para desentenderse del pobre. El creyente, en cambio, verificará su fe permitiendo que el pobre, sacramento de Cristo, lo empobrezca en un comienzo y lo enriquezca hacia el final.

El Cristo de Aparecida

La V Conferencia episcopal de Aparecida, Brasil, promueve un “encuentro con Cristo” como experiencia de Dios decisiva para el futuro de la Iglesia Católica en el continente. El Documento final no tiene por objeto ofrecer la cristología que tal experiencia requeriría, pero hay en él con concepto implícito de Cristo que conviene elucidar. ¿De qué Cristo se trata?

El DA aviva la vocación misionera de la Iglesia para recuperarse de la erosión del catolicismo latinoamericano, pero sobre todo porque ve comprometida la cultura del continente. Propone “recomenzar desde Cristo” (DA 12, 41, 549) como condición indispensable de un cristianismo de fuertes raíces, capaz de encarar los nuevos tiempos y de evangelizarlos.

Encuentro con Cristo

Para el DA la experiencia espiritual del mismo Jesús constituye una pista clave para la espiritualidad cristiana. Esta, a semejanza de la de Jesús, debiera consistir en una dedicación completa al reino de Dios, en oración y discernimiento de la voluntad del Padre (DA 149). En nuestro caso el Padre debiera tener la iniciativa del encuentro con Cristo y el Espíritu tendría que revelarnos a Jesús como “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).

El “encuentro con Cristo” que Aparecida propicia se inspira en el encuentro que tuvieron los primeros discípulos con él. Estos llegaron a ser misioneros, en primer lugar, gracias a “la llamada” del maestro (DA 129-135). La pastoral debiera, en consecuencia, ayudar a las personas a descubrir el llamado que Jesús les hace a participar de algún modo en su misión. Para esto, debiera favorecer una experiencia personal e íntima de Jesucristo, un conocimiento de primer grado del Señor, que desencadene la fe de los llamados como ocurrió con Pedro y los demás discípulos y discípulas. Si alguien pudiera temer que la atracción de Jesús tuvo la fuerza de imponerse a la libertad de los suyos, el DA ofrece a los nuevos discípulos el antídoto: Cristo, el Señor, genera en sus discípulos relaciones horizontales de fraternidad y de amistad (DA 132).

En segundo lugar, el “encuentro con Cristo” se traduce en “una respuesta” de seguimiento de Cristo. Al igual que los primeros discípulos, los cristianos responden a Cristo por amor, libremente, yendo tras él en pobreza y encarando con él la muerte. No se puede ser discípulos sin ser misioneros, ni ser misioneros sin ser discípulos. El DA, repetidas veces, establece un vínculo indisociable entre ambas dimensiones del ser cristiano. El encuentro auténtico con Jesucristo alimenta estas dos dimensiones de un seguimiento que, en la vida de las personas y de acuerdo a su condición, ha de tener un comienzo, un desarrollo y una meta. El desafío, por tanto, es diseñar una pastoral que facilite un crecimiento y una fidelidad progresiva de las personas a su vocación, y no más una que reclame de ellas una perfección inmediata y abstracta (DA 276-285).

Corresponde hacer aquí una breve digresión. En una lectura atenta de los documentos de estas conferencias episcopales, llama la atención cómo a lo largo de los años las categorías de la experiencia espiritual cristiana mutan de la santidad y la perfección, al encuentro y al seguimiento de Cristo. En este caso prima la disponibilidad a una voluntad de Dios que debe ser buscada a lo largo de una historia de vida y que se oriente a un futuro conocido solo en la esperanza, que sea sustentado por la fe y anticipado por el amor. En correspondencia a este cambio de categorías, también es notaria la importancia que ha adquirido el “acompañamiento” de personas y comunidades, en vez de la dirección espiritual o el gobierno jerárquico. Toda vez que la relación se da en términos de “acompañamiento”, el protagonista del seguimiento de Cristo es el acompañado.

De aquí que la pastoral deba esperar de los discípulos de Cristo que comuniquen una experiencia más que una teología o pautas ideales de conducta cristiana. Dicho en otros términos, la misión debe preferentemente contagiar a Cristo “persona a persona” (DA 550).

Cristo, vida plena

El Cristo de Aparecida es vida divina para la vida humana. En el título de la Conferencia se ha querido indicar que la verdadera vida depende de una experiencia de un Cristo vivo (“Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida”).

Aparecida se orienta por las palabras del Papa cuando este afirma: “Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida” (Discurso Inaugural, 4).

Cristo hace vivir porque es ejemplo perfecto de cómo se vive la vida. Pero, más importante aún, porque él es la vida divina, la vida de amor trinitario comunicada humanamente a nosotros (DA 193). La persona de Jesús en sí misma es una buena noticia de vida: él ha inaugurado el reino de vida ofrecido a toda suerte de personas, especialmente a los más pobres, mediante su praxis compasiva. El bautismo y la eucaristía nos permiten acceder de un modo privilegiado a Jesús. A través de estos sacramentos se consigue una vida más fraternal.

El DA establece una relación integrada y equilibrada entre la vida eterna que Jesús es y la vida terrestre con todas sus vicisitudes y dimensiones. Esta vida eterna no se verifica solo en el futuro y menos en desprecio de nuestra vida ordinaria y limitada en el tiempo y el espacio. Jesucristo es ya hoy salvador de todo lo humano. El lleva a plenitud lo creado, liberándonos de las condiciones inhumanas de vida (DA 358).

El Cristo del reino

La salvación cristiana tiene un carácter esencialmente personal. Dios, por cierto, se nos ofrece en bienes de diversa naturaleza: tierra, hijos, salud, trabajo, educación, etc. Pero, en definitiva, Dios se nos da Él mismo en persona, en la persona de Jesús (DA 243, 244, 136).

A ratos el DA deja la impresión de que el “encuentro con Cristo”, con su persona, absorbiera el Reino que inauguró Jesús de Nazaret. En este sentido se cumpliría aquella antigua queja que reza: “Jesús anunció el reino y la Iglesia anunció a Jesús”. Esta es, por cierto, una verdad a medias. Pero, aún cuando el énfasis de la salvación sea puesto en la persona del Hijo de Dios, el DA asegura que en virtud de esta condición Jesús es principio de fraternidad entre todos los hombres y mujeres, y entre todos los pueblos.

La verdad sea dicha,  el DA destaca in recto la importancia del Reino de Dios. En el capítulo octavo conecta estrechamente el Reino con los pobres, gracias al vínculo inseparable entre estos y Cristo. Se afirma: “Todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo” (DA 393). En línea con esto mismo, tal vez lo más novedoso de la cristología de la Aparecida consista en la compresión de la revelación del Hijo. Esta, en América Latina, exige ver a los pobres en el rostro de Cristo (DA 32) y ver a Cristo en el rostro de los pobres (DA 407-430).

Por esta razón la opción por los pobres recibe una confirmación sin par. La asegura el Papa en su discurso inaugural: “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9)” (Discurso Inaugural, 3). El DA sostiene: “Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo” (DA 392). No se puede ser cristianos sin optar por los pobres. A cuarenta años de Medellín, después que Puebla y Santo Domingo reiteran su importancia, se puede decir que esta conclusión teológica ha sido confirmada como una moción cierta del Espíritu.

A Aparecida, sin embargo, no le basta la mediación interpersonal entre Cristo y los pobres. Si hoy predomina la visión de la ciencias sociales de acuerdo a la cual la sociedad es irreformable (pues ella se constituye mediante la operación de subsistemas autorreferidos), si se considera que la pobreza de millones de seres humanos es una fatalidad, el DA sostiene que la pobreza es consecuencia de la injusticia. Aparecida encara el lado oscuro de la globalización y, no obstante tanto fracaso histórico, llama a cambios sociales estructurales (DA 358, 384).

En fin, la V Conferencia entiende que la opción por los pobres exige ante todo respeto por los pobres y por su lucha por superarse. Y, en continuidad con Puebla, recuerda la capacidad extraordinaria que tienen los pobres de evangelizar a la Iglesia. Dice el documento: “¡Cuántas veces los pobres y los que sufren realmente nos evangelizan!” (DA 257).

Un único salvador

Aparecida resalta, aunque no con la misma frecuencia con que lo hace sobre los aspectos anteriores, que Jesucristo es el único mediador de la salvación. El es el Liberador y el Salvador (DA 6). El problema cristológico más discutido en el resto de la catolicidad también es tema en América Latina. Habría sido extraño que en este continente la Iglesia no tuviera que encarar la enorme dificultad de dar razón de Jesucristo ante el pluralismo cultural y religioso.

Jesucristo es el salvador de todos los aspectos de la vida, del pecado y de la muerte; el único capaz de llevar a su plenitud a todas las criaturas (DA 356, DA 292).  Aparecida, sobre los pasos de Benedicto XVI, sostiene que él es el principio de conocimiento de la realidad y, por tanto, que quien conoce a Jesucristo puede comprender la realidad (DA 22).

Siendo así las cosas, el anuncio misionero de Jesucristo es una imperativo irrenunciable. Todos los pueblos debieran conocer a su Redentor. La misión debe realizarse con una doble actitud: con apertura a todas las culturas y religiones (ninguna de ellas carece de auténticos valores); y con valentía para enfrentar las resistencias a este anuncio (DA 377). La Conferencia de Santo Domingo, no obstante todo lo que se pueda decir de su realización, orientó la misión en la línea de la inculturación del Evangelio.

En Aparecida, sin embargo, se desdibuja algo tan importante como que el sujeto de la inculturación sea la Iglesia local. Esto es, que la Iglesia acoja el Evangelio en las categorías culturales del lugar geográfico o del pueblo determinado en los que ella se halla, en sus modos propios de convivencia y de celebración, en sus valores éticos, sus costumbres e instituciones.

Tarea pendiente

Con su propuesta de un “encuentro con Cristo” Aparecida sale al paso del debilitamiento del catolicismo latinoamericano. La V Conferencia acierta, de este modo, con uno de los signos de los tiempos más característicos, a saber, el de la religión por opción, por decisión personal, y no por mera recepción de una herencia de fe. Reenviar a la experiencia cristiana originaria, sin embargo, no es fácil.

La cultura occidental, al valorar en extremo la libertad individual, nos ha hecho más individualistas, menos dóciles a las exigencias comunitarias. Suele oírse en los ambientes cristianos “Cristo sí, la Iglesia no”. De aquí que, si en el futuro se hará difícil transmitir la fe en Cristo por la vía de la tradición, que se lo haga ahora por la vía de la decisión libre y subjetiva no puede ser suficiente. La experiencia religiosa, incluso la más intensa, mal canalizada puede conducir al intimismo, al sectarismo o al fanatismo.

La Iglesia Católica tiene un modo propio de estimular y custodiar la experiencia de Dios en Cristo que constituye la condición exacta de la preservación del cristianismo. Es plenamente consciente de que el encuentro con Cristo debe ser “personal y comunitario” (DA 11). En ella las comunidades, con sus autoridades a la cabeza, disciernen la autenticidad espiritual de las experiencias particulares de Dios. Pero es esta modalidad católica de la transmisión de Cristo la que requiere de un aggiornamento. Hoy parece tinaja trizada que no retiene ya el agua.

Cabe entonces preguntarse ¿será capaz la Iglesia latinoamericana de promover un encuentro eclesial con Cristo? A saber: ¿tendrá la creatividad para ofrecer a los latinoamericanos, especialmente a los pobres y los diversos, comunidades con tradición cultural propia y con autoridades verdaderamente representativas de la historia común que les da identidad? El DA recuerda a la Iglesia las vías comunitarias y sacramentales que encausan la experiencia espiritual personal. Pero su autocrítica en materias clave es insuficiente. No se ha revisado bastante el predominio del sacerdote en las comunidades cristianas. Hay también enseñanzas doctrinales que no son recibidas por la mayoría del Pueblo de Dios, si no fuertemente resistidas. Las modificaciones introducidas posteriormente al texto aprobado por la conferencia referente a las comunidades eclesiales de base, es imperioso recordarlo, han enervado a los mismos obispos participantes en Aparecida porque entorpecen justamente lo que se trata de conseguir.

Esta necesidad de fortalecer la índole comunitaria del encuentro con Cristo, debiera ser satisfecha a un nivel todavía más alto, este es, al nivel de importancia que el Concilio Vaticano II  le dio a la pluralidad de iglesias católicas locales. Para que haya experiencia personal de Cristo auténticamente católica necesitamos una Iglesia de veras latinoamericana. La comunión vivida en Aparecida, la diversidad de puntos de vista acogidos y la casi unánime aprobación de su texto, indican por dónde hay que seguir.

El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese

Me referiré al Jesús de la película de Scorsese, es decir, ni exactamente al Jesús del libro de Niko Kazantzakis La última tentación de Cristo en el que se basa, ni necesariamente a la imagen de Cristo personal de Scorsese. Asumo otra regla interpretativa: la intención de Scorsese no es catequética, como tampoco lo ha sido la de Kazantzakis, sino artística. Es legítimo recrear la vida de Cristo. Los artistas deben hacerlo. Los cristianos con mayor razón. Aunque en este caso hay que advertir desfiguraciones teológicas menores y mayores. Además de los reparos que se señalarán en adelante, resulta odioso, por ejemplo, que Pedro aparezca como un pelele y la Virgen como una más entre las madres posesivas.

La intención de este artículo es presentar y juzgar teológicamente el film. Al hacerlo, en un primer momento, me detengo en el Jesús de la Iglesia con el objeto de ofrecer a los lectores un marco fundamental de juicio que les permita discernir en esta película u otras realizaciones artísticas parecidas el valor teológico de cada una de ellas.

El Jesús de la Iglesia

¿Qué enseña la Iglesia sobre la identidad y sobre la humanidad de Cristo? ¿Cuál es su doctrina acerca de la psicología humana del Hijo de Dios? En la teología cristiana hay fundamentalmente dos modos de concebir a Jesucristo: para la tradición alejandrina, Jesús es un Dios humano; para la tradición antioquena Jesús es un hombre divino. Ambos enfoques son legítimos en la medida que conceden a Jesús enteramente, y no en parte, la divinidad y la humanidad. La tradición alejandrina subraya que la salvación es posible en cuanto la actuación humana de Jesús refleja el querer y el poder de Dios. La tradición antioquena, en cambio, enfatiza que Dios ha podido la salvación con la actuación y la libertad humana auténtica de Jesús. La postura antioquena cae en la herejía “nestoriana” cuando hace pensar que la unidad de Cristo proviene de la concurrencia en él de dos sujetos, el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret, y especialmente cuando por hacer a Cristo más parecido a nosotros le concede la posibilidad de pecar. La postura alejandrina, por su parte, se transforma en herejía “monofisita” cuando al privilegiar la unidad del Hijo de Dios hecho hombre menoscaba en algún sentido su humanidad, en particular su adhesión libre a la voluntad de su Padre.

La regla de oro en la concepción de Jesucristo consiste en creer que el Hijo de Dios es igual a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4,15). La dificultad, empero, crece en la medida que se busca aclarar cómo se articula en él su conocimiento y libertad humanas con su conocimiento y libertad divinas. Contra quienes sostenían que en Jesucristo sólo hay un actividad y una voluntad divinas, las del Hijo de Dios, pues de esta manera se pensaba preservar la imposibilidad en él del pecado, la Iglesia definió que en Jesús hay también una actividad y voluntad humanas, sujetas perfectamente a la actuación y al querer de Dios. En otras palabras, en su existencia terrena, “kenótica”, limitada y no “gloriosa”, Jesús comparte nuestra historicidad. Es decir, que las limitaciones de espacio y tiempo afectan realmente y no en apariencia el desempeño de su libertad y, por extensión, su conocimiento (Mc 13,32 y Mt 26,36-46). Pero no es necesario otorgar pecado a Jesús para hacerlo más humano, porque lo que se ha revelado en Cristo es precisamente que el pecado no forma parte de nuestra naturaleza, sino que es el principio exacto de su corrupción. “Por nosotros”, Jesús ha sido “uno con nosotros” incluso en el pecado, pero sufriéndolo, jamás causándolo.

Por su unión perfecta con su Padre Jesús se supo humanamente el Hijo de Dios, llegó a conocer sin error su misión, gozó de una sabiduría y bondad incomparables y fue inocente, careció por completo de pecado. Sin embargo, Jesús experimentó la tentación (Hb 4,15; Mt 4,1-11; Mc 8,31-33). No una tentación como la nuestra teñida de concupiscencia, este efecto del pecado que mueve a pecar de nuevo. Jesús experimentó la angustia de tener que elegir entre un bien verdadero y otro aparente. Si es posible registrar una última tentación de Cristo, la Escritura afirma que ésta tuvo lugar en Getsemaní y que Jesús la venció diciendo a su Padre: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Jesús no pecó, pero ¿pudo hacerlo? De ninguna manera: Jesús vivió absorto en la misión de su Padre, la liberación amorosa de la humanidad del pecado y de la muerte.

De la sexualidad de Jesús poco nos habla la Escritura. Sabemos que fue célibe por consagrarse enteramente al advenimiento del Reino. Si aplicamos los principios explicados anteriormente al campo de su sexualidad, podemos imaginar que en el caso de Jesús su integración psicológica y afectiva ha sido lograda en plenitud. Jesús no sólo fue hombre, fue más hombre que cualquiera. ¿Tuvo una sexualidad como la nuestra? Por supuesto. Pero la ejerció de un modo radical y bastante distinto a como lo hacemos nosotros. Para amar a todos personal y radicalmente, Jesús eligió no hacer nido en parte alguna. “El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”, decía de sí mismo, no porque le tuviera miedo al sexo o el sexo le pareciera pecado, sino porque su entrega a los demás no podía sino ser total. Jesús no pecó, pero tampoco pudo entrar en relaciones sentimentales que menoscabaran su pasión por rescatar a la humanidad del egocentrismo y la egolatría.

La vida como misterio de Dios

A la luz del Jesús de la Iglesia, analicemos ahora la película. El escenario de ésta es teológico. El film se abre con Jesús colaborando con los romanos en la crucifixión de los galileos y se cierra con su propia crucifixión. Entre el Jesús obligado a crucificar a los suyos y el Mesías que se somete a su Padre en su propia cruz, se da en él mismo todo un proceso de conversión a Dios, una lucha agónica por alcanzarlo.

Para Kazantzakis la vida es una lucha entre la carne y el espíritu, lo natural y lo sobrenatural, esta vida y el cielo, el Demonio y Dios. El hombre, el hombre Jesús en especial, es el campo de batalla. No existe tregua ni neutralidad: Jesús es llamado incesantemente a cumplir la voluntad salvífica de Dios contra los engaños del Tentador.  El designio de Dios se impondrá de un modo inexorable, pero no contra la libertad humana, sino queriendo humanamente la redención.

La salvación consiste en trascender de este mundo al de Dios. Da la impresión que Kazantzakis desprecia la carne lisa y llanamente como un gnóstico vulgar. Este mundo, la carne, el mero hecho de ser humano, es ocasión de tentación. Jesús procura la salvación del alma, no la del cuerpo ni de las estructuras sociales. El Demonio arguye alabando la bondad de todas las cosas,  la posibilidad de una familia,  incluso la bondad de Dios. Pero este desprecio del mundo no es tampoco absoluto. En el huerto alaba a su Padre por ambos mundos. Dios, sin embargo, lo llama a renunciar al terreno, a rehusar a sus más legítimas inclinaciones naturales, para abocarse exclusivamente a la salvación de la humanidad.

Dios de Kazantzakis es trascendente, pero patético. Cruel, si no fuera porque efectivamente quiere la salvación de la humanidad. No se comunica como lo hacen los hombres. Mientras el Demonio habla a Jesús con una claridad cartesiana, Dios le explica las cosas de a poco, con voces extrañas y sombras, sin suprimir en él la necesidad de discernir la verdad de la mentira. En la película no existen las “teofanías” del Nuevo Testamento (bautismo y transfiguración). Dios y su intención redentora por la vía de la cruz, son un misterio inescrutable y opaco. Dios es un misterio, el hombre es un misterio. La identidad de los principales personajes de este drama está por ser develada, resuelta en su ambigüedad divino/satánica: “¿Quién eres?”, se preguntan unos a otros.

El Jesús de la película

El Jesús de esta película es tan humano que no parece que sea divino. Pero, por otra parte, está tan absorto en el querer de su Padre que lo percibimos distinto de sus contemporáneos, en conexión mística continua con la presencia o la ausencia de Dios.

Esta interpretación de Cristo pertenece a la tradición del hombre divino. ¿Concede a Jesús identidad divina? No la niega. Todo el énfasis teológico está puesto en la cruz y no en la Encarnación. Pero si no afirma explícitamente la divinidad de Jesús, hay varios episodios que parecen suponerla: Jesús obra milagros fabulosos como la resurrección de Lázaro, utiliza el pronombre “yo”  como sólo Yahvé hizo en el Antiguo Testamento, cuando lo interrogan por Dios en el Templo dice: “Yo estoy aquí”. Y en una escena bastante torpe se saca y ofrece el corazón, como el Cristo de la devoción moderna.

En este Jesús impresiona la tenacidad de un hombre timorato por cumplir la voluntad de Dios. Experimenta el miedo, la confusión, la ignorancia, el error y la duda sobre cosas no menores, sino sobre su identidad, sobre Dios y sobre su misión. ¿Es posible admitir tanta carencia? La cruz lo estremece, no entiende por qué Dios se la pide a él, por qué lo persigue. Tampoco comprende cómo ella operará la salvación y, sin embargo, existe en Jesús una convicción profunda de que Dios ha hecho depender de la cruz su suerte y la de la humanidad. Hay en él un conocimiento incondicionado de su Padre, “Dios me ama, sé que me ama”, que el dolor insoportable de la cruz no logra anular, sino que pervive a las pruebas, jalándolo desde el futuro de un cielo prometido pero todavía ignoto y oscuro.

Aunque llama la atención por su extraordinaria bondad, Jesús se considera a sí mismo un pecador. Al comienzo hace cruces para crucificar a su propia gente. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabe bien: ¿para desviar su misión de mesías en otros?, ¿para ganarse el odio (¿el amor?) de Dios? La cruz se ha apoderado de su conciencia, pero aún no logra discernir cómo ha de habérsela con ella. Reconoce no decir la verdad, su hipocresía, su orgullo por no consentir a las tentaciones sexuales.  Todo se resume en el miedo: “Mi dios es el miedo”. Pero es conmovedor contemplar a un hombre miedoso y débil luchar y vencer el miedo por alcanzar a un Dios que está más allá del miedo.

En suma, si Kazantzakis no descarta la divinidad de Jesús y, por otra parte, le otorga pecado, su Cristo es una rareza: ¿cómo podría el Salvador salvarnos si él mismo necesita salvación?

La salvación por la cruz

Toda la salvación se concentra en la cruz. La cruz domina absolutamente la vida de Jesús y, mediante Jesús, obliga a determinarse a todos los que lo rodean. Tan acentuada está su importancia, que la vida de Jesús y la vida humana en general parecen absurdas. La cruz es un misterio en sentido estricto: irracional porque enfatiza la ausencia de razón para el sufrimiento y salvífica porque querida.

Su muerte es tres veces querida: por su Padre, por Jesús y por las autoridades de su tiempo coludidas con la chusma y asistida por Judas. Jesús querrá como un pobre hombre, dramáticamente tentado, lo mismo que su Padre: la salvación de la humanidad. Sin embargo, los responsables históricos inmediatos de la condena de Jesús son los defraudados del “mundo de Dios” (el reinado de Dios) que él ofrece universalmente, a condición de trascender de este mundo tentador.

En un escenario histórico y teológico no neutral, disputado palmo a palmo entre Dios y el Demonio, la cruz de Jesús es consecuencia de su predicación del “mundo de Dios” que se cumple de tres modos. Al principio Jesús anuncia el amor y la misericordia de Dios; luego toma del Bautista el “hacha” que representa el juicio de Dios al mundo endemoniado (presente en los enfermos, los ricos y el Templo);  por último, le es revelado en sueños y mediante los estigmas de la cruz que ni la acción benéfica en favor de la humanidad ni la acción beligerante contra el pecado bastan, pues el auténtico Mesías es el Siervo Sufriente de Isaías,  el Cordero, que erradica el mal del mundo y trae el perdón, porque carga con el sufrimiento hasta la muerte.

La actuación de Judas es desfigurada de un modo genial. Ella se ubica en el plano de la Providencia. Al principio, Judas aparece como el zelota que intenta persuadir a Jesús con la rebelión violenta contra Roma. Judas es fuerte, Jesús es débil. Pero Jesús no cede a Judas y Judas sí cede a Jesús. Judas, discípulo de Jesús,  jura asesinarlo si éste se desvía del mesianismo que él  tiene en mente (“te seguiré hasta que entienda”). Cuando se hace manifiesto que el mesianismo de Jesús es el del Siervo sufriente, Jesús cobra a Judas la palabra. Así como Jesús jamás habría podido traicionar a su Padre, Judas no podrá traicionar la palabra dada a su Maestro: lo traiciona entregándolo a sus asesinos y quiere también él la muerte redentora del Mesías.

La cruz sería del todo insensata, sin embargo, en el caso que no hubiera resurrección. Poco se dice de la resurrección. Pero se la insinúa. Se dice que lo primero es el dolor hasta la sangre, y luego será el cielo. Dentro del delirio de la “última tentación” Jesús combatirá a un San Pablo que proclama la resurrección de Jesús sin tener cuenta de las penalidades de su vida. Crucificado, Jesús dirá a su Padre: “Quiero morir y resucitar”.

Aunque la cruz es resultado de decisiones libres, ella se impone a los protagonistas con la necesidad de una tragedia que excluye cualquier otra posibilidad.

La última tentación

En el momento “crucial” Jesús no peca. Crucificado, este Jesús tal vez no habría podido zafarse y volverse a su casa, pero sí maldecir a su Padre por la cruz y abdicar interiormente de ser el Cristo.

La última tentación llega en el momento más importante, cuando Jesús sufre la debilidad al máximo. Pero esta última tentación supone las primeras, toda una vida bajo tentación. María Magdalena lo tentó con un amor matrimonial que culminaría una amistad de niñez. Jesús optó por Dios. Lo mismo sucede con María de Betania. María su madre lo tentó como buena madre a que volviera con ella. “No tengo familia”, le dice. “Mi Padre está en los cielos”. En otros momentos Jesús pedirá perdón a la Magdalena y a su Madre por no poder consentir a deseos tan naturales. Pide perdón por pecados que no parecen tales. Se culpa a sí mismo y exculpa a Dios. Las tentaciones del Demonio en el desierto (familia, poder, divinidad) desembocan en la última. El Demonio había prometido volver. A los pies de la cruz, haciéndose pasar por “el ángel de la guarda”, una niña luminosa y dulce que habla por Dios, que aclara sus dudas y le allana el camino, lo invita a descender. Le miente con la Escritura, le recuerda que Dios libró a Isaac de las manos de Abraham, su padre, para hacer creer a Jesús que ya ha sufrido bastante, que Dios no quiere que él sea el Mesías, que no hay necesidad de sacrificio: “Dios te dio la vida”.

En justicia con la película, es imperativo distinguir en este momento la representación de la tentación de su aceptación o rechazo. La conciencia de Jesús se despliega justo cuando está a punto de comportarse como el Mesías y el Hijo,  y el Demonio penetra en ella para hacerlo fracasar. El Demonio cuenta a Jesús una historia, la que efectivamente repercute en su interior engañándolo y confundiéndolo una vez más. Le hace contemplar la belleza de la creación. Le hace asistir a su propio matrimonio con María Magdalena. Una escena sexual provoca los sentimientos de los espectadores cristianos, constituyendo el principal motivo de escándalo del film. El delirio se ha apoderado de la mente de Jesús. Pero no parece que, sea el caso de su unión con la Magdalena, con Marta y con su hermana María, y de los hijos que decoran al Jesús que envejece con tranquilidad, consista directamente en una tentación sexual grotesca, sino en que Jesús deje su misión de Mesías por una vida “natural”, apacible y normal.

Entonces irrumpe en la conciencia de Jesús su  historia más auténtica, sus discípulos y Judas. Judas que ha cumplido su parte exige que Jesús cumpla la suya. Pide cuentas: “Tu lugar es la cruz” , “me rompiste el corazón”, “¿por qué no te crucificaron?”. Jesús señala al ángel. Judas revela a Jesús que la verdadera identidad del ángel es la del Demonio. De aquí en adelante Jesús emerge a la realidad con una oración estremecedora: “Padre, ¿me escuchas? ¿estás allí? ¿escuchas a tu hijo egoísta e infiel? Me resistí cuando llamaste. Creí saber más. No quise ser tu hijo. Perdón. Luché sin suficiente fuerza. Padre… dame tu mano. ¡Quiero traer la salvación! ¡Perdóname! ¡Da un festín! ¡Recíbeme! ¡Quiero ser tu hijo! ¡Quiero pagar el precio! ¡Quiero ser crucificado y resucitar! ¡Quiero ser el Mesías!”

Jesús no consiente a la última tentación. Con alivio extraordinario, dice sonriendo de alegría: “Se ha cumplido”, y muere.

El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese ha sido clasificada por los expertos entre los films “escándalo”. Que esta interpretación de Cristo se aparte de la letra los textos revelados no constituye el problema principal. También los místicos meten en sus contemplaciones historias de su propia cosecha. También Jesús Christ Super Star y el Jesús proletario de Pasolini son interpretación, no copia literal de los Evangelios, y no por ello dejan de estremecernos e incluso de estimular nuestra fe en Cristo. No hay que excluir que la historia del Jesús de la película que analizamos despierte en el espectador atento, además de indignación, sentimientos de piedad humana y religiosa. Que la película enfatice la tentabilidad de Jesús a lo largo de toda su vida es su mérito. Lo hace muy parecido a nosotros. Pero, para enseñarnos que Él es el Salvador no basta con que haya vencido la última y todas las tentaciones preliminares, sino que su tentación no se contamine como la nuestra con el pecado o la concupiscencia, porque el Salvador es inocente en todo y no a medias.

En el nombre del Padre, en el nombre del Hijo, en el nombre de la "creatividad"

¿En qué se traduce el Credo concretamente en la vida de los cristianos? Intentaremos aquí despejar la posibilidad a que nuestra confesión de fe en la Trinidad se traduzca en practicar su creatividad.

Los principales teólogos contemporáneos han detectado una grave disociación entre lo que la Iglesia cree y lo que practica. El cristianismo, de hecho, parece absorber la dimensión plural de nuestro Dios, con perjuicio de la creatividad inaugurada por Jesús. La Trinidad representa a menudo una fórmula hermética, ininteligible y, por ende, inaplicable en la vida de la Iglesia y en la relación de la Iglesia con el mundo al que ella pertenece. En cambio, los cristianos parecemos practicar un tipo de monoteísmo que, organizado verticalmente, procura la unidad como uniformidad y condena la diversidad como desviación; que identifica al cristianismo con sus versiones pasadas, porque teme al Dios que puede sorprendernos en el presente y el futuro.

Por siglos esta incongruencia del cristianismo con su ser más profundo ha podido tener penosas consecuencias. De muestra, América Latina: el continente mayoritariamente cristiano es, al mismo tiempo, el más injusto. Es cierto que no se puede acusar directamente a la fe cristiana de la enorme desigualdad que reina entre nosotros. Esta puede deberse a otros factores. Pero muchos se preguntan cómo en Latinoamérica ricos y pobres comulgan el mismo cuerpo de Cristo, sin hacer de esta región, de acuerdo al modelo de la comunión igualitaria entre las personas divinas, la más justa de la tierra.

A futuro, la subsistencia del cristianismo contemporáneo está amenazada en este y el otro lado del Atlántico. La globalización galopante salta todas las fronteras, las naciones no son capaces de asegurar su identidad cultural y su independencia política; las iglesias no pueden controlar a unos fieles que, seducidos por una nueva y amplia oferta de religiosidad, configuran a modo suo el credo que más les convence. La desinstitucionalización de la fe católica es un dato difícilmente discutible. Europa declara vivir una época post-cristiana. También en Latinoamérica la fe está amenazada de desfigurarse gravemente. La sola preocupación por defender la identidad del catolicismo propia de lo sectores más conservadores, nada más agudiza su inviabilidad (por suele hacérselo “invivible”) y, a la larga, su insignificancia (por irrelevante).

El lenguaje analógico

Puede sonar blasfemo cambiarle nombre al Espíritu Santo, llamarlo “creatividad”. No lo es. No es nuestra intención ningún reemplazo o sustitución. La creatividad es una de las características de Dios, en ningún caso lo ofende. Al hablar del Padre, del Hijo y de la “creatividad” no se pretende nada más que destacar uno de los aspectos del Dios cristiano, a sabiendas que este aspecto no agota, como ningún otro, su misterio. La “creatividad” como característica del Espíritu no puede competir con él en la denominación de la tercera persona divina, porque ni en la revelación ni en la tradición de la Iglesia encontraría fundamento suficiente. Es la pérdida lamentable del carácter creativo del Espíritu ocurrida a lo largo de los siglos, lo que hace necesario un título forzado para este artículo.

Si todavía pareciera transgresivo este título, recordemos que los nombres de las divinas personas son análogos. A ninguno de ellos puede darse un valor absoluto, sin convertir a alguna de ellas en un ídolo. Dios no cabe en nuestras apelaciones. Lo que importa con cada una de las denominaciones divinas, es que a través de estas podamos experimentar el amor de Dios por sus criaturas, su voluntad de salvarlas y de llevarlas a la plenitud que ideó al crearlas. Si los nombres de Dios se apartan de este fin, cuando pretenden decir quién es Dios independientemente de su virtud liberadora, entonces sí se incurre en blasfemia. Los nombres divinos son análogos, en parte atinan con quién es Dios para nosotros y en parte no. El Nuevo Testamento otorga a Jesús decenas de nombres, títulos y denominaciones: Cristo, Salvador, Señor, Pastor, Hijo de David, Resurrección, Vida, Pan de Vida, Luz, Sumo Sacerdote, Alfa y Omega… Si, según parece, Jesús solo se llamó a sí mismo “hijo del hombre”, ¿por qué no decimos “en el nombre del Padre, del “hijo del hombre”, del Espíritu Santo?  Porque la Iglesia, a la escucha del Espíritu, tuvo la creatividad de llamarlo Hijo de Dios. Probablemente en toda la historia de las religiones no ha habido audacia mayor que confesar que Jesús no era un mero hombre, sino Dios con nosotros. Para defender la fe y establecer un diálogo con la cultura griega dominante, los padres de la Iglesia optaron, cito otro ejemplo, por una de las tantas apelaciones del evangelista Juan y llamaron a Jesús Logos.

De modo semejante, tampoco la denominación de “Padre” para Dios, típica de Jesús pero no exclusiva suya, podría agotar la realidad de la primera persona de la Trinidad. Es más, esta invocación puede ser tremendamente problemática para aquellos que han tenido una pésima o ninguna experiencia de un padre humano; para las mujeres, ella puede reproducir lingüísticamente el sometimiento a los varones. Es el límite señalado de toda analogía. Si nos ajustamos al contenido teológico que la tradición de la Iglesia ha otorgado al término, con igual justicia podríamos llamarlo “Madre”. Pero esto tampoco es fácil. Los problemas se replican. Una de las razones por las cuales no se lo hizo -lo menciona Benedicto XVI – fue para no sugerir un empalme entre el cristianismo y ciertas formas de panteísmo asociadas a la maternidad[1].

En el Evangelio de San Juan Jesús llama al Espíritu el Paráclito (el defensor o el abogado). Se trata del mismo Espíritu que en el Antiguo Testamento se identifica como el soplo, el aliento de Dios capaz de dar vida, inspirar a los profetas y guiar la historia de los hombres mediante el ejercicio de su libertad. Libertad, podríamos también llamarlo (2 Cor 3, 17) o Amor (Rom 5, 5). La Iglesia ha gustado reconocer en él el Don de Dios.

El lenguaje cambia. Los símbolos cambian. Si alguna vez la paloma fue símbolo de la paz, hoy en muchas de nuestras ciudades es sinónimo de plaga. La representación del Espíritu como una paloma no puede despistarnos más. Mejor sería recordar el viento fuerte que se lleva el aire contaminado, permitiéndonos respirar a todo pulmón. Si en lugar del Espíritu hablamos de «creatividad» es porque su propia inspiración, como sucede a los artistas, nos sugiere un seguimiento libre, chispeante y original de Jesús.

La creatividad del Espíritu Santo

La Sagrada Escritura atestigua que el mundo es creación de Dios (Gén 1,1–2,4).  La Iglesia afinó esta convicción: el mundo ha sido creado por el Padre, “por medio del Hijo y del Espíritu Santo” (Denzinger Hünermann, 171). A esta conclusión ella no habría llegado nunca si la Encarnación y el Misterio Pascual de Jesucristo no hubieran tenido lugar como obra del Padre a través de su Espíritu. La concepción virginal de María sólo puede entenderse como expresión de la suprema libertad de Dios para crear, de un modo imposible a nuestros esquemas mentales empiristas, su propia irrupción en nuestra historia. La Encarnación se atribuye al Espíritu, como acción libre, gratuita e innovadora de Dios. Pero también la resurrección de Jesús es obra libre, gratuita e innovadora del Padre que, inspirando el Espíritu en su Hijo muerto, cumple en él el propósito de vida plena que tuvo al crear a la humanidad y al mundo entero. Dios ha creado y recreado el mundo con soberana libertad. La humanidad no tiene ningún derecho a la vida que Dios comparte con ella gratuitamente.

El pecado del hombre, en el fondo, consiste en no reconocer su condición de criatura, en reclamar para sí la capacidad de darse a él mismo un orden cerrado, una legalidad autosuficiente y autojustificatoria, impermeable a la iniciativa soberana del Espíritu de Cristo que sopla a su antojo y que nadie sabe de dónde viene ni adónde va (cf. Jn 3, 8). Blindado en su ingratitud, el hombre levanta sociedades y religiosidades que, por no abrir las ventanas al Espíritu, terminan por asfixiarlo. Lleno de miedo a la creatividad que Dios le exige, una y otra vez repite su intención de asegurarse contra los demás, mistificando su poder, sus ritos, sus leyes o su estilo de vida.

Jesús, el hombre libre, nos ha mostrado el camino de salida. ¡Él hizo el camino! Dejándose orientar por el Espíritu, Jesús inventó la vía de regreso al Padre, la vía del reino de su voluntad, anterior y superior a la Ley y al Templo. Jesús nunca dejó de ser judío, no abolió la Ley ni el Templo, pero interpretó “espiritualmente” su valor. Los valoró en relación a la necesidad absoluta de confiar en el amor de Dios por los pobres (los miserables, los pecadores, las mujeres, los extranjeros, los endemoniados, los enfermos y todos los “últimos”), a saber, los excluidos por la religiosidad manipulada por los expertos de la Ley (fariseos) y los sacerdotes (saduceos), liberando así a Dios del cautiverio a que había sido sometido y recuperando el modo ulterior de obedecer su voluntad. Para Jesús cumple la Ley el que ama (cf. Mt 22, 37-40). Al que sacrificó su vida en la calle, como un laico cualquiera y puertas afuera del Templo, la Iglesia lo proclamó “sumo sacerdote” (Hb 2, 17). La originalidad que tuvo para entenderse con Dios, la prioridad absoluta que Jesús concedió a la liberación de sus contemporáneos de las cadenas que los oprimían, se la sugirió el Espíritu.

Jesús inventó la historia. Antes y después de él ha podido pensarse que el destino de la humanidad está cosmológicamente cerrado. La expresión herética del orden fatal sagrado y cerrado se asienta en la concepción de un Cristo que habría seguido como un robot, con piloto automático y no espiritualmente la voluntad de su Padre. Un Jesús “más divino que humano”, un hombre omnisciente (que lo sabía todo) y omnipotente (que lo podía todo) no puede ser nuestro Salvador, sino la reencarnación de otro opresor más de los tantos que ha tenido la humanidad. ¿Cómo sería posible, en este caso, imitar a Jesús como modelo de humanidad sino sometiendo a los demás en virtud de la pretensión de una verdad y un poder pretendidamente absolutos? Si Jesús se supo el Salvador, si Jesús entendió que el Salvador debía hacerse humilde e impotente para elevar a los hombres a una relación de auténtico amor con Dios, lo conoció gracias al Espíritu Santo.

La creatividad de los cristianos arraiga en la creatividad de la Trinidad. Al proclamar la Iglesia en el concilio de Nicea (año 325) que Jesús no es “creado sino engendrado”; al establecer en el concilio de Constantinopla (año 381) que también el Espíritu es divino, los cristianos saben que su creatividad proviene del Hijo que se orienta en el Espíritu a su Padre; y que la creatividad, en consecuencia, tiene por criterio decisivo al Dios crucificado que, al crear relaciones de igualdad y comunión entre sus criaturas, juzga los extravíos de la misma libertad: los existencialismos a ultranza, los liberalismos individualistas, los progresismos que ideologizan los sacrificios, las sociedades piramidales y las resistencias meramente anárquicas contra cualquier autoridad o tradición.

¿Habría podido resumirse la fe de los cristianos en la fórmula “En el nombre del Creador, del Creativo y de la Creatividad”? La teología ha explorado muy poco esta posibilidad, pero ello no desautoriza a que se haga en el futuro. El título de “Creador” se halla en el Credo. Que el Hijo y el Espíritu colaboren diversamente en la creación/salvación constituye un dato seguro del dogma cristiano. La historia de las realizaciones y de la liberación de la humanidad de los últimos siglos, la misma imaginación emotiva y desbordante de la religiosidad popular, en la medida que ellas han sido inspiradas verdaderamente por el Espíritu Santo, representan el punto de inserción exacto de la renovación del cristianismo. Si los cristianos no inventan un mundo mejor lo harán aquellos que, tal vez sin conocer quién fue  Jesús o rechazando incluso a la Iglesia, sean capaces de un amor creativo.

Las otras tradiciones religiosas o la búsqueda de autonomía del hombre moderno tienen mucho que aportar. Los cristianos somos llamados a reconocer en ello la acción del mismo Espíritu Santo que impulsa a todos por igual y en igualdad de dignidad, a una comunión que anticipa el Reino que el Crucificado se esforzó por instaurar para que su Dios fuera Padre de muchos hermanos y hermanas.

Los desafíos actuales a la creatividad

Nunca como hoy los cristianos experimentamos el desafío de creer en la Trinidad o, lo que es lo mismo, el llamado a ser creativos. En la antigüedad la Iglesia luchó por un mundo mejor en medio de la poderosa cultura greco-romana. Hoy nos encontramos en una situación similar, pero con una dificultad específica: hay que gestar un mundo mejor en medio de una cultura en que el cristianismo, a riesgo de quedar fijado en las particularidades históricas de su expresión o de ser disuelto en el individualismo de los fieles, se vuelve inviable o insignificante. Sólo con una audaz apertura al Espíritu, que venza el miedo a los cambios, se conseguirán las innovaciones que acreditarán la extraordinaria vigencia histórica de su tradición.

El reclamo de protagonismo y la avidez por respuestas nuevas a las nuevas aspiraciones religiosas de los fieles cristianos, no deben ser vistas como una amenaza contra la Iglesia, sino precisamente como una moción del Espíritu destinada a su renovación. Estas demandas nada tienen de caprichosas. La igual condición de hermanos que comparten los laicos y los pastores, y la abundante inspiración espiritual que todos los fieles reciben en su bautismo, constituye un argumento teológico en su favor, tradicional y revolucionario a la vez.

La trinitarización de la existencia cristiana bien puede incidir en la vida ordinaria de todos los días, insuflándole pasión y esperanza. Puede también estimular la comprensión entre la gente, el respeto a los adversarios y la solidaridad con los pequeños. Mucho se beneficia la Iglesia cuando en ella, en virtud de la fe en la Trinidad, prospera un protagonismo plural y una comunión entre personas, sociedades e iglesias distintas. La misión de la Iglesia es ser sacramento de la Trinidad; una comunidad que cree en el Dios que no cesa de crear el mundo al revés que Jesús comenzó.


[1] Benedicto XVI Jesús de Nazaret, Planeta, Santiago de Chile 2007, 174.

El movimiento del Amor trino

Entramos a una iglesia y nos persignamos en nombre de la Trinidad. Salimos de una iglesia y hacemos lo mismo. Con un gesto tan sencillo y hermoso saludamos a nuestro Señor, nos dejamos purificar por Él y nos iluminamos en su presencia. El cristiano más sencillo lo hace y acierta con lo fundamental.

Pero si nos piden una explicación acerca de la Santísima Trinidad y qué tiene que ver su carácter trino con nuestra vida, no sabremos decir mucho. Dios o la Trinidad nos parecerá prácticamente lo mismo. La teología erró por siglos una explicación que tuviera que ver con la vida corriente de los cristianos. En vez de aclararnos las cosas, nos confundió.

Se recurrió a metáforas que arrojaran alguna luz sobre este Misterio de los misterios. Se dijo que la Trinidad se parecía al foco, a la luz y al reflejo. San Agustín habló de la mente, el conocimiento y la voluntad, tres realidades en una misma alma humana estrechamente vinculadas unas a otras. Hace poco se oyó decir a un sacerdote que un huevo se compone de cáscara, clara y yema. Esta comparación es útil para entender que en Dios no hay contradicción, pues en Él lo uno se dice bajo un respecto y lo triple bajo otro respecto. Pero la vida pide más. Se sufre mucho. Las personas necesitan que Dios realmente tenga que ver con su existencia.

Para esto la teología tuvo que dar un paso atrás. Nos recordó que los cristianos llegamos a saber que Dios es trino a partir de la historia de Jesús, a través de la irrupción de un reino que incluiría a todos sin excepción y del Espíritu de amor que lo unía con su Padre y todas las criaturas. En el acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de Cristo aparecieron en la creación las huellas de un Dios comunitario y, al mismo tiempo, se reveló la vocación del mundo a la comunión. Los primeros cristianos descubrieron que llamando a Jesús “Hijo” el mundo habría de acercarse a Dios porque Dios se había acercado paternalmente al mundo.

Ofrezco otra representación, una que saca partido de la principal metáfora para hablar de Dios de Sagrada Escritura: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). En el Nuevo Testamento esta convicción contrarresta la tentación de eludir la carga del prójimo con la ilusión de amar a Dios directamente. Me permito comparar al Padre, en quien se concentra la definición de Dios, con la misma expresión “Dios es amor”; equivalgo al Hijo con el decir  “Dios me ama”; y al Espíritu Santo con la idea de que “Dios nos hace amarnos unos a otros”.

Dios es amor

Llevando la mano derecha a la frente, invocamos el nombre del Señor.

La confesión de Dios como Padre implica en el cristianismo todo lo demás. De él viene el Hijo y el Espíritu, y de ambos viene el mundo y por ellos el mundo vuelve al Padre. Él representa el origen del amor y el comienzo de un mundo creado por amor.

Pero antes que una explicación, esta es una confesión de fe. En la historia de las religiones y de los credos de la humanidad no es obvio que la divinidad sea amor y si en algunos casos se la llama “padre”, puede tratarse de un ser que se divide dando origen a seres semejantes o de un ente aterrador por su poder de dar vida y de quitarla. No siempre Dios ha sido imaginado como amor. Cualquiera que lea las tragedias griegas descubrirá en ellas que “lo divino” es una población de seres favorables y desfavorables, muchos de ellos ambiguos o temperamentales. ¿Es posible creer en tales divinidades? Creer que existan, sí. La superstición tiene mucho de esto. Hagamos memoria de las veces que atribuimos un poder mágico a tocar madera, al número 13 y para qué decir al dinero, el ídolo per se. Pero, ¿podríamos creer en este tipo de poderes como confiamos en alguien que nos quiere? El diamante más hermoso del mundo no se compara con la fidelidad de un amigo o de un gran amor.

Creer que Dios es Padre, en el cristianismo, equivale a creer que “Dios es amor”, que es solo amor y que su amor triunfará sobre el mal. El mysterium iniquitatis, la maldad y el sufrimiento del mundo constituyen la objeción mayor en contra de la bondad de Dios. Solo Dios, por tanto, puede probar que es Dios. Esta es la promesa cristiana. Para los creyentes Jesús prueba que Dios triunfa sobre el mal. Cuando ellos confiesan que Dios es Padre, aseguran que pueden confiar en Él como Jesús lo hizo, y fue, por ello, liberado de la muerte. Los creyentes juran que el Señor rescatará a sus hijos de las aguas de la muerte, como sacó a Israel de Egipto y liberó a Jesús del sheol. Despiertan y se acuestan convencidos de que el Creador los precaverá del naufragio del día a día y de la tentación de sobrevivir atropellando a los demás.

Dios “me ama”

Bajando la mano hasta la boca del estómago, decimos: “y del Hijo…”, porque Dios “me ama” como amó a Jesús.

Creer que Dios es amor resume la experiencia espiritual de Jesús. En su vida, en su corazón, Jesús debió reconocer el camino que Israel hizo en la presencia amorosa aunque esquiva de su Padre. Él no creyó en cualquier Dios. Tuvo fe en uno que supo que lo amaba incondicionalmente, aunque en la cruz sintió su ausencia desgarradora. Pudo gritarle: “por qué me has abandonado”, pues sabía que el suyo merecía ser llamado Padre. No lo hubiera hecho de no haber oído de Él, con ocasión de su bautizo: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). El amor de Dios le hizo creer que era su Padre.

Nunca en la historia se dio que alguien supiera tan hondamente que Dios lo amara. “Soy su Hijo”, creyó Jesús, y pudo vencer el miedo, la tentación y encarar las fuerzas demoníacas que terminaron por matarlo. La experiencia del “Dios me ama” de Jesús desencadenó en él la más auténtica libertad, la energía para comprometerse sin reserva con los demás, la capacidad de devolver a sus enemigos bien por mal. Nadie ha sido más libre que él, porque no hay libertad mayor que la de perdonar. Jesús no lo hubiera hecho sin saber que su Padre lo amaba a un grado que le hacía innecesario desquitarse. En lugar de vengarse, fue creativo. Amó. Porque la alternativa a quedar ofuscado contra los demás, es mirar hacia adelante, inventar la salida y, mientras no se lo logra, no desesperar, aguantar en el amor.

Jesús enseñó a los suyos la oración del “Padre nuestro” para que también ellos supieran que “Dios me ama”. Esta fue su misión: compartir su fe. También los cristianos habrían de dirigirse a Dios como el Hijo hacía con su abbá o “papá”: en libertad, sin miedo a su castigo, confiada y creativamente. Los discípulos fueron iniciados en la experiencia filial de Jesús y llegaron a decir que el Hijo, el enviado del Padre, moría “por mí”. La resurrección acuñó en los discípulos la convicción de que esta muerte, aparentemente inútil, era la condición real de una experiencia nueva de Dios, la cual se abría a todas las criaturas comenzando por los pequeños y los arrepentidos. Esta fue a lo largo de la historia del cristianismo la experiencia de muchos de los santos. San Pablo tiene conciencia de que el Hijo murió “por mí” (Gál 2, 20). San Ignacio también conoció el “por mí” (EE 116). Mientras más cristiana sea una espiritualidad más debiera suscitar esta intuición. No es fácil llegar a tal hondura. Los cristianos solemos creer que Dios nos ama en general. Podemos incluso amar a otros con un amor singular o exclusivo, pero difícilmente oír de Él: “tú eres mi hijo amado, yo creo en ti”. Nos falta fe.

Dios nos queda grande. O nos queda chico. Depende el ángulo desde el cual lo consideremos. Nos queda chico, porque lo medimos con nuestro metro y no podemos imaginar que pueda perdonar el mal que le hacemos a los demás. “¡No puede quererme tanto!”, pensamos. Proyectamos en Él nuestra idea estrecha de justicia y lo concebimos mezquino. Lo vemos como el Dios del “pasando y pasando”. También sucede que Dios nos queda grande: no logramos abarcar su grandeza, se nos escapa completamente, no podemos imaginar que quepa en su amor la tragedia de personas y pueblos crucificados. Su misterio es más grande que lo que nosotros podemos entender por amor. Nos ama, pero dudamos que lo haga con “nombre y apellido”. La vida es cruel. No siempre es bella. Tratamos de amar como Jesús nos enseñó, pero nos cuesta mucho comprender que me ame “a mí” si tan frecuentemente experimentamos que se olvida “de mí”. No faltan los niños que lamentan la malquerencia de sus padres biológicos y claman “por qué a mí”.

Y, sin embargo, Dios es Padre de Jesús y nuestro Padre. No como un progenitor carnal ni siquiera el mejor de todos. Él es el Amor original y el Origen del amor. Talvez no hayamos llegado a la hondura místicos, pero este es el camino. Esta es nuestra fe. La mística cristiana conduce a sabernos hijos e hijas de Dios, únicos y, a la vez, tan dignos como cualquiera. El cristiano, en consecuencia, se para ante los demás con dignidad. Trata a los señores del mundo de “tú a tú”. No tiene por qué reverenciarlos. Nadie es superior a un hijo o una hija de Dios. Ninguno debiera intimidar a un bautizado en la muerte de Cristo, porque él sabe que su vida tiene un valor eterno.

Dios nos hace amarnos

La señal de la cruz va de hombro a hombro. Cruzando el pecho con la mano de izquierda a derecha, podemos decir: “Dios nos hace amarnos los unos a los otros”.

La experiencia del amor de Dios “por mí” es la experiencia del hijo. La del “amarnos unos a otros”, es la del hermano. Al rezar la oración de Jesús reconocemos que tenemos un Padre que nos hermana. Aquí está el corazón de la enseñanza del Hijo: “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Jesús nos ha amado en virtud del amor que él ha experimentado de un Dios que es Padre suyo, pero también Padre nuestro. Él es Hijo y Hermano; nosotros, hijos e hijas, somos hermanos y hermanas. El reino de los cielos consiste en un tipo de fraternidad que empieza en la tierra: las comunidades que el Cristo resucitado reunió para que celebraran la eucaristía y compartieran sus bienes. La misión de la Iglesia es incluir más y más personas en la hermandad universal del Hijo.

La invocación del Espíritu Santo, en este sentido, impide que la experiencia de amor de Dios “por mí” conduzca al individualismo, al egoísmo y a toda suerte de superioridad sobre los demás. Por ser hijos vamos por la vida con la frente en alto. Nadie puede humillarnos. Pero tampoco nosotros debiéramos humillar a los otros. El Espíritu nos recuerda que compartir la condición filial de Jesús no constituye ningún título especial. Los cristianos no tenemos privilegios ni derechos sobre el resto. Nuestro mayor deber consiste en declarar la igual dignidad de la familia humana.

Hermoso, pero difícil. La vida es difícil. Desde hace mucho rato la raza humana se disputa el pan peor que cualquier animal. No es nuevo que la inseguridad o la ambición impulsen a algunos a acaparar sin medida. El dinero trastorna. El tiempo se ha convertido en la más cara de las monedas. Los padres trabajan horas extras, descuidan a sus hijos y cambian los minutos que pudieran dedicar a escucharlos por una bicicleta. Incluso en cosas de religión cunde el egoísmo. A veces podremos experimentar el gozo de darle la paz al prójimo en la misa. Pero probablemente no querremos que nos importune más de la cuenta. Mientras tanto rezaremos para que el Señor nos asegure las tantas cosas que tenemos que agradecerle. Nos decimos “Dios me ama”, pero nos vamos quedando solos…

No basta decir “Dios me ama”. Hay modos incorrectos de entender las cosas. La conciencia de este amor debe ser corregida por la obligación del amarnos y perdonarnos. La convicción del “Dios me ama”, bien encaminada, conduce al “Dios me perdona” y al “Dios me reconcilia” con los hermanos. La experiencia del “por mí” implica el perdón. Supone,  además, algo irritante: Dios ama a nuestros enemigos. Nada puede descolocarnos más a los que siempre tenemos la razón, a nosotros los ofendidos, víctimas inocentes, que el Señor ame a los que nos han hecho sufrir. Nos parecerá injusto, poco serio. ¡Nos hicieron daño! Nos molesta que no se los castigue, que no se compense la pena que nos causaron. Pero, para la fe cristiana, las cosas son así. Dios perdona a nuestros ofensores. Los ama. Él puede lo imposible: ser misericordioso y justo a la vez. Hará justicia, pero a su modo y no al nuestro. Rehabilitó a Jesús, pero no le ahorró la muerte.

El Espíritu actúa donde quiere, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. El Espíritu integra la sociedad, empareja las desigualdades odiosas. Pero, al mismo tiempo, destaca la originalidad de cada persona, valora su independencia, la de cualquier comunidad, la de todas las naciones. El amor con que Dios nos hace amarnos, impide considerar que los cristianos seamos mejores que los musulmanes, los gitanos… El Espíritu es el Espíritu. Circula como el viento. Dios Espíritu Santo prefiere a los despreciados y llora por la conversión de los arrogantes.

Diversidad y comunión

En toda sociedad humana hay un doble movimiento a la unidad y a la diversidad. En cada nación, en la Iglesia, en cualquier institución o comunidad de personas Dios mismo genera unidad en la diversidad y promueve las diferencias aunque la unidad peligre, porque para el bien común es importante el aporte de unos y otros. El Espíritu va de lado a lado, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, de la unidad en el nombre del Padre a la diversidad en el nombre del Hijo. Los cristianos invocamos el nombre del Espíritu Santo para que prevalezca en el mundo la unión, pero no cualquier unión: la comunión, sí; la uniformidad, no. Somos Cristo y Cristo es uno. Uno con nosotros y nosotros comiendo, llorando y riendo unos con otros.

El Espíritu se las arregla para suscitar la unión amorosa entre quienes son iguales por ser hermanos y distintos por ser hijos. Él promueve nuestra originalidad como una riqueza que debe ser compartida. Pues en la alegría y en la pena, compartiéndonos, comulgamos con el Cristo que apostó por la bondad de Dios y ganó en Pentecostés. Ese día se iluminó la mente a los hombres venidos de todas las partes de la tierra, hablaron en las distintas lenguas y se entendieron.

Dios acredita su bondad a través de la Iglesia y la fraternidad universal, esta y aquella obras del Espíritu Santo. La hermandad conjura al mysterium iniquitatis, revela que “el amor es más fuerte” (Juan Pablo II). Los creyentes comprueban la inocencia de Dios ante el mal del mundo. Triunfando sobre el miedo al fracaso y la soledad, unidos, ellos dan testimonio de un Dios que merece fe, el Padre de Jesús y el Creador del universo.

Hay gente que pasa delante de una iglesia y se persigna. Cuando lo hace redime el mundo, porque este simple gesto de Amor trino amarra el cielo con la tierra.

Tríptico pascual

Cada día del triduo pascual tiene un sentido particular, pero relacionado estrechamente con el sentido de los otros días. Unos días están dentro de los otros, pero diferenciándose, explicándose recíprocamente en su propia originalidad.

El Misterio Pascual es inagotable, pero sería ininteligible si no tuviera que ver con nuestra vida concreta porque Cristo continúa en la historia y también en nuestras pequeñas vidas, orientándonos por los laberintos del reino, muriendo y resucitando, cargando con nosotros y a pesar nuestro.

Ofrezco aquí un tríptico pascual: tres imágenes, tres tiempos de la eternidad que fecunda esta vida ligera nuestra, dolorosa casi siempre y tenaz como la esperanza que la alienta.

Viernes Santo: no hay castigo divino

“Si te portas mal, Dios te va a castigar”. Más de alguna vez se ha oído esta amenaza en boca de una mamá. ¡Tremendo, pero sí! No es que la mamá le quiera un mal a su hijo. El niño nació el día más feliz de su vida. Ella ama a su hijo y lo va educando como puede. Si no lo hiciera, tarde o temprano el hijo sería devorado por la vida porque la vida pide disciplina, modales y moral. Se dirá que tal vez la madre no está tan preocupada por el futuro del niño, sino agotada de él. El chiquillo friega y friega, no hay cómo tenerlo tranquilo. Sea lo que sea, Dios es invocado en esta causa. La madre mete miedo al hijo con Dios. No quisiera hacerlo así. Pero el hijo se hace la idea de que Dios es de temer. “Castiga, pero no a palos”, le oirá en otra ocasión. ¿Con una enfermedad, con un tropezón…?

El hijo viene llorando a sus brazos. Se cayó en la vereda y se rasmilló las rodillas. La madre le enseña a aprender. Enojada dice al niño: “no viste, Dios te castigó”. El párvulo le cree: la madre es buena, lo cuida cuando se enferma. Ella sabe, ella adivina qué le va a suceder. Y piensa que Dios, tan poderoso, puede poner orden en el momento menos pensado. Nuevamente la madre, sin quererlo directamente, le ha hecho entender que el orden, las cosas como tienen que ser, la ley, son más importantes que Dios.

Pero, ¿es el orden más importante que Dios? Tantas veces la educación religiosa trasmite la misma idea: Dios está para garantizar la observancia de los mandamientos. Así entra en el alma del infante un “dios” que lo ama, que lo protege, que, como su madre, a veces premia y a veces castiga. Porque este “dios”, como ella, tiene paciencia pero no ilimitada. Tampoco él puede arreglar las cosas solo por las buenas.

La experiencia que Jesús tuvo de Dios fue muy distinta. Tuvo tal seguridad en el amor de su Padre que, actuando con confianza y libertad, terminó por desestabilizar a las autoridades religiosas de su tiempo y el edificio completo de preceptos, prohibiciones y sanciones que estas habían levantado para administrar el perdón de Dios. Jesús conoció muy bien su propia religión. Fue un fiel observante. Un judío hecho y derecho. Nadie como él ha creído en la bondad de Dios. Nunca un hombre tuvo menos miedo a Dios. Todo esto porque interpretó la Ley según su espíritu, el Espíritu del Dios del amor. El amor de su Padre lo puso entre dos fidelidades: la lealtad hacia las legítimas autoridades de Israel y los israelitas comunes como él. El Sanedrín, tironeado entre el pueblo y los romanos, vio en la libertad de Jesús una amenaza mayor al orden constituido. Juzgó prudentemente. Lo eliminó.

En Viernes Santo contemplamos en Cristo crucificado a un inocente. Parece culpable, un azotado de Dios. Pero no hizo mal a nadie. Dios no lo castigó por sus pecados. Tampoco lo castigó por los pecados de la humanidad. A Jesús lo asesinaron los hombres temerosos de otros hombres y temerosos de “dios”. Temieron perder poder y los asustó el poder. Aquellos fariseos, saduceos, oficiales romanos, semejantes a los cristianos militantes de hoy que atemorizan a los demás para “salvarlos”, ellos fueron. Los conocemos, nos reconocemos en ellos: cuando el prójimo representa algún tipo de amenaza a “nuestro orden” rápidamente buscamos una buena razón –y qué razón mejor que su propio bien- para censurarlo. El Padre de Jesús, en cambio, no mueve la vida humana con amenazas. Lo hace con amor. Con el amor de Jesús que nos gana con su entrega completa, indefensa y dolorosa.

Ahí está: crucificado, expuesto a la risa y a la compasión. Allí lo pusieron los señores del miedo para aterrarnos. Y a veces lo logran. Pero por lo mismo, al contemplarlo en la cruz, se abre además la posibilidad de comprender que donde hay un hombre que parece culpable, a menudo hay un inocente. Dios no ha necesitado que le crucifiquen a un ser humano, y menos a su Hijo, para enseñar, para perdonar o restituir el orden, la ley y las buenas costumbres. Es una barbaridad que alguna vez se lo haya creído. ¡Que se lo haya agradecido! Dios Padre no se complació con la muerte de su Hijo. Privándose de “meter mano” en los acontecimientos y rescatarlo de la cruz, renunciándolo, nos reveló que ni siquiera el asesinato de su Hijo lo obliga a la venganza o a buscar culpables en los que desquitarse. Por el contrario, en la cruz se nos reveló que la inocencia existe, que el pecado mata y que el perdón, el verdadero perdón, es gratuito. Desde que el Padre resucitó a Jesús, Dios nos pertenece, porque a él, y solo a él pertenecen los inocentes y también los culpables.

El Dios de Jesús no castiga. No lo necesita. Solo sana. Solo repara. Comprende las dificultades que nos impone la vida para educarnos a vivir juntos. Comprende, entre otras cosas, que las madres pierdan la paciencia. Un día las acogerá en sus brazos, disipará sus temores, les recordará que sus dolores no fueron inútiles y escuchará sus descargas contra el marido, el trabajo, los hijos y su imposibilidad de ser mejores.

Sábado Santo: sentimientos encontrados

A quién no le ha ocurrido. Fuimos al cementerio. No era una persona cualquiera. Si no, habríamos asistido a la misa y punto. Pero no podíamos no acompañar a alguien que quisimos tanto, que le debemos mucho. Y en la procesión hacia la tumba nos encontramos con los demás amigos que en otro tiempo, con el muerto, hicimos un camino juntos. Ahora caminamos unos con otros, para despedir a una persona que se lleva un pedazo feliz de una historia irrepetible. Nos miramos, nos da pena. Pero también nos da alegría encontrarnos después de años. Nos miramos de nuevo: nos conocemos y nos desconocemos. Y de vuelta del entierro, ya no en procesión, comenzamos a reír de esto y aquello. Reímos con un dejo de culpa. No hemos salido aún del cementerio. Todavía estamos en un funeral. Y, sin embargo, las anécdotas, el cariño, algo que solo los amigos entendemos por qué, nos llena de alegría y reímos cada vez más a pesar de la circunstancia.

También nos ha sucedido, en la dirección emocional contraria, que nos encontramos en un matrimonio, en una fiesta donde las caras largas no se toleran, pero en ese mismo momento una pena, una preocupación, nos tuvo desconcentrados. Había que estar contentos. ¡Quién no merece una celebración, habiendo tanto sacrificio! Pero el niño en cama en la casa no nos dejó tranquilos. Se había caído en la calle. Quedó asustado. Nos impidió gozar como se goza en un banquete. Quisimos que sirvieran luego el “segundo”. Dijimos irritados: “¿No podrían apurarse con el postre?”. Es que era imperioso aprovechar la fiesta y, sobre todo, volver pronto a acompañar al niño que, aunque no estaba grave, seguramente necesitaría el cariño que solo la mamá podía darle.

Hay situaciones en la vida en que nos hallamos entre la alegría y la pena. Son momentos de especial seriedad. Como si solo entonces hiciéramos contacto con la totalidad de la realidad. La vida tiene de dulce y de agraz. En esas circunstancias no podemos celebrar olvidando a la gente que queremos y que lo está pasando mal. Y, al revés, seríamos inauténticos si solidarizáramos con ellos, si compartiéramos su dolor, renegando de las alegrías de la vida.

Jesús, como un muerto más, inocente para unos, culpable para otros, descendió al fondo de la tierra para solidarizar con los muertos. A ellos, justos y pecadores, muerto y bien muerto, fue a anunciar la salvación. El Sábado Santo es día de silencio, un día largo, pesado, arduo. Porque ese día Cristo entristeció a los vivos con su muerte y alegró a los muertos con su vida. No es raro que después del Viernes y antes del Domingo los bautizados en Cristo experimentemos una incomodidad sin par. La tristeza del viernes nos persigue. Todavía nos duele la cruz. Pero la esperanza de la pascua avanza en nuestro ánimo como el sol que se abre paso en la niebla. No podemos olvidar así no más a tantas personas enfermas, cesantes, separadas, abandonadas y comidas por la depresión. Pero tampoco podríamos salvarlas con nuestra pura pena por ellas. A estas también debemos darles la fuerza, contagiarles esa esperanza que de bautizados a bautizados nos hemos transmitido desde al resurrección de Jesús en adelante.

Un sábado Cristo descendió a los infiernos porque solo un muerto solidario con los muertos pudo comunicar a ellos una razón de esperanza. Este día el Hijo de Dios completó la encarnación. Nunca fue más hombre que cuando dejó de ser hombre. Nunca la humanidad experimentó a Dios tan cercano. Jamás Dios reclamó tanta autoridad como el sábado que Jesús dejó incluso de sangrar. No habrá otro día en lo que queda de historia, en que el poder de Dios nos asuste menos y más merezca fe.

Los cristianos en Sábado Santo hacemos nuestra la pena ajena porque así, solo así, los amigos podemos comunicarnos la esperanza que nos alegra y, al mismo tiempo, tomarnos la vida en serio.

Domingo de Pascua: anticipos de la resurrección

Nació una niña. El parto fue doloroso como todos. Nació una niña y todas las penas del embarazo y del alumbramiento quedaron atrás. No serán olvidadas, pero la alegría por la criatura llena de eternidad el alma de la madre. Nunca pensó que las molestias y el dolor serían tan menores en comparación… Es el día más feliz de su vida. Ha sido sorprendida por una maravilla imposible de calcular. Sabía de depresiones post-parto, de mujeres que han debido contentarse con el crecimiento de sus hijos después, superada ya la angustia atroz de los días de la lactancia. No fue su caso.

La niña es indicio de algo más. El papá la mira y no puede creerlo. Tan suya, tan ajena. No ha hecho nada mejor en su vida, pero él no tuvo que ver con el milagro. Sabe que esta vida, vida de su vida, no se debe en realidad a sus deseos o a su decisión. Lo felicitan porque se le parece. Se alegra. La niña le pertenece. Se la merece. ¡No se la merece! Esta vida como su propia vida, nunca lo había experimentado tan fuertemente, no es propiedad suya. Y continúa sus cavilaciones: “¿quién nos pertenece?, ¿a quién pertenecemos?” En este nacimiento se ha anticipado de un golpe el misterio de la proveniencia y de la vocación. Vendrán días peores, pero no es el momento de pensar en ellos. Un día la adolescente le dirá al papá “no te metas en mi vida”. Le dolerá como si para castigar su afán controlador lo fusilaran. Porque es inherente al misterio aparecer y esconderse. Pero el misterio ha comparecido inesperadamente y con tal fuerza que, si los padres renuncian a la hija, si la agradecen en vez de apropiársela, el mismo misterio les dará la fuerza para criarla y adiestrarla en el amor, y en amar la vida eterna.

El triduo santo se asemeja a un nuevo nacimiento. El Misterio Pascual se cumple en Jesús y se cumple también en los cristianos como una vuelta a la vida, mejor dicho como una vida nueva, una vida de otro orden, superior a la vida corriente.

En el caso de Jesús su muerte equivale a los dolores del parto. Su mismo paso corporal a través del túnel de la muerte, se parece al niño expulsado a un mundo mejor. Su resurrección es tan suya como ajena. Le ocurre a él. Pero no se debe a él. Su Padre lo resucita. No habría podido resucitar solo porque los muertos están muertos, ni duermen ni descansan en paz. Jesús resucitó como murió: en dependencia absoluta de su Padre y de los hombres con quienes su Padre lo compartió. Nada fue suyo que no le fuera expropiado. En él apareció y se ocultó hasta el abismo infernal el misterio último de la vida, el misterio del amor que, por medio del despojo de sí, con su vulnerabilidad, prevalece contra las fuerzas de la noche que se apoderan del mundo. Su Padre rehabilitó a Jesús. Su Hijo no vino al mundo en vano. Su proclamación de un perdón incondicional, su interés genuino y desinteresado por los miserables, el reino en suma, no dependía de él, pero sin su dolor y su muerte no habría llegado tampoco. Su amor a los pobres y a los pecadores fue indicio del reino de los cielos. Algo que ni siquiera él pudo controlar a su antojo.

El Misterio Pascual atañe igualmente a los cristianos. Su celebración anticipa este “algo” que nos recuerda que somos infinitamente “más” de lo que merecemos. Tampoco los cristianos nos la podemos con la vida. Nos castigamos para corregirnos. Oscilamos sin tregua entre la fiesta y el funeral. ¿Resurrección? ¿Resucitaremos? Tal vez nos quede grande una esperanza así. Raro sería que la comprendiéramos mejor que Jesús en su tiempo. Algunos probablemente han sido dotados de una poderosa convicción de la vida eterna. A los demás bastarán algunos indicios. La gracia está en vivir conforme a ellos. En realidad no se necesita más. Porque no es más importante creer en el amor que amar, ni creer en la eternidad que sacrificarse por los demás como si estos fueran lo único que importa. En Semana Santa los cristianos celebramos la muerte de Cristo porque pertenecemos al resucitado y celebramos su resurrección, porque no podemos olvidar que hemos sufrido más de lo que podíamos soportar y para recordar que fuimos perdonados.