La dimensión incluyente de la espiritualidad cristiana

La espiritualidad cristiana, en cuanto expresión en Cristo de la salvación de Dios, es necesariamente incluyente de quienes el pecado del mundo excluye.

 El hecho de que Dios salve al mundo a través de su Hijo excluido entre los excluidos, es un dato esencial (no accidental) del cristianismo, ya que no hay salvación sin cruz y la exclusión es uno de los nombres de la “cruz” (Aparecida, 65). Jesús murió a las afueras de la ciudad, murió expulsado y desamparado. Vale aquí recordar el salmo que registró proféticamente el acontecimiento: “La piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular…” (Sal 117, 22).

 Conflicto de las espiritualidades

 El cristianismo busca la paz, pero no rehúye el conflicto, cuando es necesario enfrentarlo. En su impulso por incluirlos a todos, “excluye” a los excluyentes. De aquí que entre las diversas espiritualidades cristianas puedan darse conflictos. La raíz más profunda del conflicto que atraviesa a todas las espiritualidades cristianas hay que hallarlo en la historia del mismo Jesús.

 Mi opinión es que en el cristianismo se replica la antigua dialéctica de la fe israelita entre quienes se creen puros, porque tienen los instrumentos de su purificación, y los que son marginados como impuros. Jesús fue víctima del celo por la pureza de los fariseos y saduceos. Estos la obtenían principalmente mediante el templo y aquellos mediante un cumplimiento obsesivo de una infinidad de prescripciones que habían extendido las reglas de pureza del templo a la vida cotidiana. Jesús, al ofrecer tan fácilmente el reino a los pobres y a los pecadores, entró en conflicto con las autoridades legítimamente investidas para administrar la santidad de Dios, siendo entonces eliminado.

 Mi hipótesis es que esta dialéctica es inherente al cristianismo. Los cristianos recaemos incesantemente en la tentación de diseñar procedimientos de purificación para alcanzar la santidad, con lo cual nos separamos del común de los mortales y terminamos por excluirlos de la salvación. Pero Cristo, que recurrentemente nos recuerda la gratuidad de la salvación, suscita testigos y profetas que rompen los muros de la exclusión.

 El caso es que la Encarnación supera la separación entre lo sagrado y lo profano. El misterio de Cristo tiene un dinamismo incluyente e integrador extraordinario. La Encarnación que termina en la cruz constituye el acto mayor de superación de toda separación del hombre y de Dios. Dios no necesita sacrificios para salvar. Salva gratis. En vez, como muestra el evangelio, aborrece a los hipócritas que se auto-canonizan mediante interesados sacrificios  de sí mismos y de los demás. Pues hay que notar que Dios no pide incendiar el mundo para su mayor gloria, sino amarlo como creación suya que es y hacerlo con su misma gratuidad.

 La Encarnación es el movimiento de inclusión, de implicación y de imbricación con el mundo que Dios realiza en sí mismo y para siempre. Después de ella Dios ha llegado a ser humano de un modo irreversible. Así, el cristiano que obra en contrario peca contra su credo.

 Espiritualidades de la “santidad”

 La larga historia del cristianismo acarrea de todo. Las contradicciones han sido numerosas.  ¿Desde cuándo la religión de los cristianos cultivó el sectarismo, la intolerancia y la exclusión? Probablemente los primeros cristianos en su proceso de dejar de ser judíos, formaron especies de sectas, agrupaciones depositarias de una revelación que les hizo sentir privilegiados. Pero seguramente su sectarismo fue más bien defensivo. El mundo les fue tremendamente adverso.

 Ha habido, creo, otro factor de sectarismo endógeno al cristianismo. El cristianismo, una religión judía, en algún momento tuvo que re-configurar el sacerdocio, y lo hizo, desgraciadamente, como si el sacrificio de Cristo fuera el mejor de los sacrificios y no el término de todos ellos. El sacerdocio tuvo un surgimiento paulatino, y tal vez irritante, entre los primeros cristianos. Los sacerdotes habían condenado a muerte al Maestro. Jesús había socavado la importancia del Templo, lo que no pudieron permitir. Según opinión de los historiadores, tomó tiempo que los presbíteros que presidían la eucaristía fueran llamados sacerdotes.

 Con el paso de los años el cristianismo dejó de ser sociológicamente una secta. Una vez convertido en Imperio, pasó de la intolerancia pasiva a la intolerancia activa. La Iglesia, gracias al imperio, en muchas ocasiones arrasó con el paganismo. A menudo, el monoteísmo cristiano ha sido, hasta hoy, sumamente excluyente.

 En el plano de los ritos y de las espiritualidades asociadas a ellos, se da en los sacerdotes la tendencia a regular desmedidamente la pureza del pueblo de Dios y la propia, en virtud de la celebración de la eucaristía y las otras formas de consecución de la pureza como, por ejemplo, la confesión de los pecados. Por siglos, hasta hoy, esta tendencia se nutre de una interpretación del sacerdocio de Cristo que se aleja del misterio de la Encarnación. En virtud de esta, Dios suprime para siempre la separación entre lo “sagrado” y lo “profano”, pues el Hijo de Dios supedita su éxito a su propia “secularización”. Solo el amor, en toda su profanidad, salva. El verdadero sacrificio de Cristo consiste en su amor al mismo mundo que Dios ama hasta las últimas consecuencias. Desde entonces la fe en Cristo no ha de vivirse fundamentalmente en espacios y tiempos “separados”, administrados por un ministro de la pureza que incluye y excluye, sino puertas afuera del templo, allí donde se incorpora a los que no merecen nada ni por sus obras (pecadores) ni por su condición social (los pobres).

 De aquí que la vertiente sacerdotal-ministerial del cristianismo corre el riesgo, incesantemente, de arruinarlo todo. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el sacrificio eucarístico suplanta el amor e invierte el sentido de la cruz, de modo que en misa comulgan solo las personas en “regla”. Bernard Sesboüé habla de una “desconversión” en la historia de la comprensión del sacrificio en el cristianismo. El dogma pasa por acentuar la gratuidad del amor de Dios por “todos” (como afirma el Concilio Vaticano II). Y la desviación, en subrayar la índole penitencial del sacrificio de Cristo; como si Dios necesitara castigar para salvar, como si la sangre de su Hijo y la sangre de las flagelaciones fueran gratas e indispensables para reconciliarnos con él.

 Cuando la espiritualidad sacerdotal empalma con el narcisismo psicológico del sacerdote, la separación entre lo sagrado y lo profano lo aleja aún más del mundo. El “escogido” se vuelve sobre sí mismo. En su caso, su cercanía a los demás tiene algo de amenaza a su integridad y, por lo mismo, puede convertirse en un riesgo para su función. Él se identifica con su rol a un grado tal que frena la necesidad de asomarse a su propia humanidad y, así, deshumanizándose, difícilmente podrá humanizar a los otros. Pero esto cuenta poco. Él se debe al Misterio. No está para contaminarse con las vicisitudes de la historia corriente. Su oficio no pasa por la empatía ni por una auténtica compasión con su prójimo. Estas valen, pero en cuanto nutren su avidez de santidad; es decir, de su separación del resto; es decir, de su ego; es decir, de su auto-canonización.

 Espiritualidades de la inclusión

 En el otro extremo de las posibilidades, pero como su filón sano, se desarrolla en la Iglesia un cristianismo que extrae su fuerza de la imitación y seguimiento del Cristo del reino ofrecido a pobres y pecadores. Si ponemos atención al reino comenzado con Jesús, con su predicación y misterio pascual, este no se deja circunscribir a tiempos y espacios sacralizados. Por tanto, no se juega en mantener o recuperar una pureza actual. A este reino ha sido llamado un pueblo sacerdotal. Todos los bautizados son sacerdotes en virtud de Cristo, sacerdote del sacrificio del amor al prójimo. Este reino, en consecuencia, se deja comprobar en espiritualidades inclusivas, empáticas y amistosas, hondamente eclesiales y sociales.

 La fe cristiana es propiamente inclusiva. En el Nuevo Testamento se ilustran unos a otros los episodios de inclusión de los excluidos, tanto de Jesús como de la Iglesia primitiva. La celebración de la eucaristía de las primeras comunidades fue antecedida por las comidas de Jesús con los pecadores. Jesús incorporó a quienes correspondía apartar, por ejemplo, los leprosos, de un modo semejante al día de Pentecostés en que pasaron a formar parte de la Iglesia personas originarias de los pueblos más distintos.

 A lo largo de la historia, tal vez nunca ha sido más transparente el testimonio de Cristo que cuando hubo hombres y mujeres que optaron por los más pobres como si ellos fueran realmente Cristo, y no oportunidades para congraciarse con él. Los verdaderos santos no han estado centrados en sí mismos, sino en su prójimo y en la suerte de un mundo que amaron como propio.

 Hoy, cuando el “signo de los tiempos” en clave sociológica es la inclusión-exclusión, la espiritualidad cristiana tiene una oportunidad única de comunicar que el Cristo, en cuanto da la vida “por todos”, es el signo perenne de los tiempos. En estas circunstancias no es la “santidad” de los cristianos la que importa, sino la reconciliación del mundo.

 La espiritualidad cristiana auténtica participa en la obra de Cristo. Se articula trinitaria y pascualmente. Ella deriva su relevancia de la amplitud del amor del Padre por toda su creación y por su conducción de esta creación a la unidad en sí mismo; obra que se inicia con el misterio pascual de Jesucristo y que terminará de cumplirse gracias a la acción del Espíritu. En este sentido, las espiritualidades de la inclusión tematizan el conflicto y pueden aun expresarse como espiritualidades “políticas”. El mundo que Dios ama está en disputa. Los cristianos entran en el conflicto escatológico, a la escala que sea, o no son cristianos. ¿Cuáles son hoy los frentes de la exclusión? Allí han de estar los cristianos, acortando las distancias, tendiendo puentes o entrando derechamente a la pelea con las armas de la fe, la esperanza y la caridad.

 El problema de la espiritualidad cristiana ni hoy ni antes ha sido la pureza, sino la reconciliación: la superación de todas las separaciones, divisiones, odiosidades y privilegios que los hombres levantan, a veces incluso en “nombre de Dios”. La participación en la exclusión, en la cruz del excluido, es condición de posibilidad de la inclusión anhelada. Pablo habla de esto en términos de gracia y de tarea: “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; a saber, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios!” (2 Cor 5, 18-20).

 La espiritualidad cristiana es inclusiva por ser necesariamente compasiva. En vez de separarse del prójimo nos pide comprometernos con él (pobre o culpable). Y cuando nada podemos hacer por los demás o por nosotros mismos, esta espiritualidad nos enseña que el dolor del mundo tiene para Dios un valor eterno. No porque sea Él un monstruo sádico y deban las víctimas practicar el masoquismo para aquietarlo, sino porque no tiene otro modo de ser fiel a su creación por toda la eternidad que cargar por amor con el sufrimiento que la desgarra.

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